Estos no son sino ejemplos de principios universales del acto mágico que he recuperado para utilizarlos en el acto psicomágico o, en otras palabras, en una acción terapéutica.
El acto psicomágico
¿En el contexto mágico que rodea a una bruja como Pachita, la fe juega un papel esencial?
Bueno, en vez de hablar de «fe» utilicemos la palabra «obediencia». Quiero decir sencillamente que, aunque no se crea en el poder de la bruja, es conveniente permanecer imparcial y darle todas las posibilidades de actuar. Dicho de otra manera, tengas o no tengas fe, debes ser lo bastante honesto como para seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas. Si acudes a un médico y al salir de su consulta no te molestas en comprar ni tomar los medicamentos que te ha recetado, ¿cómo podrás pronunciarte después sobre la eficacia de su tratamiento? Si Pachita recomienda un acto, la persona cree en él y lo cumple sin tratar de comprender. Obedece, eso es todo, por misteriosa que pueda ser la práctica recomendada. Como ya hemos indicado, todo esto forma parte de una cultura radicalmente distinta de la nuestra. El director de una importante revista mensual parisiense, afectado por un cáncer, me preguntó en aquellos años si podía presentarle a Pachita. Lo llevé a su casa, ella lo operó y le dijo: «Estás curado, pero cuidado: no se lo digas a nadie hasta que hayan transcurrido seis meses». Él no obedeció. Apenas regresó a Francia, se hizo examinar por una serie de médicos, con la esperanza de que le confirmaran el veredicto de la bruja. Éstos le dijeron que no estaba curado, y murió tres meses después. Por el contrario, un amigo francés, secretario de prensa de una gran compañía cinematográfica, que había tenido varios infartos, a instancias mías fue a ver a Pachita para que le «cambiara el corazón». Terminada la operación, la bruja le pidió que esperara tres meses, y él así lo hizo. Al cabo de ese período, se sometió a varios exámenes, y el electrocardiograma reveló una gran mejoría. Han transcurrido años y él sigue vivo… También podría citarte el caso de la asistente del cineasta François Reichenbach. A consecuencia de un accidente de tráfico, parecía condenada a la parálisis. Pachita la operó y volvió a andar. Hace un tiempo vino a verme para darme las gracias por haberle presentado a la bruja. Aproveché la ocasión para pedirle que testificara en una conferencia que yo daría en la Sorbona ante un auditorio de unas quinientas personas. Permíteme que te lea parte de su testimonio, tal como fue grabado y transcrito:
– (Jodorowsky:) Así pues, voy a interrogarte. ¿Cómo te llamas?
– Claudie.
– ¿De qué director francés eras asistente?
– Era asistente de Reichenbach.
– ¿Tuviste un accidente?
– Sí, en Belice. Tenía la columna vertebral hecha migas, nervios seccionados en la espalda y nueve vértebras rotas. Estuve tres meses en coma. Cuando recobré el conocimiento, me dijeron que estaba paralítica y que no podría volver a andar. Entonces me llamó Reichenbach y me dijo: «Estoy con Alejandro Jodorowsky, te lo paso». Para mí, en aquel entonces, Jodorowsky era una persona que había hecho una película completamente delirante. Me pregunta: «¿Qué te pasa?», y yo le contesto: «Estoy paralítica». «No es grave», me dice entonces. «Tienes que ir a México a ver a la bruja Pachita.» Fui a operarme, a pesar de que no creía. No creía en su cuchillo, ni creía en nada. Me hizo un daño de mil demonios. Aquello dolía mucho. Me abrió desde la nuca hasta el cóccix. Yo le había dado cien francos de la época para que comprara vértebras.
– (Alguien del público:) ¿Cómo?
– (Jodorowsky:) Sí, deben saber que Pachita compraba vértebras en el hospital o en el depósito de cadáveres, no sé muy bien… A veces, aparecía con un corazón en un frasco…
– ¡Sí, así fue! Pero he de decirles algo: yo estaba segura de que un día me levantaría y volvería a andar. No creía en Pachita y me parecía que Alejandro estaba loco, pero estaba segura de que volvería a andar, y lo conseguí a través de ella. Pero ante todo creía en mí misma.
– ¡Cuenta tu operación!
– Bien, con el cuchillo me abrió de arriba abajo la columna vertebral. Lo sentí perfectamente. Después, sentí como si golpeara con un martillo. Luego, me dio la vuelta… Ah, no, antes me puso alcohol de noventa grados. Había un olor inmundo a sangre caliente. El alcohol me escocía de un modo horrible. ¡La mordí! ¡Sí, la mordí! Me pasó por delante un brazo y, desde luego, no desperdicié la ocasión. En aquel momento estaba a punto de desmayarme. En realidad, no era tanto por el dolor como por el olor a sangre, no lo soportaba. Me puso boca arriba. Yo me dije: «Pero ¿qué hace?», y dejé de verle las manos. Ya no había manos. Estaban dentro de mi vientre, y yo no sentía nada.
– Esto es lo que vio…
– Eso es lo que vi.
