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—No toque la puerta —gritó, pero su voz sonaba ya más débil a consecuencia de la falta de aire. La asfixia acabaría con él, no el gas venenoso. Fue consciente del dolor en sus oídos y de la agonía que los calambres del gas atrapado forzaba en sus intestinos.

—¿Bey? —El grito desde fuera sonaba apagado. Era Sylvia—. Bey, ¿puede oírme?

—Sí. No abra la puerta.

—Lo sé. ¿Tiene un traje?

—No puedo encontrarlo.

—Junto al terminal de datos. En el armario de abajo.

No malgastó aire para responder. El traje estaba allí. Pero todavía tenía que ponérselo. Jadeaba, cada vez más mareado. Metió en él las piernas y los brazos y se lo subió hasta los hombros. Pero el casco ya era demasiado. Concentró toda su atención en su lisa superficie y consiguió colocarlo burdamente en su sitio. Pero no pudo cerrarlo. La anoxia le vencía. La habitación se oscurecía. Al borde de la inconsciencia, Bey advirtió cuánto deseaba vivir.

Luchaba contra los cierres (y perdía), cuando se produjo un estrépito tras él y escapó un vendaval de aire. Se le colapsaron los pulmones cuando la presión bajó a cero. Cuando Sylvia llegó a su lado estaba casi inconsciente, aún debatiéndose con el casco. Ella se lo colocó en su sitio y conectó la válvula. En el traje empezó a entrar aire.

Sylvia se inclinó a mirar el visor. El rostro de Bey era una pesadilla salpicada de fresca sangre roja y piel azul cianótica. Mientras le observaba, la expresión de falta de oxígeno remitió. El pecho del traje se estremeció con una serie de temblores. Vivía. Sylvia agarró el brazo de Bey y empezó a tirar de él. Había llegado allí de inmediato, en cuanto se hubo puesto su propio traje, y no conocía la causa del problema. En cualquier momento podía producirse otro choque o una explosión. Como cualquier nubáqueo, huía hacia la seguridad del espacio abierto.

La herida de salida producida por la colisión resultó ser la vía de escape más ancha y fácil. Sylvia y Bey acompañaron una masa de objetos a la deriva y salieron al espacio con la última vaharada de aire del interior de la burbuja.

Bey estaba inconsciente. Sylvia, temblando de agotamiento, le agarraba con fuerza; miró a su alrededor. La capa recolectora de la Granja había quedado muy por detrás. Los granjeros supervivientes habían acercado su nave salvavidas a la burbuja destrozada, y media docena de ellos se preparaban para volver a entrar en ella por una compuerta. Tenían un claro deber que cumplir con sus compañeros perdidos: rescatarlos o enterrarlos en el espacio.

Sylvia vio la nave en la que Bey y ella habían llegado. Flotaba a escasos kilómetros de la burbuja, aparentemente ilesa, sus luces de posición un brillo rojo contra las estrellas. No estaba segura de tener fuerzas para llegar allí. Se puso en marcha, arrastrando a Bey consigo. Cuando casi la había alcanzado, vio una figura que salía a su encuentro. Era Aybee.

—¿Leo? —preguntó ella.

—Dentro. Magullado, pero no demasiado mal. —Aybee se hizo cargo y arrastró a Bey tras él—. ¿Cómo le va al Hombre Lobo?

—Está herido. —Ella tiritaba—. Se pondrá bien. ¿Dónde está nuestra otra nave?

Aybee trazó un amplio círculo con el brazo.

—Ni idea. La señal no funciona. No sé cómo vamos a encontrarla.

Mientras él ayudaba a Bey a atravesar la compuerta, Sylvia echó un último vistazo alrededor. No había ni rastro de la nave en la que Aybee había llegado. Estaba perdida en algún lugar de la oscuridad, indistinguible de un millón de otras piezas de pecios estelares.

Al cruzar la compuerta, se derrumbó. En los últimos veinte minutos había forzado su cuerpo al límite. La ayuda que Bey Wolf necesitaba tendría que proporcionarla otra persona.

Bey despertó tres veces.

El dolor fue el primer estímulo. Alguien le lastimaba la cara, apuñalando una y otra vez su mejilla y su frente.

