Bledsoe sonrió.
– Ya veo. Tendrás que investigar mis finanzas tanto como las de Phillips. Le diré a mi secretaria que te dé acceso a mis archivos cuando volvamos a Chicago.
Le di las gracias educadamente. Todo lo que aquella oferta significaba era que, si tenía algo que esconder, lo había ocultado en otro sitio y no en los libros de la Pole Star.
Pasamos el resto de la velada hablando de ópera. Tenían una colección de libretos en la biblioteca de la prisión de Cantonville y él los había leído todos. Cuando salió de la cárcel empezó a ir a la ópera de Cleveland.
– Ahora vuelo a Nueva York cinco o seis veces al año para ir al Met y consigo abonos para el Lyric… Me produce una extraña sensación hablar con alguien sobre Cantonville. Mi mujer era la única persona que lo sabía, con excepción de Niels, claro. Y ninguno de los dos lo mencionaba nunca. Me siento casi culpable al recordarlo ahora.
Alrededor de las diez y media, dos de los miembros de la tripulación entraron con una colchoneta y unas mantas. Hicieron la estrecha cama que estaba bajo los ojos de buey en la pared de estribor, arrimándola al costado para que no se deslizase con el movimiento del barco.
Cuando se fueron, Bledsoe se quedó jugueteando con unas monedas en el bolsillo con la torpeza de un hombre que quiere dar un paso hacia adelante pero no sabe cómo será recibido. No le ayudé. Me gustaba su modo de besar. Pero no soy la clase de detective que salta alegremente de una cama o otra: cuando alguien está intentando matarme, me enfría el entusiasmo. Y aún no tenía entera confianza en la honradez de Bledsoe.
– Ya es hora de que me acueste -dije vivamente-. Te veré mañana por la mañana.
Dudó aún unos segundos, buscando ánimos en mi expresión, y luego se volvió y subió a la cabina. Puse la Smith & Wesson bajo la pequeña almohada y me metí entre las sábanas con los vaqueros y la camiseta puestos. A pesar del ruido de las máquinas y el balanceo del barco, me dormí inmediatamente y tuve un sueño muy profundo durante toda la noche.
Los cocineros me despertaron a la mañana siguiente antes de las seis, cuando empezaron a hacer ruido en la cocina junto al comedor del capitán. Intenté taparme los oídos con las mantas, pero el ruido era demasiado persistente. Al final me levanté y salí dando tumbos hasta el piso siguiente, donde estaba el cuarto de baño. Me cambié la ropa interior y la camiseta y me lavé los dientes.
Era demasiado temprano como para tener hambre, aunque el desayuno estuviera ya preparado, así que subí a cubierta a ver el día. El sol acababa de salir: una bola de líquido naranja asomando por el lado este del cielo. Se veía una línea de tierra púrpura a una milla más o menos a nuestra izquierda. Estábamos pasando junto a uno más de los pequeños grupos de islas que salpicaban el canal cuando salimos de Thunder Bay.
En el desayuno, el capitán Bemis, el jefe de máquinas y Bledsoe estaban todos de buen humor. Quizá el hecho de que fuese a dejarles en seguida les alegraba. En cualquier caso, incluso el capitán estuvo muy simpático, explicándome nuestro recorrido. Estábamos llegando a la costa sureste del lago Superior, hacia el canal de St. Mary.
– Allí es donde se hundió el Edmund Fitzgerald en 1975 -dijo-. Es el mejor modo de aproximarse al St. Mary, pero no deja de ser una ruta muy poco profunda. En algunos lugares no hay más que treinta pies.
– ¿Qué le ocurrió al Edmund Fitzgemld?
– Todo el mundo tiene su propia teoría. No creo que se sepa nunca con seguridad. Cuando se sumergieron para verlo, descubrieron que estaba limpiamente cortado en tres trozos. Se hundió inmediatamente. Yo siempre culpé a la Guardia Costera por no mantener las marcas del canal en buenas condiciones. Aquella noche, las olas tenían treinta pies de alto; una de ellas debió empujar al Fitzgerald dentro de un hoyo, se rozó la parte de abajo y se partió. Si hubiesen marcado el canal como es debido, el capitán McSorley hubiera evitado los lugares menos profundos.
