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—Las instrucciones de la cliente no dicen que le despertemos hoy —dijo seriamente.

—¿No? —Me sentí decepcionado y ofendido.

—No. Sus deseos son exactamente los siguientes: En lugar de ser despertada irremisiblemente hoy, deseaba que no se la despertase hasta que usted se presentase. —Me miró de arriba abajo y se sonrió—: Debe usted tener un corazón de oro. Lo que es por su hermosura no me lo podría explicar.

Suspiré:

—Gracias, doctor.

—Puede usted esperar en el salón de entrada, o volver. No lo necesitamos hasta dentro de un par de horas.

Volví a la entrada, saqué a Pet, y me lo llevé de paseo. Le había dejado allí en su nuevo maletín de viaje, que no le gustaba demasiado, a pesar de que lo había comprado tan parecido como me fue posible, y de haber instalado en él la noche antes una ventanilla de una sola dirección. Es probable que todavía no oliese bien.

Pasamos por delante de «el sitio que estaba muy bien», pero no tenía hambre a pesar de que no había podido desayunar mucho: Pet se había comido los huevos y había hecho ascos a la levadura de cerveza. A las once y media estaba de vuelta en el santuario. Por fin me dejaron que entrase a verla.

Todo lo que podía ver era su cara; su cuerpo estaba cubierto. Pero era mi Ricky, que había crecido hasta hacerse mujer, y que parecía un ángel dormido.

—Está bajo instrucción poshipnótica —dijo en voz baja el doctor Rumsey—. Si quiere usted quedarse aquí, la despertaré. Pero me parece que valdrá más que haga salir al gato.

—No, doctor.

Comenzó a hablar, pero se encogió de hombros y se volvió a su paciente:

—Despierta, Federica. Despierta. Ahora tienes que despertarte.

Ricky parpadeó y abrió los ojos. Miró en derredor durante unos instantes, luego nos vio y se sonrió soñolienta.

—Danny… y Pet.

Alzó los dos brazos y pude ver que en su pulgar izquierdo llevaba mi anillo del Técnico.

Pet hizo un ruidito, saltó sobre la cama, y comenzó a precipitarse una y otra vez sobre ella en un verdadero éxtasis de bienvenida.

El doctor Rumsey quería que Ricky se quedara allí aquella noche, pero ella no quiso ni oír hablar de ello. Así pues, envié a buscar un taxi y nos fuimos a Brawley. Su abuela había muerto en 1980, y sus demás relaciones sociales habían desaparecido por puro desgaste, pero allí había dejado algunas cosas, principalmente libros. Di instrucciones para que los enviasen a Aladino, dirigidos a John Sutton. Ricky estaba un poco deslumbrada por las alteraciones de su población natal, y no soltaba mi brazo, pero nunca sucumbió a aquella terrible nostalgia que es el gran peligro del Sueño. Lo único que quería era salir de Brawley lo antes posible.

Alquilé otro taxi y nos fuimos a Yuma. Allí firmé con letra elegante el libro oficial del condado utilizando mi nombre completo «Daniel Boone Davis» para que no hubiese duda acerca de qué D. Davis era el que había firmado esa magnus Opus. Unos minutos más tarde estaba de pie, con su manita en la mía, casi ahogado de emoción.

—Yo, Daniel, te tomo, Federica… hasta que la muerte nos separe.

Pet fue mi padrino. Los testigos los proporcionó el mismo juzgado.

Salimos en seguida de Yuma y nos fuimos a un rancho cerca de Tucson, donde tuvimos una cabina alejada de la caseta principal, equipada con nuestro propio Castor Servicial para que nos fuese a buscar las cosas, de modo que no teníamos necesidad de ver a nadie. Pet libró una descomunal batalla con el gato que hasta entonces había sido el amo del rancho, después de lo cual tuvimos que tenerle encerrado, o vigilarle. Ese fue el único inconveniente que recuerdo. A Ricky le gustaba el matrimonio como si fuese algo que hubiese inventado ella, y yo, pues bien, yo tenía a Ricky.

No queda mucho más que contar. Gracias al voto del paquete de acciones de Muchacha de Servicio propiedad de Ricky, que seguía siendo mayor, hice que McBee ascendiera a Ingeniero Investigador Emérito, y nombré a Chuck Ingeniero Jefe. John es el jefe de Aladino, pero me está amenazando siempre con retirarse, una amenaza vana. El y Jenny dominan la compañía, puesto que tuvo la precaución de emitir acciones preferentes y obligaciones antes que perder el dominio. Yo no estoy en el consejo de ninguna de las dos corporaciones; no las dirijo, y compiten entre sí. La competencia es una buena idea, Darwin tenía buena opinión de ella.

