—¿Lo sabes?
—Estoy casi segura de que sí. Paul estuvo aquí en secreto, pero quería que cierta gente pudiera contactar con él. Sé quiénes son.
—¿Y podrías decírmelo?
—Bueno, ahora mismo no. —Andrómeda volvió a lamerse los labios—. Habría que encontrarlos antes. Pero podríamos buscarlos juntos.
Bey sabía lo que le esperaba.
—Andrómeda: «Hay una divinidad que va perfilando nuestros propósitos, los desbasta como haríamos nosotros.»
—¿Cómo dices?
—Perfila nuestros propósitos.
Dios. Había bebido demasiado, ¿pero demasiado para qué?
Andrómeda se echó a reír.
—Eres una persona tan extraña… y no sólo por tu aspecto. Si quieres investigar, puedo decirte por dónde empezar. —Se acercó a Bey. Había perdido todo interés por la comida—. Tengo sus nombres y conozco su paradero… pero no los llevo encima. Están en mis habitaciones. Tendremos que ir allí. Si quieres.
Hizo una pausa y lo miró, incitante.
Con salvaje presunción. Silenciosa, sobre un monte de Dañen. Dios, estaba borracho.
—Bien, Bey. —Ella había dejado de sonreír—. ¿Quieres?
—«Siendo tu esclavo, ¿qué puedo hacer sino atender puntualmente tus deseos?»
—¿Qué?
—Quiero decir que vamos. Ahora. A tus habitaciones. Quiero.
—Mm. ¿Estás seguro? —Ahora ella se hacía la dura—. ¿Qué hay de Sylvia?
—«Te he sido fiel, Cynara, a mi modo.»
«Quiero decir Sylvia, Mary, por el amor de Dios.»
—¿Qué?
—Que estoy seguro. No puedo esperar. Vamos.
Bey se puso en pie y agarró la jarra medio llena de vino. Ella estaba allá fuera, en alguna parte, en el abismo insondable del Sistema Exterior. Iba a encontrarla. Si tenía que morir en el empeño, eso sería parte del juego. No importaba lo que costara, iba a encontrarla. Pero todavía no.
Leo Manx lo miró, incrédulo.
—Vamos a ver si lo he entendido bien. Te marchas mañana con rumbo a estas coordenadas. —Señaló el papel que sostenía—. Al desierto. Y no quieres que vaya contigo. Menos mal. No quieres decir a los controladores de la Cosechadora adonde te diriges. Muy bien, si tú lo dices. ¿Pero qué esperas conseguir?
Leo Manx sabía escuchar. Lo demostró entonces, mientras Bey esbozaba sus ideas. En los momentos más descabellados, Leo murmuró para sí, pero no le interrumpió.
—¿Cómo crees que vas a demostrar todo esto? —dijo por fin.
—Voy a traer a uno. A uno vivo.
Bey estaba agotado, pálido, a medio camino entre los efectos de la droga y la resaca. Cuatro días de vino, narcóticos y Andrómeda Diconis eran una experiencia no apta para timoratos. Habían recorrido juntos la Cosechadora, de un extremo a otro. Andrómeda creía más en la estimulación que en el sueño. Si sobrevivía, Bey quería verla de nuevo. Tenía que saber de dónde sacaba la energía.
—Pero si no vuelvo —continuó—, tiene que haber al menos una persona que sepa exactamente adonde me dirijo y lo que creo que está pasando. Esa persona eres tú.
—¿Pero cómo voy a persuadir a Cinnabar Baker de que lo que vas a hacer tiene sentido?
—No empieces por Cinnabar. Que sea la última a la que acudes, y sólo si no vuelvo y no hay absolutamente ninguna otra alternativa. Ya te he hablado del peligro. ¿Harás lo que te pido?
—Haré lo que pueda. ¿Has intentado alguna vez presentar un informe a tu jefa sin decirle lo que pasa?
—Cientos de veces. Es la regla número uno de la autoconservación. ¿Las tienes en lugar seguro?
