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Lo que sí estaría bueno seria darte en la cabeza, asqueroso sinvergüenza… Mort era uno de esos vendedores a comisión que se pasan más tiempo intentando seducir camareras que cuidándose de sus clientes, y, además, los géneros que llevaba eran siempre de la peor especie.

Pero le invité a una copa y le llené los oídos de fantástica¡historias sobre la «mujer casada» que había inventado, mientras ¿1 se jactaba de una serie de proezas sin duda igualmente ficticias, Luego me lo quité de delante.

En otra ocasión intenté invitar a una copa al doctor Twitchefl1 pero fracasé.

Me había sentado junto a él en el mostrador del restaurante de un drugstore en la calle Champa, cuando vi su cara reflejada en el espejo. Mi primer impulso fue meterme debajo del mostrador a esconderme.

Pero luego me vi a mí mismo en el espejo y me di cuenta de que1 de entre todas las personas que vivían en 1970, él era de quien menos tenía que preocuparme. No podía suceder nada malo, por. que nada había… quiero decir «nada habría». No… Por fin desistí de ponerlo en palabras, y me di cuenta de que si el viajar por e tiempo llegaba a extenderse, a la gramática inglesa tendría que añadirse toda una serie de nuevos tiempos para describir situaciones reflexivas conjugaciones que harían que los tiempos literarios franceses y los tiempos latinos pareciesen sencillos.

Pero de todos modos, pasado o futuro, o lo que fuese, Twitcheli no tenía por qué preocuparme ahora. Podía estar tranquilo.

Estudié su cara en el espejo, preguntándome si sería solamente un parecido casual. Pero no lo era. Twitchell no tenía una cara tan corriente como la mía; sus rasgos eran severos, confiados, algo arrogantes y elegantes, y se hubiesen encontrado en Zeus como en su casa. Solamente recordaba aquella cara en ruinas, pero no habla duda; me retorcí por dentro cuando pensé en el viejo y en lo m~ que le había tratado. Me preguntaba cómo le podría compensar

Twitchell se dio cuenta de que le estaba mirando.

—¿Ocurre algo?

—No… Ah, usted es el doctor Twitchell, ¿verdad? ¿De la Universidad?

—Sí, Universidad de Denver. ¿Nos conocemos?

Por poco hago una plancha, pues me había olvidado de que aquel año enseñaba en la Universidad de la ciudad. Recordar en dos direcciones es difícil.

—No, doctor, pero le he oído en alguna de sus conferencias. Podría decir que soy uno de sus admiradores.

Su boca se curvó en una media sonrisa, que no acabó de formarse. Por aquello, y por otros detalles me di cuenta de que no había adquirido aún el voraz deseo de ser adulado; a aquella edad estaba seguro de si mismo y solamente necesitaba su propia aprobación.

—¿Está usted seguro de que no me ha confundido?

—Oh, no…, usted es el doctor Hubert Twitchell. … el gran físico.

—Digamos sencillamente que soy un físico. O que procuro serlo —dijo desmañadamente.

Charlamos durante un rato, e intenté quedarme con él cuando hubo acabado su bocadillo. Le dije que seria para mí un honor si me permitía que le invitase a una copa. Pero él meneó la cabeza:

—Apenas bebo, y desde luego nunca después que ha anochecido. De todos modos, muchas gracias. Me he alegrado de conocerle. Si va usted por la Universidad, venga a verme algún día al laboratorio.

Le dije que lo haría.

Pero no cometí muchos errores en 1970 (la segunda vez que llegué allí) porque lo comprendía, y, además, la mayor parte de los que podrían haberme reconocido estaban en California. Tomé la resolución de que si me encontraba con alguna otra cara conocida haría ver que no sabía quiénes eran, y pasaría de largo; no me arriesgaría.

