Estudió los dos cadáveres. Ambos hombres habían experimentado una reducción significativa de masa que no formaba parte del programa. Brazos y piernas se habían atrofiado hasta convertirse en muñones y sus torsos se habían encogido hacia delante, dejando la enorme cabeza cercana al hinchado abdomen. La muerte se produjo cuando los pulmones atrofiados y encogidos no permitieron la respiración.
—¿Ha visto antes formas como éstas? —dijo Sylvia en voz baja.
Había logrado controlarse y se encontraba tras él.
Wolf sacudió la cabeza pero no habló. Le habría hecho falta mucho tiempo para explicar que la forma final apenas era relevante. Su diagnóstico de la avería del programa se basaba en indicios más sutiles: la presencia de uñas hipertrofiadas en apéndices similares a aletas, la desaparición de los párpados, el lechoso brillo perlado de los ojos cubiertos por membranas, la severa escoliosis de la columna vertebral. Para alguien familiarizado con el cambio de formas, había indicios que apuntaban a ciertas secciones del programa.
Bey empezó a llamar secciones del programa para revisarlas. En principio, su tarea era muy sencilla. Los ordenadores de la CEB utilizados para cambio de formas convertían la forma pretendida de un humano en una serie de órdenes de biorrealimentación que el cerebro emplearía para dirigir el cambio a nivel celular. Humano y ordenador, trabajando interactivamente, remodelaban el cuerpo hasta que la forma pretendida y la final fueran idénticas, y entonces el proceso terminaba.
Los cambios químicos y fisiológicos se controlaban continuamente, y cualquier avería detenía el proceso y conectaba el equipo de emergencia. El proceso podía fracasar catastróficamente por dos causas: si el humano del tanque no deseaba vivir o si había un problema importante de software.
Bey podía descartar la idea del suicidio. Eso provocaba la muerte sin ningún cambio físico, a excepción del envejecimiento biológico. Lo cual parecía dejar sólo la posibilidad de un fallo de software; pero se enfrentaba a otra complicación: este equipo no había sido suministrado por la CEB. Se trataba de un hardware clónico, y los programas que lo acompañaban eran versiones pirata. Podía haber incompatibilidades hardware-software, algo contra lo que sólo la CEB podía actuar. En tal caso su trabajo sería diez veces más complicado.
Empezó a examinar una nueva sección del código. Tras él, fue vagamente consciente de que Sylvia salía de la habitación. Fue un alivio. No podía servirle de ayuda y era una distracción potencial.
Línea a línea, siguió la interacción programada, rastreando los parámetros físicos (temperatura, ritmo del pulso, conductividad de la piel) y las variables del sistema (ritmo de nutrientes, perfil de gases ambientales, estímulos eléctricos). No comparó esos parámetros con ninguna especificación de funcionamiento del equipo. No le hacía falta. La región de estabilidad estaba bien delimitada, y a lo largo de los años había aprendido hasta dónde era tolerable la desviación respecto a los valores estándar.
Todos los programas en uso, al ser manejados por el ordenador, proporcionaban su propia pista de auditoria, además de lecturas químicas e índices de actividad cerebral. Leerlos e interpretarlos era algo a caballo entre el arte y la ciencia. Algo que había hecho durante dos tercios de su vida.
Permaneció allí sentado durante seis horas, en un trance profundo. Si alguien le hubiera preguntado si disfrutaba, no podría haber dado una respuesta fidedigna. No estaba contento, ni triste tampoco. Lo único que sabía era que no había nada en la vida que prefiriera estar haciendo. Y cuando encontró las primeras anomalías, y empezó a componer una imagen, no podría haber descrito la excitación. Le habían proporcionado un hermoso adorno roto, partido en un millar de trozos. Tenía que reconstruirlo. Mientras iba encajando esos fragmentos, uno a uno, provisional y laboriosamente, intuyó el esbozo de una pauta conjunta. Eso lo llenó de júbilo. Pero no importaba lo que hiciera: la imagen continuaba dolorosamente incompleta. Y eso era insoportablemente frustrante. No le habían proporcionado todas las piezas. Había partes del código que no estaban dentro del sistema.
El sonido de la voz de Sylvia Fernald lo sacó de su ensimismamiento. Había entrado en la habitación seguida de Aybee Smith y Leo Manx. Bey se volvió y formuló su pregunta, a los tres:
—Estos tanques de cambio de formas no son autosuficientes, como deben serlo las unidades de la CEB. ¿Dónde se ejecuta el resto de los cálculos?
—Puede que en el sistema informático principal de la Granja —dijo Aybee de inmediato—. Es mucho menos caro que hacer los análisis aquí. La CEB y los otros fabricantes te dejan pelado. Te cobran diez veces más por la memoria de sus unidades. ¿Hay algún inconveniente en usar un sistema distribuido? Lo hacernos a menudo.
—No debería serlo. Por otro lado…
Bey indicó la portilla del tanque de cambio de formas. Aybee se acercó, se asomó y frunció el ceño durante treinta segundos. Leo Manx no pudo echar más que una ojeada horrorizada.
—He comprobado el código, línea a línea —continuó Bey—. Y estoy convencido de que los programas locales funcionan bien. Eso significa que el problema tiene que estar en el ordenador principal.
—O en las líneas de comunicaciones —dijo Aybee.
—No. —Bey negó con la cabeza, y de repente se dio cuenta de su agotamiento—. La transmisión redundante corregiría el ruido electrónico en la señal. Aunque eso no funcionara, el ruido termal o las interferencias externas ocasionarían errores aleatorios. Lo que estamos viendo aquí no es aleatorio en absoluto. Fue calculado con toda precisión.
—Pero eso lo convierte en asesinato —protestó Leo Manx.
Aybee le dedicó su sonrisa más feroz.
—Supongo que eso es exactamente lo que está diciendo el Hombre Lobo. Y en ese caso, tendremos que reunimos con los granjeros. —Descartó la objeción de Sylvia con un gesto—. No me lo digas, Fern, sé que no querrán hacerlo. Pero con asesinatos de por medio, no tienen elección. ¿Está seguro, Wolf?
—Segurísimo.
—¿No quiere que yo compruebe sus resultados?
—Me encantaría que lo hicieras… o al menos me gustaría verte intentarlo. Si fueras realmente afortunado y listo, tardarías cosa de un mes. —Bey sacudió la cabeza—. Aybee, no se trata de tu habilidad… pero yo sé de estas cosas, por dentro y por fuera. Créeme, tardarías una semana sólo en descartar combinaciones imposibles de las variables principales. No tenemos tiempo para eso. Aceptaré tu primera sugerencia. Vayamos a ver a los granjeros. Ahora mismo.
—Eh, ¿qué hay del Hombre Negentrópico? Leo y yo hemos venido por eso, no para mirar cosas muertas que te hacen vomitar.
—También tenemos tiempo de sobra para eso. Podemos hacerlo mientras Sylvia habla con los granjeros. —La interacción con Aybee era una lucha con armas afiladas. El otro era agresivo… y listo.
—Más tiempo de lo que cree —añadió Leo—. Los granjeros podrían no acceder a reunirse con usted, señor Wolf.
—Tienen que hacerlo —insistió Aybee.
—Con nosotros, sí —dijo Sylvia—. Podrían rehusar ver a alguien del Sistema Interior, y salirse con la suya.
—Entonces no les digas de dónde es. —Aybee parecía impaciente—. Resolved eso Leo y tú. El Hombre Lobo y yo tenemos que ver ese asunto del interior de su cráneo. ¿Verdad? Vamos a ello.
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