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No hay tiempo como el pasado para hacer cosas. Mientras estaba sudando dieciséis horas al día con Dan Dibujante y Pet Proteico, con mi mano izquierda estaba haciendo otra cosa. Anónimamente y a través de la oficina legal de John, contraté a una agencia de detectives con sucursales nacionales para que esclareciese el pasado de Belle. Les di su dirección y su número de matrícula y modelo de su coche (puesto que los volantes son sitios adecuados donde encontrar huellas digitales) y sugerí que quizá se había casado algunas veces y que es posible que tuviese una historia criminal. Tuve que limitar mucho mi presupuesto; no me fue posible contratar el tipo de información de que a veces se oye hablar. Cuando al cabo de diez días no hube percibido contestación, me despedí de mi dinero. Pero unos cuantos días después llegó un grueso sobre a la oficina de John.

BeIle había sido una muchacha muy atareada. Nacida seis años antes de lo que afirmaba, se había casado dos veces antes de los dieciocho. Una de las veces no contaba, porque el hombre ya tenía esposa; si se había divorciado del segundo, era algo que la agencia no había averiguado.

Desde entonces, al parecer se había casado cuatro veces, si bien una de ellas era dudosa; quizás era el timo de la «viuda de guerra» con ayuda de un hombre que había muerto y que no podía objetar. La habían divorciado una vez (culpable) y uno de sus maridos había muerto. Podía todavía estar «casada» con los demás.

Su historial policiaco era largo e interesante, pero solamente había sido condenada una vez, en Nebraska, y puesta en libertad condicional. Todo había sido averiguado mediante sus huellas digitales, ya que había desaparecido durante su libertad condicional, había cambiado su nombre y adquirido un número nuevo de seguridad social.

La agencia preguntaba si debían notificarlo a las autoridades de Nebraska.

Les dije que no se preocuparan: hacía nueve años que habla desaparecido y la condena había sido sólo por servir de gancho en los juegos prohibidos. No sé lo que habría hecho yo si hubiese sido por traficar en drogas. Las decisiones excesivamente sopesadas tienen sus complicaciones.

Me atrasé con los dibujos y me encontré en octubre sin darme cuenta.

Tenía las descripciones a medio redactar, puesto que debían encajar con los dibujos, y no había hecho nada acerca de las reivindicaciones. Peor aún, no había hecho nada para organizar la transacción de manera que fuese válida; no podía hacerlo hasta tener el trabajo completado. Tampoco había tenido tiempo de establecer contactos. Comencé a pensar que había cometido un error al no pedir al doctor Twitchell que ajustase los controles para por lG menos treinta y dos años en lugar de treinta y un año y unas miserables tres semanas; había estimado en menos el tiempo que necesitaba y estimado en más mi capacidad.

No había enseñado mis juguetes a mis amigos, los Sutton, porque quisiera ocultárselos, sino porque no quería mucha cháchara y consejos inútiles antes de terminarlos. Había quedado en ir con ellos al campamento del club el último sábado de septiembre. Como estaba atrasado con mi trabajo, había estado trabajando hasta tarde la noche anterior y luego el ruido del despertador me había despertado temprano para tener tiempo de afeitarme y estar a punto de salir cuando llegasen. Paré aquel sadístico aparato y di gracias a Dios de que en 2001 se habían librado de tales horrendos artefactos; luego, medio mareado, bajé a la tienda de la esquina para llamarles y decirles que no podía ir, que tenía trabajo.

—Danny, estás trabajando demasiado. Un fin de semana en el campo te haría bien —respondió Jenny.

—No puedo evitarlo, Jenny. No me queda otro remedio. Lo siento.

John se entrometió en la conversación.

—¿Qué son esas tonterías?

—Tengo que trabajar John. Tengo que hacerlo por fuerza. Saluda a los amigos de mi parte.

Volví a casa, quemé unas tostadas y vulcanicé unos huevos, y volví a mi trabajo con Dan Dibujante.

Una hora más tarde estaban llamando mis amigos.

