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En fin, me he desviado, no sé por qué. Quería decir que ciertos escritores, poco inclinados a la sátira moral, pero menos aún al panegírico o a la literatura revolucionaria; incompatibles, sin embargo, con la sociedad y por tanto nada dispuestos a integrarse en ella, pero tampoco a repetir el talante de los bohemios, se limitaron a ejercer la visión objetiva en sus letras y la excentricidad en su conducta. ¿Queda, así, definido el caso de Gómez de la Serna? También es más complejo, creo yo; también excede a tan escuetas coordenadas. La objetividad de su visión del mundo sería una mitad, pero nos queda la otra, la de su conducta social y humana, que ni se ocultó en el anónimo ni se ejerció en el desplante, menos aún en el escándalo. Ramón Gómez de la Serna nunca podría ser definido como máscara de las de a pie, ya que nada de su facha o de su atuendo le enmascara: no es, sin embargo, corriente. ¿Cuál será el quid?

Veamos. Es un hombre de talla media que viste como todo el mundo (es lo que hacen los escritores de su generación); tirando a gordo, pero sin serlo. Con un cabello regularmente cortado, aunque con una onda que le cae sobre la frente. Se habla de un monóculo que escasas veces usó, y sólo en un principio. Se reúne en un café con algunos amigos, y tiene la suerte de que uno de ellos, pintor, haga un retrato de aquella peña con él -Ramón- como eje de la composición. Como ya es mayorcito para vivir en casa, alquila, en una calle cara de Madrid, el piso de una torre, y allí se rodea de sus cosas, que son todas las que va encontrando en su camino y que por algo le llaman la atención. La conjunción Madrid-piso-cachivaches le satisface por entero, le sirve de marco único para su «realización», puesto que la repite, o intenta repetirla, en Buenos Aires, en Nápoles y en Estoril. Pero sucede con bastante frecuencia que cualquier hombre, no precisamente un escritor, lo que busca y no siempre halla es un piso que le vaya bien y en el que meter sus cosas. De modo que la diferencia estribará en las cosas, y yo creo que la singularidad de Ramón consiste precisamente en su especial relación con ellas. ¿Es distinta a la de los demás hombres? Quizá. Nosotros, los corrientes, nos rodeamos de cosas útiles, de las que nos servimos, y de ciertos objetos inútiles, o que se tienen por tales porque no son indispensables para un modo de vivir esquemático, mínimo, según el criterio de los funcionarios de Hacienda, que en seguida las consideran como un lujo. Pero a la postre resulta que son útiles también, que a su usuario le sirven de algo o para algo, que no las posee y mantiene por irracional capricho. ¿Son de éstas las de Ramón? Cuadros, porcelanas, objetos decorativos; o bien colecciones de sellos, de pipas, de vitolas. No. Las de Ramón no son de éstas, sino, por ejemplo, el chuzo de un sereno (pronto habrá que explicar a la gente lo que fueron los serenos, lo que eran los chuzos), un maniquí femenino, varios espejos raros, globitos de colores, recortes de periódicos… Y todo lo que se quiera añadir de cuanto generalmente se arroja al cajón del polvo. ¿Será que Ramón tuvo alma de basurero? No es eso, no. Aunque a primera vista no sea fácil dilucidar para qué quiere estas cosas, qué hace con ellas, convendría esperar a una segunda visita para tomar posiciones. Y esa segunda visita tiene que partir de algunos supuestos. Por ejemplo, les hemos llamado «cosas». «Cosas» es la palabra comodín de que se valen el escritor y la gente cuando ignoran o les estorba el nombre de los objetos, pero también cuando éstos son sustraídos al orden, al sistema al que pertenecen y considerados en sí mismos. El agua de un sifón se inserta en el orden o sistema de las bebidas refrescantes, subclase de las carbónicas, y dentro de él encuentra su precisión, su definición y su sentido, aunque también los recibe en el orden de la química aplicada. Un pie humano, por su parte, se incluye en otro orden, el de los órganos, precisamente en los de la locomoción, al menos mientras el automóvil permanezca en su etapa prehistórica y no lo sustituya por completo: fuera de ellos, únicamente puede ser un resto macabro, el testimonio parcial de un crimen, la materia de una broma de mal gusto, el objeto de una adoración fetichista, un exvoto. Pero, véase bien, en cualquiera de esos casos ha adquirido distinta y nueva significación, se le ha sacado de su orden o sistema propios, se le ha incluido en otro que por naturaleza no es el suyo, pero al que puede pertenecer sin repugnancia racional. No es, pues, todavía «cosa». Para que sea cosa, repito, ha de quedarse en offside, o, como decimos aquí, a la luna de Valencia.