—Un poco burdo —dijo una voz—. Pero servirá. Un par de puntos más y habré acabado. Está hecho un desastre. ¿Me oye, Hombre Lobo? Se acabaron los premios de belleza para usted.

El agudo dolor regresó, seguido de una vaharada de fluido helado sobre su rostro. Bey gruñó como protesta, y se hundió en la inconsciencia.

La segunda vez fue más alarmante. Y más dolorosa. Se despertó, y trató de tocarse la mejilla izquierda lastimada. No pudo hacerlo. Algo le tenía retenido firmemente y era incapaz de moverse. Empezó a debatirse, a tirar de sus ataduras. Estaba demasiado confuso y mareado para analizar lo que sucedía, o por qué, pero luchó como un animal, resistiéndose todo lo que pudo. Fue inútil. Luchaba contra correas diseñadas para asegurar un cuerpo humano bajo una aceleración de diez ges. Agotado al cabo de unos pocos segundos, volvió a sumirse de nuevo en un sueño inquieto.

El dolor y la consciencia tardaron menos en volver la tercera vez, y con ellos, por fin, recobró la visión. Estaba tendido con los ojos abiertos, contemplando el rostro de una mujer. Éste se encontraba a escasos centímetros de él, pálido y quieto. Había un rastro de venas azules en sus sienes, y el tinte negro y violeta de la fatiga tras los ojos cerrados. Bey lo estudió, sorprendido por su familiaridad. ¿Quién era? Aquella frente redondeada le resultaba bien conocida. Intentó alzar el brazo para tocar el delicado cráneo y el fino pelo rojo. No pudo hacerlo. Estaban atrapados uno al lado del otro, tendidos en un estrecho camastro y atados en aquella posición.

Mientras colocaba los dedos en el mecanismo liberador de su arnés, recuperó la lucidez. Y con ella, el miedo. Recordó. Un violento impacto. La búsqueda de un traje. El pánico. La lucha por el aire. La aparición de Sylvia a su lado, justo cuando perdía la batalla.

Tuvo un vago recuerdo surrealista del trayecto de pesadilla por el espacio, las estrellas convertidas en puntos difusos a través del visor manchado de sangre.

—¡Sylvia!

Ella no se movió.

Bey se liberó y se sentó. Se encontraba de nuevo en la nave de tránsito, y el impulsor McAndrew estaba conectado. Se movían con una aceleración indicada de un par de cientos de ges. Estaba tendido en el mismo camastro con Sylvia Fernald. En el otro camastro, atado y envuelto como en una crisálida del cuello a los tobillos, se encontraba Leo Manx. Mientras Bey se incorporaba, los ojos de Leo se volvieron hacia él.

—¿Dónde está Aybee? —preguntó Bey.

—No lo sé. Pero la última vez que lo vi se encontraba bien. —Leo volvió la cabeza, lenta y torpemente—. Es Sylvia la que me preocupa. No puedo moverme, ni ver sus monitores. ¿Cómo está?

Bey comprobó los sensores y completó su impresión tocando la mejilla y la frente de la mujer.

—Fría, pero todo lo demás parece normal. ¿Qué le ha sucedido… y a usted también? ¿Y dónde está Aybee? ¿Adonde nos dirigimos?

—Señor Wolf, estoy seguro de que puede usted hacer más preguntas de las que yo puedo contestar. —La voz satinada de Leo Manx era tensa. Padecía mucho dolor o estaba terriblemente inquieto—. Haré lo que pueda. Sylvia Fernald hizo un esfuerzo físico supremo cuando le salvó, pero fue demasiado para ella. Se desplomó cuando alcanzó la nave. Por sugerencia mía y con el acuerdo del sistema médico, Aybee prolongó su período natural de inconsciencia. Debe dormir hasta que estemos cerca de la Cosechadora Marsden… nuestro destino previsto, donde debemos reunimos con Cinnabar Baker. Lo que no sugerí yo… —Leo Manx hizo una mueca, con disgusto y luego con dolor— fue la idea de estar aquí atado como una momia egipcia, incapaz de liberarme. Si fuera tan amable de soltar el arnés…

—¿Qué le ocurrió?

—Tengo las costillas y una pierna rotas. Aybee se excedió en el cumplimiento de su deber y en el uso de su autoridad cuando me anestesió, y luego me hizo esto.