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Milano, New Jersey, era una comunidad compuesta de campos de tomates, huertos de melocotoneros y granjas avícolas, todo ello centrado en un almacén general en el que vendían objetos caseros, pienso para el ganado, gasolina para los tractores, sin contar con que era también la oficina de correos. A una milla por el norte, las cuatro amplias pistas de una carretera de cemento eran el cauce por el que se deslizaba el boyante tráfico entre Camden-Filadelfia y Atlantic City.

Por el oeste, los raíles del ferrocarril se curvaban desde el Camden a Cape May. Por el sur, formando la base de un triángulo de comunicaciones, otra carretera se deslizaba desde la playa de Jersey al pontón de Chester con el que se cruzaba la desembocadura del Delaware, con lo que quedaban conectadas todas las desparramadas carreteras de la costa este. Bridgetown se alzaba en el punto donde se encontraban el ferrocarril y la carretera, pero Milano se hallaba en el interior del triángulo, en ningún caso a más de cinco minutos de distancia del mundo, como la mayor parte de la gente sabía, y sin embargo, demasiado lejos.

Medio siglo antes, en la tierra arcillosa habían plantado, acre tras acre, cepas, y la Málaga Processing Corporation había importado cientos de trabajadores de la vieja Italia. Las comunidades se habían desarrollados y el idioma que imperaba en la zona era el italiano.

Cuando se marchitaron las cepas, todo el proyecto cultural fracasó. Algunos, como Lucas Maggiore, abandonaron las granjas que habían construido sus padres y se trasladaron a las comunidades italianas de otras ciudades. Hasta cierto punto, sus puestos fueron ocupados por personas diferentes partes del mundo. Pero también los recién llegados eran campesinos por nacimiento, porque lo llevaban en la sangre. En unos cuantos años, las pequeñas comunidades fueron de nuevo razonablemente prósperas y establecieron un nuevo sistema de hábitos y costumbres que eran gran parte como el viejo. Pero el mundo exterior había tocado a las pequeñas ciudades como Milano, y a su vez Milano había enviado de sus gentes a la ciudad.

La región era cálida en el verano y los inviernos eran benignos. Las granjas distantes se elevaban entre pinos y espesura, y durante el invierno los venados de grandes ojos se aventuraban hasta los huertecillos que había detrás de la cocina. La mayor parte de los caminos eran de grava y los postes de servicio no tenían más que uno o dos hilos. En las carreteras se veía a más camiones que coches, aunque lo más probable era que los coches fuesen Dodges y Mercurys nuevos. A unas cuantas millas había una fábrica de conservas de tomates, y la granja de Matteo Martino se hallaba consagrada principalmente a criar tomates de enredadera. Exceptuando los ocasionados viajes a Bridgetown para comprar telas y piezas para el camión, la fábrica de conservas y el almacén se hallaban tan lejos de la casa como Matteo consideraba necesario ir.

El joven Lucas tenía pesados huesos y una poderosa complexión, como los antepasados norte de Italia de Matteo. Sus ojos eran castaños, pero a esa edad su cabello era lo bastante claro como para ser rubio. Su padre tenía la costumbre de revolverse de vez en cuando el cabello y llamarle Tedeschino, lo cual quiere decir alemancito, ante el débil disgusto de su madre, vivían en una casa de cuatro habitaciones, como una unidad estrechamente compacta, y Lucas creció compartiendo con naturalidad el trabajo. Eran tres personas con tres distintas pero interdependientes responsabilidades, como tenía que ser para que el trabajo se desarrollara adecuadamente. Serafina se ocupaba de la casa y ayudaba en la recogida de los tomates. Matteo realizaba el trabajo pesado, y Lucas, a medida que se hacía más mayor y más fuerte, se encargaba de aquellas tareas a las que había que atender cada día. Escardaba, amarraba y almacenaba las herramientas de mano, y Matteo, que había trabajado en la fábrica de la Fiat antes de venir a América, gradualmente le iba enseñando a reparar y mantener el tractor. Lucas mostraba una Inclinación a la mecánica.