Yo no soy sino la Compañía de Ingeniería Davis, una sala de dibujo, un pequeño taller y un viejo maquinista que cree que estoy loco, pero que sigue mis dibujos con una tolerancia exacta. Cuando terminamos algo, lo entrego bajo licencia.

Recuperé mis notas sobre Twitchell. Luego le escribí y le dije que había ido y vuelto por medio del sueño frío… y me excusaba abyectamente por haber «dudado» de él. Le pregunté si deseaba ver el manuscrito cuando lo hubiese terminado. No me contestó nunca, de modo que me imagino que está aún furioso conmigo.

Pero de veras lo estoy escribiendo, y lo pondré a la venta en todas las librerías de importancia, incluso si me veo obligado a publicarlo por mi cuenta. Es lo menos que le debo. Le debo mucho más; le debo a Ricky. Y le debo a Pet. Lo voy a titular Genio Olvidado.

Jenny y John parecen como si fuesen a durar eternamente. Gracias a la geriatría, al aire libre, al sol, al ejercicio, y a no preocuparse nunca, Jenny está más bonita que nunca a los… bueno me imagino que son sesenta y tres. John cree que no soy «más que adivino» y no quiere examinar la evidencia. Y bien, ¿cómo fue que lo hice? Intenté explicárselo a Ricky, pero se alteró tanto cuando le dije que mientras estábamos de luna de miel yo también estaba en Boulder, y que mientras la estaba visitando en el campamento de Muchachas Exploradoras también estaba yaciendo drogado en el Valle de San Fernando…

Palideció. De modo que dije:

—Consideremos en hipótesis. Cuando piensas en ello desde un punto de vista matemático todo aparece perfectamente lógico. Supongamos que tomamos un conejillo de indias, blanco con manchas castañas. Lo ponemos en una jaula de tiempo y lo lanzamos a una semana hacia atrás. Pero una semana antes ya lo habíamos encontrado allí, de modo que entonces lo habíamos puesto en una conejera consigo mismo. Tenemos por lo tanto dos conejos de indias… aunque en realidad no es más que un conejillo, puesto que uno de ellos es el otro, una semana más viejo. De modo que cuando cogimos a uno de ellos y lo lanzamos una semana atrás y…

—¡Espera un momento! ¿Cuál de los dos?

—¿Cuál? Nunca hubo más que uno. Como es natural cogiste el que tenía una semana menos, porque hay que tener en cuenta que…

—Dijiste que no había más que uno. Luego dijiste que había dos. Luego dijiste que los dos eran uno. Pero ibas a coger uno de los dos… cuando no había más que uno.

—Estoy intentando explicarte cómo es posible que dos sean solamente uno. Si tomas el más joven…

—¿Y cómo puedes saber cuál de los dos es más joven cuando los dos parecen iguales?

Pues bien, podrías cortar el rabo del que vas a enviar atrás. Entonces cuando volviese podrías…

—¡Pero qué crueldad, Danny! Y además, los conejos de indias no tienen rabo.

Se figuraba que probaba algo. No debía nunca haber intentado explicárselo.

Pero Ricky no es persona que se preocupe de cosas que carecen de importancia. Como vio que yo me disgustaba, me dijo dulcemente:

—Ven aquí, cariño. —Y me enmarañó el poco pelo que me quedaba y me besó—. Solamente necesito uno como tú. Dos sería más de lo que podría manejar. Dime una cosa, ¿estás contento de haber esperado a que creciera?

Hice todo lo que pude para convencerla de que sí lo estaba.

Pero la explicación que intenté proporcionar no lo explica todo. Hay una cosa de la que no me di cuenta, a pesar de que era yo mismo quien iba en el tiovivo y de que contaba las vueltas. ¿Por qué no vi la reseña de mi propia salida? Quiero decir la segunda, la de abril 2001, no la de diciembre 2000. Debería haberla visto; estaba allí, y tenía por costumbre revisar aquellas listas. Me desperté (por segunda vez) el viernes 27 de abril de 2001; debería haber estado en el Times de la mañana siguiente. Pero no lo vi. Después lo he buscado y allí está: «D. 15. Davis», en el Times del sábado, 28 de abril de 2001.