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David Argus era presidente de la Compañía Eudora. Había volado desde Eudora, Kansas, para asistir al funeral de Boom Boom y había hecho un donativo de mil dólares a un hogar infantil en nombre de Boom Boom. No asistió al festejo posfunerario -vaya suerte- pero me había estrechado la mano brevemente tras la ceremonia; un hombre bajo, macizo, de unos sesenta años, que exhalaba una personalidad de alto horno. Si había sido el protector de mi primo, Boom Boom estaba bien protegido en la organización. Pero no creía que Boom Boom hubiese abusado de aquella relación y así lo dije.

– No, nada de ese estilo. Pero a Phillips no le gustaba tener por allí a un jovencito al que tener que cuidar. No, Boom Boom trabajaba de verdad, no pedía favores especiales, como podía haber hecho, siendo una estrella y todo eso. Yo diría que los chicos le apreciaban de verdad.

– Alguien me ha dicho que se habló mucho por aquí acerca de mi primo. Que podía haberse suicidado. -Miré fijamente al capataz.

Hizo una mueca de sorpresa.

– No que yo sepa. Yo no he oído nada. Puede usted hablar con los muchachos. Pero ya le digo, yo no he oído nada.

Phillips caminaba hacia nosotros sacudiéndose el polvo de las manos.

– ¿Se va con él? ¿Quiere volver más tarde a hablar con los muchachos?

Quedamos a las diez a la mañana siguiente, hora de descanso de la mañana. Margolis dijo que les preguntaría antes, pero pensaba de verdad que si alguien hubiera sabido algo, lo habría dicho en seguida.

– Un accidente siempre trae consigo muchas habladurías. Y siendo Warshawski, como era, una celebridad y tal, si alguien hubiera sabido algo, lo habría largado en seguida: No creo que encuentre nada.

Phillips llegó junto a nosotros.

– ¿Está lista? He hablado con el expedidor de Grafalk. Se resiste a informarle de dónde está el Bertha Krupnik, pero hablará con usted si yo la llevo. -Miró tímidamente su reloj.

Le estreché la mano a Margolis, le dije que le vería a la mañana siguiente y seguí a Phillips a lo largo del embarcadero y por detrás del silo. Nos abrimos paso a través del deteriorado patio, pasando por encima de listones de metal oxidados hasta donde estaba el Alfa verde de Phillips, esbelto y fuera de lugar entre un viejo Impala y una roñosa camioneta. Puso con cuidado el casco en el asiento trasero y montó un numerito arrancando el coche, dándole marcha atrás entre los baches y acercándose a la entrada del patio. Una vez hubimos girado por la calle 130, y mientras nos movíamos entre el tráfico, dije:

– Está claro que le molesta a usted tener que pasearme por el puerto. A mí no me importa abordar a las personas sin acompañante; ya lo hice con usted esta mañana. ¿Por qué cree que tiene que venir conmigo?

Me lanzó una mirada rápida. Me di cuenta de que sus manos se agarraban al volante tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos. No dijo nada durante unos minutos, y yo creí que iba a ignorarme. Finalmente dijo, con su voz profunda y tensa:

– ¿Quién le pidió que viniera al puerto?

– Nadie; vine por mi cuenta. Boom Boom Warshawski era mi primo y me siento en la obligación de averiguar las circunstancias que rodearon su muerte.

– Argus vino al funeral. ¿Le sugirió él que había algo extraño?

– ¿Qué intenta decirme, Phillips? ¿Hay alguna razón para pensar que la muerte de mi primo no fuera un accidente?

– No, no -repitió rápidamente. Sonrió y de pronto pareció más humano-. Vino aquí el jueves, Argus, me refiero, y nos echó una perorata acerca de la seguridad en el silo. Se tomaba un interés personal por su primo y le afectó mucho su muerte. Sólo me preguntaba si no le habría pedido a usted que investigara esto como parte de sus funciones profesionales, más que como prima de Warshawski.

