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Recordemos el famoso título de Pablo Neruda: Residencia en la tierra. Es casi un título místico. Neruda está muy cerca de Ramón, literariamente. Si no hubiese contado siempre con la muerte -quizá sin saberlo- no habría sido Ramón el humorista que es, que fue.

A última hora, cuando la muerte se le hace evidente como una sorpresa que emerge de su propia obra, Ramón se ensombrece, naturalmente. Pero no podemos decir exactamente que todo lo que escribió haya quedado desmentido por la muerte, sino que la muerte estaba en todo y finalmente surge como un monstruo de las profundidades. Viene a no llevarse nada, a abolir una obra que se había ido aboliendo a sí misma a medida que nacía, mediante la corrección del humor, de la ironía, de la trivialidad y la cotidianidad. La muerte se lleva la obra de otros -en el sentido de que la niega o desmiente-, pero del humorista nada se lleva.

En el Madrid de los primeros años sesenta, poco se hablaba ya de Ramón. Sus greguerías aparecen dominicalmente en ABC, en pleno dominio de la escritura realista, y la mayoría de los escritores e intelectuales tienen a Ramón por una momia del exilio, por uno de tantos exiliados que están haciendo una escritura anacrónica, parados en la hora literaria de su partida.

A Ramón lo trajeron a enterrar a Madrid y el Ayuntamiento le puso unos motoristas en el entierro, que salió de la Casa de la Villa. La gente miraba más a los motoristas que al muerto. La gente no miraba a la popularidad -ya inexis-tente- de aquel escritor que siempre fue más popular de vida que de obra, sino que miraban la farsa de la popularidad, farsa de la que estaban siendo personajes y espectadores sin saberlo. Agustín Lara, él compositor mejicano, dirigió a la banda municipal en la capilla ardiente y sonó el chotis Madrid. En aquel acto absurdo, en aquella gala fúnebre, municipal, ni popular ni literaria, comprendí de pronto que había habido en la vida de Ramón un equívoco nunca resuelto, un enfrentamiento de direcciones: el escritor de obra y escritura minoritaria, que tuvo popularidad de torero en los años veinte y treinta. El señorito madrileño que vivió todos los tópicos del madrileñismo para hacer de ellos, no una obra costumbrista, sino una avanzada experiencia literaria. Esta indecisión esencial de su obra, esta disparidad entre los motivos y los procedimientos, es quizá lo que ha impedido a la fama hacer pie en Ramón y le ha dejado para siempre en un limbo de consagrado no leído, o leído por gentes que nunca podrán consagrarle.

Hablé por entonces con su viuda. En un libro mío de memorias literarias cuento un poco todo esto. Comprendí bien en la tarde del entierro que con Ramón moría algo que ya estaba muerto: ese momento en que la literatura coincidió milagrosamente con la felicidad. Momento raro en la literatura europea y único en la española. Leyendo a Ramón un poco a traición, abriendo de golpe un libro suyo, tendremos siempre esa sensación, esa revelación de que la literatura, toda la literatura, podía haber sido otra cosa, y no necesariamente el documento de que el hombre es desgraciado. A Ramón lo explica su época, claro, pero así y todo es insólita esta escritura que llega a tener en sí, efectivamente, un trasunto de dicha natural, no conseguida ni conquistada. La distancia que nos separa hoy de Ramón -tanta- es la distancia legendaria que nos separa del paraíso perdido. Ramón es un primitivo por su escritura ideográfica, como he dicho y repetido en este libro. Pero es un primitivo, sobre todo, porque parece venir, en cada página, de la felicidad original del planeta. Siendo un escritor tan de época-el estilo, la actitud-, es ante todo un escritor de los orígenes. El que en este libro hemos querido encontrar.

Francisco Umbral

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