—¿Las coordenadas? Claro que sí. ¿Pero te das cuenta de que casi con toda seguridad no son el emplazamiento del Agujero de Ransome? Están demasiado lejos del Anillo de Núcleos.
—Lo sé. Pero no tengo otro punto de partida y estoy seguro de que Sylvia fue allí. Me marcho. Si todo se va al infierno, ya sabes lo que hay que hacer. Dame treinta días; si para entonces no tienes noticias mías, considérame muerto y enterrado.
Se disponía a marcharse cuando Leo Manx lo detuvo.
—Bey, me dices que necesitas treinta días antes de que yo me deje llevar por el pánico, y no eres muy optimista con respecto a Aybee. ¿Por qué no le das ese mismo tiempo a Sylvia? Tal vez ella esté siguiendo su propio plan. Podrías estropeárselo.
Leo se merecía una respuesta, pero Bey no tenía ninguna. Lo único que tenía era aquella vocecita de nuevo, susurrándole al oído. Decía que Aybee tal vez estuviera bien, y Bey también, pero Sylvia tenía problemas. ¿O le decía que le debía más a ella que a Aybee y por eso tenía que preocuparse más por Sylvia?
Bey no podía acallar esa voz, pero a veces podía comprender sus estrategias. Tenía prisa por marcharse, pero tal vez no por el motivo obvio. Si encontraba a Sylvia, quizás ella lo condujera hasta Paul Chu. Y Paul Chu podría conducirle hasta Black Ransome. Y Black Ransome era el Hombre Negentrópico, aquel bailarín sonriente que lo había vuelto medio loco y lo había obligado a abandonar la Tierra. Eso era lo que perseguía Bey, ¿no?
Tal vez. La voz interna insistió en las últimas palabras. «Quieres vengarte de Black Ransome, me lo creo. Y quieres resolver el misterio de los núcleos, que empieza y termina en Black Ransome. ¿Pero no nos estamos olvidando convenientemente de otra cosita? Si encuentras a Black Ransome siguiendo la pista hasta el final, ¿a quién más podrías encontrar con él? ¿Y qué hará entonces el valiente Bey Wolf ?»
23
Aybee Smith era un prisionero indefenso, encerrado en una nave con una mujer que no hablaba con él, corriendo hacia un destino desconocido para reunirse con quienes eran enemigos jurados de todo cuanto la civilización de Aybee representaba.
Cualquier persona lógica se habría preocupado mortalmente por su propio futuro. Y la lógica gobernaba toda la vida de Aybee. Amaba la lógica, vivía según sus dictados. Y sin embargo ni siquiera se planteaba ninguno de esos problemas. Estaba ocupado con algo mucho más importante.
La nave era un cofre del tesoro lleno de misterios. Empezando por el enigma del mecanismo impulsor (no había placa equilibradora de alta densidad, ni fuerzas de aceleración), había contado veintisiete aparatos que requerían una nueva tecnología… o, más allá de la mera tecnología, un nuevo principio físico.
Con un reloj mental funcionando siempre en su mente (¡cinco días!… demasiado poco tiempo), Aybee había olvidado el lujo de dormir o descansar. No importaba lo que le hicieran cuando llegara a su destino, entonces podría dormir; ahora la exploración de la nave era su único objetivo.
Gudrun salía de su compartimento cerrado sólo durante unos minutos, dos veces al día, cuando tenía necesidad de utilizar la única cocina de la nave. Aybee comía de forma esporádica, cuando podía permitirse interrumpir su trabajo. Gudrun y él se encontraron en la cocina sólo una vez. Ella evitó mirarle a los ojos y no habló. Él ni siquiera se dio cuenta. Había intuido otra cosa: un posible fundamento para la unidad de eliminación de basura, que de algún modo la hacía desaparecer de la nave pero no la lanzaba al espacio abierto.
Mientras ella se preparaba la comida y escapaba, él permaneció sentado, inmóvil, contemplando la pared en blanco. Aybee trabajaba mentalmente. Sólo transcribía los resultados cuando todo estaba completo. Hasta ahora, no había escrito nada.