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Estábamos sentadas en el restaurante Dortmunder, en los bajos del hotel Chesterton. Yo había cogido media botella de Pomerol de los estantes de vino que cubrían las paredes y me lo estaba bebiendo con el sandwich -queso emmental entre dos finas rebanadas de pan de centeno-. El servicio es lento en el Dortmunder. Están acostumbrados a las damas ancianas que viven en el hotel y pasan la tarde con una taza de café y un solo pastel.

– Querida mía, no quiero presionarte si no quieres pensar en ello. Pero tú nunca ordenas papeles. Incluso en el caso de tu primo, se que se lo habrías dado al abogado a menos que estuvieses buscando algo concreto. Así que lo que estabas buscando era muy importante, ¿verdad?

Lotty es austríaca. Aprendió inglés en Inglaterra, donde pasó su adolescencia, y le queda un rastro de acento vienes en su habla inglesa de agudas y rápidas palabras. Hace mucho que somos amigas.

Me acabé el sandwich y bebí un poco más de vino. Luego sostuve el vaso dándole vueltas para atrapar la luz. Contemplé el brillo color rubí y me quedé pensando. Finalmente, puse el vaso en la mesa.

– Boom Boom me dejó un mensaje urgente en el contestador. No se si estaría muy deprimido o si tendría problemas en la Compañía Eudora, pero nunca me había dejado un mensaje así antes -volví a mirar el vino-. Lotty, estaba buscando una carta que dijese: «Querida Vic, me han acusado de robar ciertos papeles. Entre eso y lo de mi tobillo, estoy tan deprimido que no puedo resistir más.» O «Querida Vic, estoy enamorado de Paige Carrington y la vida es bella». Ella dice que lo estaba y puede que fuese así, pero es tan… bueno, tan sofisticada, no sé. O tan perfecta. Me cuesta creer que estuviese enamorado de ella. Le gustaban las mujeres más humanas.

Lotty dejó su taza de café y puso sus dedos fuertes y cuadrados sobre los míos.

– ¿Es posible que estés celosa?

– Oh, un poco. Pero no tanto como para deformar mis razonamientos. Puede que sea egocentrismo. No le llamaba desde hacía dos meses. No se me quita de la cabeza. A menudo estuvimos meses sin saber nada el uno del otro. Pero no puedo dejar de tener la sensación de que le fallé.

La presión sobre mis dedos aumentó.

– Boom Boom sabía que podía contar contigo, Vic. Puedes recordar un sinnúmero de veces en que así fue. Te llamó. Y sabía que tú aparecerías, aunque tardases unos días.

Me solté la mano izquierda y cogí el vaso de vino. Di un trago y la tirantez de mi garganta se relajó. Miré a Lotty. Ella me echó una mirada picara.

– Eres detective, Vic. Si de verdad quieres estar absolutamente segura acerca de lo que le ocurrió a Boom Boom, puedes intentar averiguarlo.

4

En los muelles

Los silos de la Compañía de Grano Eudora se encuentran en el laberinto que configura el puerto de Chicago. El puerto se extiende durante seis millas a lo largo del río Calumet, que se retuerce hacia el sur y el oeste desde su desembocadura junto a la calle 95. Cada silo o planta a lo largo del río tiene su propia carretera de acceso, y ninguna de ellas está debidamente señalizada.

Recorrí las veinte millas desde mi apartamento de la zona norte hasta la calle 130 en poco tiempo, llegando a la salida hacia las ocho. Después me perdí intentando abrirme camino más allá del río Calumet, de unas cuantas plantas de acero y de una planta de montaje de la Ford. Eran las nueve y media cuando encontré la oficina regional de Eudora.

Los cuarteles generales de la región estaban en un edificio moderno, de un solo piso, junto a un silo gigantesco en el río. El silo dominaba el edificio desde atrás, dos secciones de tubos imponentes, cada una conteniendo quizá una centena de cilindros de diez pisos de alto. Las secciones estaban divididas por una grada en la que podía amarrarse un barco. A la derecha, unos raíles corrían a meterse en un almacén. En aquel momento había allí unos cuantos vagones tolva y un grupito de hombres con casco, colocaban uno en una grúa. Me quedé mirando, fascinada: el vagón desapareció dentro del silo. A la izquierda vi el extremo de un barco asomando: por lo visto, alguien estaba metiendo una carga de grano.