– Ya veo… Bueno, pues el señor Argus no me contrató. Me temo que me he contratado yo misma. -Pensé en explicarle mis preocupaciones, pero la experiencia como detective me hacía ser cautelosa. La regla número uno nosecuantos u otra: no contar nunca nada a nadie a menos que consigas algo mejor a cambio. Puede que un día escriba el Manual del detective neófito.

Íbamos pasando junto a los silos, a lo largo del río Calumet y ante la entrada del puerto principal. Grandes barcos surgían por todas partes, asomando las chimeneas negras por entre grises columnas de silos de cemento y grano. Unos arbolitos luchaban por vivir en retazos de tierra entre vías de tren, montones de escoria y terraplenes agujereados. Pasamos junto a una fábrica de acero cerrada, un macizo conjunto de edificios rojo ladrillo y vías de tren empalmadas. La gran verja estaba cerrada con candado: la recesión había causado su impacto y la planta estaba cerrada.

La oficina central del puerto de Chicago fue totalmente reconstruida unos años antes. Con los nuevos edificios, los modernos muelles y una carretera bien pavimentada, el lugar tenía un aspecto moderno y eficaz. Phillips se detuvo ante la garita de un guardia, donde un policía comprobó su documentación y le dejó pasar. El Alfa ronroneó sobre el suave asfalto y nos detuvimos en un hueco con el cartel de COMPAÑÍA DE GRANO EUDORA. Cerramos las puertas y seguí a Phillips hacia una fila de edificios modernos.

Allí todo estaba construido a escala gigante. Una serie de grúas dominaba los embarcaderos. Dientes gigantes se cernían sobre un gran navío y alzaban fácilmente la parte de atrás de un camión remolque de cincuenta toneladas y lo colocaban en un vagón. Unos diez barcos estaban amarrados allí, en el recinto principal, enarbolando las banderas de muchos países.

Todos los edificios del puerto están construidos del mismo ladrillo y son de dos pisos. Las oficinas de la Grafalk Steamship Line ocupan uno de los bloques más grandes a medio camino del muelle. Una recepcionista agradable de mediana edad reconoció a Phillips al verle y nos mandó a la parte trasera a ver a Percy MacKelvy, el expedidor.

Se notaba que Phillips era un visitante frecuente. Saludando a varias personas por su nombre, me condujo por un estrecho pasillo que cruzaba un par de habitaciones pequeñas. Encontramos al expedidor en una oficina repleta de papeles. Los gráficos cubrían las paredes y montones de papeles impedían ver el escritorio, tres sillas y buena parte del suelo. MacKelvy era un hombre malhumorado de cuarenta y tantos años, con una camisa blanca que llevaba tiempo arrugada. Cuando entré, estaba hablando por teléfono. Se sacó un cigarro de la boca el tiempo suficiente para decir hola.

Gruñía al teléfono, movía una chincheta roja por un mapa del lago que estaba a su derecha, tecleaba una pregunta al ordenador que tenía junto al teléfono y volvía a gruñir. Finalmente dijo:

– Seis ochenta y tres la tonelada. Tómalo o déjalo… Recogerlo el cuatro, seis ochenta y dos… No lo puedo bajar más… ¿No hay trato? Quizá la próxima vez. -Colgó, añadió unos cuantos números al ordenador y agarró un segundo teléfono que había empezado a sonar-. Esto es un zoo -me dijo, soltándose más la corbata-. Mackelvy… Sí, sí. -Le miré mientras practicaba una secuencia similar con el mapa, la chincheta y el ordenador.

Cuando colgó, dijo:

– Hola, Clayton. ¿Esta es la señora que dijiste?

– Hola -dije-. Soy V. I. Warshawski. Mi primo Bernard Warshawski murió el martes pasado al caer bajo la hélice del Bertha Krupnik.

El teléfono sonaba de nuevo…

– ¿Sí? MacKelvy al habla. Sí, espere un segundo… ¿Cree usted que el Bertha tuvo la culpa de algo?

– No. Tengo ciertas preocupaciones personales como albacea de mi primo. Me gustaría saber si alguien vio el accidente. Phillips dice que usted puede decirme cuándo esperan que llegue el Bertha, ya sea aquí o a algún puerto al que yo pueda ir a hablar con la tripulación.