Recordemos así mismo, que de estos dos objetos, el agua de sifón y el pie humano, el que posee sabor, un sabor peculiar y conocido, es el primero; el pie, en todo caso, sabrá a carne humana, como el brazo o las nalgas (acaso me equivoque, pero no me repugna confesar mi incompleta experiencia de la antropofagia), pero es sabor que, en general, se ignora. Es conocida, en cambio, la sensación del pie cuando se duerme; quiero decir, cuando parece colmado de burbujas a causa de un incompleto o insuficiente riego sanguíneo: nunca parece el pie menos pie que en tales casos, jamás es menos apto para conducirnos y sostenernos. Pues bien: Ramón Gómez de la Serna escribe un día: «El agua de sifón sabe a pie dormido»: afirmación, desde luego, tan insólita como inesperada, para llegar a la cual han tenido que verificarse determinadas operaciones mentales: la una, la específicamente cosificadora, al extraer a estos objetos de sus sistemas, al dejarlos, como se dijo, «a la luna de Valencia», les ha privado de toda significación, les ha arrebatado un posible mensaje, les ha hecho aptos para ser cualquier cosa y significar cualquier cosa. El agua de sifón, rica hasta ahora en notas o cualidades, las ha perdido todas, aunque le haya quedado el soporte de una de ellas, algo así como el pedúnculo en que se asienta el sabor, por vacío de la nota misma; un pedúnculo a cuya extremidad, digamos semejante a una ventosa, puede adherirse algo no necesariamente sabroso, algo posiblemente insípido, pero que en seguida adquirirá sabor porque para eso está el pedúnculo ahí: lo imagino flotante con el rumbo perdido, como una de esas patas de moscas que vemos los miopes constantemente, que nunca van a ninguna parte, pero que jamás se aquietan. ¿Va a suceder que el tal pedúnculo transfiera el sabor del agua de sifón al primer objeto atrapado? Se acerca como consecuencia lógica, sobre todo si el objeto de la caza es insípido. Pues, no: sucede justamente lo contrario. Cuando el pedúnculo alcanza a rozar el pie dormido y se adhiere a él con terquedad de lapa, el agua sabe a pie. Claro que yo he intentado explicar la operación de manera sencilla y como quien dice por imágenes y movimientos elementales; pero si se le confía a un experto en retórica, ¡la de procesos metafóricos y metonímicos de que habrá que echar mano hasta dejar cubiertas y explicitadas sus delicadas etapas! En ella, en la explicación, sería necesario insistir en la palabra «sabe», que es la que actúa de pedúnculo, que es la que opera el milagro de aproximación y transfusión entre el agua y el pie, o, más exactamente, entre lo que caracteriza a aquélla como de «sifón» y a éste como «dormido», es, a saber, el cosquilleo y las burbujas. Pero no sería lo mismo decir que «el pie se parece al agua de sifón en que el cosquilleo es como una especie de burbujas», por ejemplo: esto no pasaría de vulgar comparación, cualquiera sería (y es) capaz de descubrirlo. Lo de Gómez de la Serna, lo que él hace, pertenece a un orden poético más elevado -por una parte-, y por otra des-cubre o revela una mente distinta, extraña, una mente especialmente capacitada para la invención y formulación adecuada de verdades inusuales, aunque impertinentes. Porque lo curioso de todo esto es que, como todo el mundo sabe, el agua de sifón sabe a pie dormido DE VERDAD, y en esta verdad consiste lo grave, lo transgresor, lo peligroso además de peliagudo. Porque el trato humano -o el contrato social, como se prefiera- autoriza el conocimiento y uso de ciertas verdades, mas no de todas, y decreta indecentes el uso y conocimiento de las restantes. Todo aquel a quien alguna vez se le ha dormido un pie y ha bebido del agua de un sifón, sabe que ésta sabe a pie dormido, pero se lo calla, no lo diría jamás por respeto a la convención general que rige el mundo. Contempla, por tanto, con desconfianza a quien se atreve a proclamarlo, y más aún a quien no se contenta con eso, sino que proclama también innumerables verdades del mismo orden, y, encima, las titula greguerías, que no quiere decir nada. Clara u oscuramente, el lector, aunque se divierta, intuye que el autor de aquellas frases que a veces tacha de rebuscadas se parece a su modo y coincide en bastantes aspectos (sobre todo en los peligrosos) con el introductor del materialismo dialéctico o con el descubridor del complejo de Edipo: gente toda que hace tambalear las mejor cimentadas estatuas de los foros y de las conciencias. Y lo menos que hace -el lector- es recibirlo de uñas, aunque las esconda. El autor, nuestro Ramón, sin embargo, si es peligroso (y eso habría que ponerlo en claro), no practica la estridencia, se porta de manera apacible, aunque excéntrica; inofensiva, aunque chocante. No se le ocurre, por ejemplo, denunciar (aunque sea sonriendo) la inmoralidad, como hace en su tiempo don Jacinto Benavente: él se detiene y entretiene con detectar cualidades menos aparatosas, como la cursilería, y no acusando, sino señalando y describiendo: Los cursis y las cursis, Los senos de la cursi, se diferencian de Lo cursi, de Benavente, como un tratado de anatomía de un catecismo de higiene.