– El asunto es -añadió el jefe de máquinas- que ese tipo de barcos no tiene mucha resistencia en el centro. Son bodegas flotantes. Si se les ponen muchas vigas a lo largo de las bodegas, se desaprovecha mucho espacio. Así que las olas de veinte o treinta pies cogen al barco por cada extremo. El centro no tiene resistencia y se parte. Te hundes muy deprisa.
La cocinera jefa, una gruesa polaca de unos cincuenta y tantos años, estaba sirviéndole el café al capitán. Mientras el jefe hablaba dejó caer la taza al suelo.
– No debería hablar así, jefe de máquinas. Trae muy mala suerte.
Llamó a sus ayudantes para que limpiaran lo que había tirado.
Sheridan se encogió de hombros.
– Es de lo que hablan los hombres cuando hay tormenta. Los desastres navales son como el cáncer: sólo les ocurren a los demás. -De todos modos se disculpó con la cocinera y cambió de tema.
Bemis me dijo que entraríamos en las esclusas del Soo alrededor de las tres. Me sugirió que fuese a mirar desde el puente para poder ver la aproximación del barco y el modo en que éste entraba por el canal. Después de comer metí mis cosas en la bolsa de lona para marcharme rápidamente: Bledsoe me dijo que tendríamos unos dos minutos para salir del Lucelia y desembarcar antes de que abrieran las puertas de la esclusa y el barco se metiese en el lago Hurón.
Comprobé que llevaba las tarjetas de crédito y el dinero en el bolsillo delantero de mis vaqueros y puse la Smith & Wesson en la bolsa. No me parecía muy práctico andar llevándola en la cartuchera mientras iba a bordo. Dejé la bolsa junto a la cabina mientras subía al puente a mirar cómo el Lucelia entraba en la esclusa. Estábamos ya bien dentro del canal del río St. Mary, siguiendo una lenta procesión.
– La posición en la esclusa se determina por la posición que tienes cuando llegas a la boca del canal -explicó Bemis-. Por eso aquí se hacen auténticas carreras para entrar en primer lugar en el canal. Esta mañana adelantamos a un par de barcos de quinientos pies. No puedo amarrar aquí; todo el mundo se aburre y se pone nervioso.
– Es muy caro amarrar un barco -dijo Bledsoe secamente-. Manejar este barco cuesta diez mil dólares diarios. Hay que aprovechar cada minuto.
Alcé las cejas, tratando de calcular los costes en mi cabeza. Bledsoe me miró enfadado.
– Sí, otra razón financiera, Vic.
Me encogí de hombros y caminé hacia donde el timonel, Red, manejaba el timón. Dos pulgadas de cigarro sobresalían de su rostro rechoncho. Sorteó varias marcas sin mirar siquiera a la caña del timón. El enorme barco se movía con facilidad entre sus manos.
Cuando nos acercábamos a la esclusa, los guardacostas comenzaron a hablar con Bemis por radio. El capitán les dio el nombre del barco, la longitud y el peso. De las cuatro esclusas que cubren la diferencia de altura de veinticuatro pies que separan el lago Superior del lago Hurón, sólo la Poe era lo bastante grande como para contener a los cargueros de mil pies. Seríamos el segundo barco en entrar a la Poe, detrás de otro navio.
Bemis puso los motores diesel a la velocidad más baja. Llamó a la sala de máquinas y les ordenó poner los motores en punto muerto. Detrás de nosotros vi a otros tres o cuatro cargueros esperando en el canal. Los que estaban más alejados amarraron a la orilla mientras esperaban.
Por debajo de nosotros el muelle se iba separando. Vimos cómo el piloto, Winstein, hablaba con un grupo de marineros que iban a colocar escalerillas a los costados del barco y a amarrarlo. El suyo era un trabajo que requería mucha fuerza física. Tenían que mantener la tensión de los cabos mientras el barco se hundía y las amarras se aflojaban. Luego, justo antes de que las compuertas se abriesen hacia el lago Hurón, tenían que soltar las amarras y volver a subir a bordo.
Esperamos a una media milla de la esclusa. El sol brillaba sobre el agua y dibujaba el sucio horizonte de las ciudades gemelas. Sault Ste. Marie, en Canadá, quedaba a la izquierda, dominada por la gigantesca fábrica Algoma Steelworks, en la costa. De hecho, para llegar al lugar al que estábamos, el capitán se había guiado por diferentes partes de la fábrica Algoma: a estribor de la segunda chimenea, a estribor del primer montón de carbón, etc.