Pero hay cosas de poca importancia que también pueden ocasionar dificultades. Como aquella vez en que me enredé con un cierre cremallera, sencillamente porque me había acostumbrado a los cierres Juntafuerte, tanto más cómodos y seguros. Había otras muchas cosas por el estilo que eché mucho de menos después de haberme acostumbrado en solamente seis meses a aceptarlas como cosa natural. Y afeitarme… ¡tener que volver a afeitarse! Una vez incluso me resfrié. Aquel horrendo espectro del pasado se debió a haberme olvidado de que las ropas pueden llegar a empaparse bajo la lluvia. Me hubiese gustado que esos preciosos estetas que se ríen del progreso y que hablan de la superior belleza del pasado pudiesen haber estado conmigo: platos que dejan que la comida se enfríe, camisas que hay que lavar en la colada, espejos de los cuartos de baño que se empañan con el vapor, precisamente cuando se necesitan, narices que gotean, suciedad por el suelo y suciedad en los pulmones; me había acostumbrado a una vida mejor y 1970 fue una sucesión de pequeñas frustraciones hasta que volví a adaptarme.

Pero un perro se acostumbra a sus pulgas, y lo mismo me ocurrió a mi. Denver en 1970 era un lugar muy extraño, con un delicioso sabor pasado de moda; llegó a gustarme mucho. No era nada parecido al estilizado laberinto que el Nuevo Plan había sido (o seria) cuando había llegado (o llegaría) desde Yuma; tenía todavía menos de dos millones de habitantes, había aún autobuses y otros vehículos por las calles, todavía había calles; no me fue difícil encontrar la Avenida Colfax.

Denver estaba todavía acostumbrándose a ser la sede del gobierno nacional, y el papel no le acababa de satisfacer, lo mismo que un muchacho en su primer traje de etiqueta. Su espíritu suspiraba todavía por las botas de altos tacones y su sabor del oeste, a pesar de que sabía que tenía que crecer y ser una metrópoli internacional, con embajadas y espías y restaurantes famosos para gourmets. Por todas partes en la ciudad estaban construyendo viviendas para alojar a burócratas, intermediarios, mecanógrafas y lacayos; los edificios se alzaban con tanta rapidez que en cada uno de ellos se corría el peligro de encerrar una vaca entre sus paredes. A pesar de todo1 la ciudad solamente se había extendido unos cuantos kilómetros más allá de Aurora por el Este, hasta Henderson por el Norte, y Littleton por el Sur; había todavía campo abierto antes de llegar á la Academia del Aire. Y hacia el Oeste, naturalmente, la ciudad se extendía hasta el campo y las oficinas federales estaban perforando túneles en las montañas.

Me gustaba Denver durante la expansión federal. No obstante, tenía unas ganas desesperadas de volver a mi propio tiempo.

Siempre se trataba de pequeñeces. Me había hecho arreglar completamente los dientes poco después de haber entrado a trabajar en Muchacha de Servicio, en cuanto pude permitírmelo. No creía que nunca más fuera a tener que ver a un dentista. No obstante, en 1970 no tenía píldoras anticaries, de modo que se me produjo un agujero en un diente, y, además, doloroso, pues de lo contrario no hubiese hecho caso. De modo que fui a un dentista. La verdad era que me había olvidado de lo que él vería cuando me mirase la boca. Parpadeó, hizo girar su espejo, y dijo:

—¡Por todos los…! ¿Quién era su dentista?

—¿Ka hu hank?

Quitó las manos de mi boca.

—¿Quién lo hizo? ¿Y cómo?

—¡Ah! ¿Quiere usted decir mis dientes? Es un trabajo experimental que están haciendo en… India.

—¿Cómo lo hacen?

—¿Y cómo quiere que lo sepa?

—Hummm… espere un momento. Tengo que hacer unas cuantas fotos de eso. —Y comenzó a manipular su aparato de rayos X.

—Ah, no… —objeté yo—. No haga más que limpiar esa bicúspide, llenarla de cualquier cosa y dejarme salir de aquí.

—Pero…

—Lo siento, doctor, pero tengo muchísima prisa.

Hizo lo que le indicaba, deteniéndose de vez en cuando para mirarme los dientes. Pagué al contado y no dejé mi nombre. Me imagino que podría haberle dejado hacer las fotos; pero escabullirme se me había convertido en un reflejo. No podía haber perjudicado a nadie dejárselas hacer. Ni tampoco hubiese servido de nada, pues los rayos X no le hubiesen mostrado cómo se llevaba a cabo la regeneración, ni tampoco se lo hubiese podido explicar yo.