– ¡Eso es! A veces, amigos, esto es como la transferencia. No sé si han visto ustedes una emisión sobre aikido [2]: llega el maestro y, con el ki, parece invencible. No lo es porque ante una persona que no sea discípulo suyo no puede hacer nada. Es necesario que haya una transferencia. Es decir, que transferimos a ciertos arquetipos fuerzas que llevamos dentro y, en virtud de esta transferencia, hacemos de esa persona un maestro, un gurú, alguien que posee una fuerza inmensa. Alguien invencible. Ello se debe a nuestra transferencia. Es completamente útil y necesario, pero se trata de una transferencia. Con Pachita lo curioso era que todo el que iba a verla hacía esa transferencia.
Interesante… Claudie no creía, pero se sometió plenamente, a diferencia del director de la revista, que hizo lo que se le antojó.
Sí. Para que la práctica funcionara, ante todo había que prestarse al juego sin tratar de comprender. No obstante, por lo que a mí respecta, me esforcé en descubrir algunos de los mecanismos que actuaban en el proceso de curación, a fin de poder reutilizarlos después. Recuerdo, por ejemplo, a un amigo que se sentía muy débil. Pachita le dijo que no tomara más vitaminas. Le ordenó que entrara en una carnicería, robara un trozo de carne y se lo comiera.
Debía proceder a este ritual una vez a la semana. Por supuesto, el hombre recuperó toda su energía y, a mi modo de ver, por una razón muy simple: cometer un robo semanal era para aquel pobre hombre tímido un acto de una audacia inaudita. Tenía que movilizar todas sus energías. Entonces descubrió que era más fuerte y decidido de lo que creía y, desde el momento en que tuvo otra percepción de sí mismo, su vida cambió. Al menos, así es como yo me lo explico.
Entre captar algunos de los sutiles mecanismos psicológicos presentes en la brujería practicada por Pachita y recomendar actos uno mismo, media una gran distancia. ¿Cómo salvó usted esa distancia? ¿Cómo pasó de una reflexión sobre el acto mágico a la práctica de la psicomagia?
Como sabes, he estudiado a fondo el tarot y gozo de cierta reputación como tarotista. Pero yo soy autor de historietas para cómic y director de teatro y de cine, por lo que nunca he tratado de ganarme la vida con las cartas. Sin embargo, en un momento determinado, quise profundizar en mi estudio del tarot. Para ello tenía que comunicarme con los demás, practicar la lectura de las cartas. Me fui entonces a una librería de la rué des Lombards que se llama Arcane 22 y que está especializada en tarot. Como los dueños me respetaban, les propuse que me acondicionaran un cuartito en la trastienda, comprometiéndome, a cambio, a recibir a dos personas al día durante seis meses, para echarles las cartas de forma profesional. Los dueños de la librería pusieron un cartelito y empezaron a llegar consultantes. No voy a extenderme aquí sobre mi concepto del tarot. Sólo diré que yo no leo el futuro, sino que me conformo con el presente y centro la lectura en el conocimiento de uno mismo, partiendo del principio de que es inútil conocer el futuro cuando se ignora quién es uno aquí y ahora. En suma, aquellas sesiones suscitaron en mí ciertas reflexiones. Cuanto más avanzaba, constataba con más fuerza que todos los problemas desembocaban en el árbol genealógico.
¿Qué quiere decir con eso?
Acceder a las dificultades de una persona es acceder a su familia, penetrar en la atmósfera psicológica de su medio familiar. Todos estamos marcados, por no decir contaminados, por el universo psicomental de los nuestros. Así, muchas personas asumen una personalidad que no es la suya, sino que proviene de uno o de varios miembros de su entorno afectivo. Nacer en una familia es, por decirlo así, estar poseído.
Esta posesión suele ser transmitida de generación en generación: el embrujado se convierte en embrujador, proyectando sobre sus hijos lo que fue proyectado sobre él… a no ser que una toma de conciencia logre romper el círculo vicioso. Al cabo de una consulta de dos horas, muchos exclamaban: «¡No había descubierto tantas cosas ni en dos años de psicoanálisis!». Esto me dejaba muy satisfecho y convencido de que bastaba con ser consciente de una situación problemática para resolverla. Sin embargo, no era verdad. Para superar una dificultad no basta con identificarla claramente. Una toma de conciencia que no es seguida de un acto resulta completamente estéril. Poco a poco, fui dándome cuenta de eso y llegué a la conclusión de que tenía que aconsejar a la gente. Pero me resistía a hacerlo. ¿Con qué derecho podía entrometerme en la vida de los demás, ejercer una influencia en su comportamiento? ¡Yo no quería convertirme a mi vez en embrujador! Era una posición difícil, ya que las personas que venían a consultarme no pedían otra cosa: habría tenido que convertirme en padre, madre, hijo, marido, esposa… Pero no estaba dispuesto a convertirme en director espiritual de nadie, a inmiscuirme en la existencia de los demás. Entonces se me ocurrió una idea: para que las tomas de conciencia fueran eficaces, yo debía hacer actuar al otro, inducirle a cometer un acto muy preciso, sin por ello asumir la tutela ni el papel de guía respecto a la totalidad de la vida de esa persona. Así nació el acto psicomágico, en el que se conjugan todas las influencias asimiladas en el transcurso de los años y de las que hemos hablado en nuestras charlas.