Ninguno de nosotros fue a la montaña aquel fin de semana. En vez de eso les estuve demostrando mis aparatos. A Jenny no le impresionó mucho Dan Dibujante (no es cosa para mujeres, a menos de que también sean ingenieros›, pero abrió un palmo los ojos ante Pet Proteico. A ella le ayudaba en la casa una Muchacha de Servicio Tipo II, y podía darse cuenta de cuánto más podía hacer aquella otra máquina.

Pero John pudo apreciar la importancia de Dan Dibujante. Cuando le enseñé cómo podía escribir mi firma, identificable con la mía propia, solamente con oprimir teclas, confieso que había estado ensayando; sus cejas se quedaron clavadas en lo alto.

—Amigo, vas a dejar a miles de dibujantes cesantes.

—No. La escasez de ingenieros es cada día mayor en este país; este aparato sencillamente contribuirá a suplir la deficiencia. Dentro de una generación verás este aparato en todas las oficinas de arquitectura y de ingenieros de la nación. Sin él se encontrarán tan perdidos como lo estaría un mecánico de hoy sin las herramientas.

—Hablas como silo supieras.

—Lo sé.

John examinó a Pet Proteico —le había encargado que limpiase mi mesa de trabajo— y luego a Dan Dibujante.

—Danny… a veces creo que quizá sí que decías la verdad, aquel día en que nos encontramos por vez primera.

Me encogí de hombros:

—Llámalo clarividencia… pero el caso es que sí que lo sé. Tengo la seguridad de ello. ¿Es que tiene alguna importancia?

—Posiblemente, no. ¿Qué planes tienes para esas cosas?

Fruncí el ceño.

—Ahí está la dificultad, John. Soy un buen ingeniero y un mecánico aceptable, cuando me veo obligado a serlo, pero no soy

—hombre de negocios; ya lo he demostrado. ¿Te has ocupado alguna vez de las leyes patentes?

—Ya te he dicho antes que eso es trabajo para un especialista.

—-¿Conoces a alguno que sea honrado, y además agudo como una navaja? He llegado al punto en que necesito uno. También tengo que establecer una corporación para manejar el negocio. Y ocuparme de la financiación. Pero no tengo mucho tiempo; tengo una prisa verdaderamente terrible.

—¿Por qué?

—Vuelvo al lugar de donde vine.

John se sentó y no habló durante un buen rato. Por fin dije

—Pues, dentro de nueve semanas. Nueve semanas a partir de próximo jueves, para ser exacto.

Miró a las dos máquinas y luego volvió a mirarme:

—Más valdrá que revises tu programa. Yo diría que más bien ti quedan nueve meses de trabajo. Incluso para entonces no estaría en producción; si tienes suerte, estarás justo a punto de empezar moverte.

—John, ¡no me es posible!

—Desde luego que no te es posible.

—Quiero decir que no puedo alterar mi programa. Ahora, eso está fuera de mi alcance.

Hundí la cara entre las manos. Estaba muerto de cansancio, después de haber dormido menos de cinco horas, desde hacía días. Tal como entonces me encontraba, estaba dispuesto a creer que había algo de razón en eso de la «fatalidad», se podía luchar contra ella, pero nunca vencerla.

Alcé la vista.

—¿Quieres tú ocuparte?

—¿Cómo? ¿De qué parte?

—De todo. Yo ya he hecho todo lo que sé hacer.

—Es un encargo muy importante, Dan. Podría robarte el placer. Lo sabes, ¿verdad? Y es posible que esto sea una mina de oro.

—Sé que lo será.

—Entonces, ¿por qué fiarte de mí? Te valdría más conservarme de abogado, pagándome por la consulta.

Intenté pensar, mientras la cabeza me dolía. Otra vez, antes, había tomado un socio; pero, la verdad es que por muchas veces que se te quemen los dedos, no tienes más remedio que fiarte de la gente. De lo contrario te conviertes en un ermitaño que habita en una cueva, y que duerme con un ojo abierto. No había manera alguna de estar seguro; solamente estar vivo era ya algo terriblemente peligroso… fatal, al fin.