El edificio tenía un moderno vestíbulo con amplias ventanas abiertas hacia el río. Cuadros de cosechas -segadoras barriendo cientos de acres de trigo dorado, versiones más pequeñas del elefantiásico silo de afuera, trenes cargando su dorada provisión, barcos descargando- cubrían las paredes. Eché un rápido vistazo a mi alrededor y me acerqué a una recepcionista que se encontraba tras un mostrador de mármol colocado en el centro de la habitación. Era joven y colaboradora. Tras un humorístico intercambio con su secretaria, localizó al vicepresidente local, Clayton Phillips. Éste salió a mi encuentro al recibidor.

Phillips era un hombre sólido, de unos cuarenta y pocos años, con pelo pajizo y pálidos ojos marrones. Me desagradó inmediatamente, quizá porque olvidó darme el pésame por Boom Boom, incluso aunque me presenté como su pariente más próxima.

Phillips se puso nervioso ante la idea de que yo fuese haciendo preguntas por el silo. Pero no conseguía decirme que no, sin embargo, yo no le ayudé. Tenía la irritante costumbre de dirigir los ojos hacia toda la habitación cuando yo le hacía una pregunta, en lugar de mirarme a mí. Yo me preguntaba si encontraría inspiración en las fotografías que rodeaban la chimenea.

– No necesito robarle más tiempo, señor Phillips -le dije al fin-. Puedo manejarme sola por el silo y hacer las preguntas que quiero.

– Iré con usted, eh… eh… -miró mi tarjeta, frunciendo el ceño.

– Señorita Warshawski -le dije, servicial.

– Señorita Warshawski. Al capataz no le gustaría que apareciese usted sin ser presentada. -Su voz era profunda pero tirante, la voz de un hombre tenso hablando con las cuerdas vocales en lugar de con los conductos nasales.

Pete Margolis, el capataz del silo, no pareció alegrarse al vernos. Sin embargo, me di cuenta en seguida de que su incomodidad era más bien debida a Phillips que a mí. Phillips me presentó simplemente como «una joven interesada en el silo». Cuando le dije a Margolis mi nombre y le conté que era prima de Boom Boom, sus modales cambiaron bruscamente. Se limpió una sucia manaza en el costado de su mono y me estrechó la mano, me dijo lo que había sentido el accidente de mi primo, lo mucho que le apreciaba y lo que la compañía le echaría de menos. Rebuscó entre un montón de papeles en su minúscula oficina y sacó un casco para mí.

Prestando muy poca atención a Phillips, me llevó a hacer un largo y detallado recorrido, mostrándome el lugar en que los vagones tolva entraban a volcar su carga y cómo manejar la grúa automática que los subía hasta el corazón del silo. Phillips se arrastraba detrás, haciendo comentarios sin importancia. Tenía su propio casco con el nombre escrito claramente encima, pero su veraniego traje gris de seda estaba totalmente fuera de lugar en la sucia planta.

Margolis nos condujo por un largo tramo de escaleras que llevaban al interior del silo, quizá hasta una altura de tres pisos. Abrió una puerta de incendios en el extremo y el ruido retumbó en mis tímpanos.

El polvo lo cubría todo. Revoloteaba por el aire, posándose en capas sobre las altas vigas de acero, creando una película chirriante sobre el suelo de metal. Sentí rápidamente los dedos de los pies grasientos dentro de los gruesos calcetines de algodón. Las zapatillas de correr patinaban sobre el suelo polvoriento. Bajo el pesado casco, que me quedaba mal, el pelo se me estaba poniendo mate y pegajoso.

Nos quedamos en una pasarela mirando hacia abajo, al suelo de cemento del silo. Sólo una estrecha barandilla a la altura de la cintura me separaba de una desagradable caída sobre las cintas transportadoras de allá abajo. Si me caía, tendrían que cambiar el cartel colocado en la puerta de entrada: 9.640 horas de trabajo sin un accidente.