Como no tenía hermanos ni hermanas, y como durante el día estaba siempre demasiado atareado para hablar mucho con sus padres, los primeros tiempos de su adolescencia fueron de soledad, si bien él no se sentía solitario. En primer lugar, tenía trabajo más que de sobra para mantenerse ocupado. En segundo lugar, se consideraba como una parte que, encajada en otras partes, producía un total mecanismo funcionante. No habiendo por allí cerca nadie de su edad cuyo crecimiento y desarrollo hubiese podido observar, aprendió a observarse a sí mismo, a permanecer un poco apartado del joven muchacho y catalogar las cosas que hacía, colocando cada nuevo descubrimiento en su lugar adecuado en un ya bien disciplinado e instintivamente sistemático cerebro. A los extraños, sin duda, les parecía un joven excesivamente serio y preocupado.

Durante las clases de gramática, a las cuales asistió en una escuela situada relativamente cerca de su casa, no contrajo importantes asociaciones exteriores. Regresaba a casa para comer e inmediatamente después de haber terminado la clase, porque había siempre trabajo que hacer y porque deseaba hacerlo. Obtuvo muy buenas notas en todas las asignaturas excepto en inglés, que hablaba fluentemente pero no lo bastante a menudo o lo bastante prolongadamente como para sentirse interesado en su estructura gramatical. Sin embargo, lo hacía bastante bien, y cuando cumplió trece años se inscribió en la escuela superior de Bridgetown, a doce millas, que eran cubiertas en autobús.

Veinticuatro millas en autobús cada día, en compañía de otros veinte muchachos de su propia edad, muchachos llamados Morgan, Crosby, Muller, Kovacs y Jones. en añadidura a los llamados Del Bello y Scarpa, pueden llegar a influir. En particular pueden influir en un muchacho tranquilo, autosuficiente, con ojos constantemente inquisitivos. Sus complicaciones con la gramática desaparecieron de la noche a la mañana, Morgan le enseñó a fumar. Kovacs le habló de la estructura de la música, y con Del Bello le tomó afición al fútbol. Pero más importante aún es que, en su segundo año de estudiante, conoció a Edmundo Starke, hombre bajo de estatura, achaparrado, reticente, con lentes sin monturas, quien daba las clases de física. Requeriría un poco más de tiempo, un poco más de estudio, un poco más de desarrollo; pero Lucas Martino se hallaba ya lanzado hacia el mundo.

CAPITULO III

Había transcurrido una semana desde que el hombre cruzó la frontera. A través del teléfono, la voz de Deptford resultó cansada y vacía. Rogers, cuyos oídos habían estado zumbándole débil pero constantemente durante los últimos dos días, tuvo que aplicarse con fuerza el receptor contra el oído con objeto de poder distinguir lo que le decía.

—Le he mostrado a Karl Schwenn todos los informes, Shawn, y por mi parte he añadido su sumario. Está de acuerdo en que nada más hubiera podido ser hecho.

—Sí, señor.

—En otros tiempos también él fue jefe de sector, ¿sabe? Se da cuenta de lo que son estas cosas.

—Sí, señor.

—En cierto sentido, esta clase de cosas no suceden cada día. Y, bien mirado, a los soviéticos les ocurren aún más a menudo. Me agrada pensar que a nosotros nos cuesta menos tiempo que a ellos tomar decisiones de este tipo.

—Lo supongo.

Ahora la voz de Deptford fue de tono extrañamente inconclusivo, como si estuviera estrujándose la mente en busca de algo que decir que dejase redondeadas las cosas. Pero era una conversación que se había iniciado, condenada ya a arrastrarse más bien que a acabar, y Deptford renunció al cabo de una breve pausa.

—Eso es todo entonces. Mañana puede dispersar al equipo, y usted se mantendrá a la espera hasta que le notifiquemos qué política vamos a seguir con relación a Mar… al hombre.