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GONZALO TORRENTE BALLESTER

RAMÓN Y LAS VANGUARDIAS

La palabra no es una etimología, sino

un puro milagro.

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA

El nombre de Ramón Gómez de la Serna era un nombre vago y sugestivo que andaba en mi cultura de oídas, cuando niño, hasta que una mañana, en una librería de Valladolid, me compré El gran hotel, novela de Ramón, en la colección Novelas y Cuentos, que tenía forma: de revista, por una peseta o una cincuenta. Este descubrimiento, hecho a los catorce o quince años de edad, cuando mis lecturas eran todavía imprecisas y mezcladas, me llevó a hacer inmediatamente ramonismo, en mis cuadernos de entonces, en eso que Juan Ramón Jiménez llamaba «borradores silvestres». Ya entonces comprendí yo que aquél era uno de los descubrimientos fundamentales de mi vida literaria, porque yo contaba con tener una vida literaria.

Durante toda la vida he leído a Ramón, con alternativas, con rechazos, con regresos, y en cada edad le he hecho, naturalmente, lecturas distintas. Asimismo, ha habido épocas en que he sufrido su influencia, otras en que la he forzado deliberadamente y muchas otras, en fin, durante las cuales Ramón sólo ha sido un recuerdo. Ahora, cuando ya me queda poco por escribir -o pocas ganas de escribir-, quisiera hacer una última lectura de Ramón, o penúltima, esa lectura mejor que es la que consiste en escribir sobre lo escrito, sobre lo leído. Espero tener las claves, no de lo que sea Ramón, sino de lo que es o ha sido para mí -y para otros que no lo han sabido o confesado-, y espero asimismo que esas claves se me aclaren aclarándolas yo para el lector.

Ahora es cuando presiento que, efectivamente, Ramón me ha dado algo, no sólo como escritor, sino como hombre, me ha facilitado una óptica del mundo, que es la suya -y quizá la mía-, y nos ha aportado a todos, una vez más, uno de esos viejos sueños de la humanidad que retornan periódicamente, repristinados, gracias a la literatura y el arte.

Porque puede que la literatura y el arte no sean sino retorno, repristinación incesante de viejas visiones de la humanidad, que afloran personalizadas en un creador. Ramón ha sido uno de los más potentes iluminadores de la vida diaria y del lenguaje diario en la cultura española. El que hoy esté olvidado por nuestra pintoresca, escindida y tribal sociedad literaria, no debe sernos motivo de indignación, sino resignada constatación de que el hombre necesita cegar sus fuentes y borrar sus huellas. Ramón es insólito en toda la literatura española no sólo porque escribe diferente, que al fin y al cabo hay antecedentes de su escritura -de todo hay antecedentes-, sino porque siente y piensa diferente.

Frente al energumenismo de la muerte, que es el energumenismo español, Ramón levantó el energumenismo bondadoso de la vida. Esta es la primera originalidad de un ser tan original. Por eso su línea se quiebra en él mismo: porque somos un pueblo de odiadores de la vida, o sea un pueblo reli-gioso en el peor sentido del concepto (y casi todos son malos).

Ramón, este incesante donador de vida, a mí me ha dado mucha vida literaria, y aclarándole a él y su herencia, espero aclararme yo mismo un poco, una vez más.

1. RAMÓN Y EL 98

Lo que menos hay que tener en cuenta, en Ramón, son sus orígenes. Sus orígenes le niegan. Ramón nace a la vida literaria siendo terrible, como casi todos los escritores, de modo que lo que viene después es la conquista de la apacibilidad. Es el primer escritor apacible de nuestra literatura, o quizá el único, lo que le ha valido, en esta tierra de bárbaros ensangrentados de sangre de Cristo o de la patria, que le llamasen payaso cuando y donde no lo era, que a veces lo fue, quiso serlo y lo logró genialmente.

Lo que hay detrás de Ramón, en la historia literaria española, es el 98, y el 98 es un coro enlutado de graves varones que cantan el desastre de la patria o, a partir de ese desastre, se lanzan, con igual severidad, a descubrir una patria llena de cementerios, lo que España tiene, según Unamuno, de corral de muertos. La originalidad de Ramón es que -salvado su terribilismo ácrata de Entrando en fuego y sus primeras revistas- no le importa nada el Desastre, la Historia, las colonias, el sentimiento trágico de la vida, la agonía del cristianismo ni ninguna de aquellas jeremiadas que aturdían literariamente al pueblo entre los dos siglos. La literatura del 98 se nutre de la Historia y la literatura de Ramón se nutre de la vida. Más tarde vendrían los grandes despreciadores de la Historia, los ahistóricos del 27 (que lo fueron al menos durante algún tiempo). También en eso Ramón había sido su precursor, su clásico -tantas veces inconfesado-, como lo fue de modo más expreso en las maneras literarias de algunos de ellos: primer Lorca, primer Gerardo, etc.

Casi desde el primer momento, Ramón ignora la Historia y canta la vida. Esta decisión de ponerse al margen de la España crucial de su tiempo (como Joyce en el mundo anglosajón, como Proust en Francia), no es seguramente una decisión razonada, sino natural, espontánea, y espontáneamente viene a coincidir con un movimiento general europeo de años más tarde. La actitud de Ramón frente al 98 la conocemos por sus biografías de Azorín y Valle. Son biografías estéticas y estetizantes -como todas las de Ramón, por otra parte-, donde se va trabajando al personaje como un objeto, hasta darnos la asombrosa miniatura de su rostro y de su alma, pero donde las preocupaciones morales, políticas, históricas, de estos escritores, apenas cuentan.

Otro tanto hace Ramón con Quevedo, su más claro antecedente literario: Ramón explora y explota el lujo barroco de la figura quevedesca, casi siempre al margen de las connotaciones morales de aquel gran moralista que fue -dicen- don Francisco de Quevedo. De modo que Ramón no podía o no quería entender en ningún momento la problemática pública, cívica, de sus personajes, porque él busca otra cosa: busca el ser del personaje para hacer de él un objeto, y busca el personaje-objeto para psicoanalizarle como psicoanaliza una lámpara o un sofá del Rastro. «Psicólogo de las cosas», le llamó Azorín. Y lo que hay en esto, en este amor por las cosas, en esta cosificación de las personas biografiadas o los personajes de sus novelas, es una incapacidad para todo lo que no sea el pensamiento plástico, que es el pensamiento original, primitivo, heraclitano.

Ramón hereda del 98 la devoción por Larra. En la foto, su homenaje colectivo a Fígaro

Ramón, sí, es un primitivo, y eso es lo que quieren decir muchos, sin acertar a decirlo, cuando hablan de Ramón-niño, Ramón-payaso, Ramón-travieso. Ramón es el pensamiento natural, el pensamiento plástico y fluido, que alcanza su cumbre en Heráclito y los presocráticos y luego se pervierte en Platón, sustituye la imagen por la idea (que no es sino una imagen hipostasiada y vergonzante).

Platón ha impuesto su forma de pensar a Occidente, pero no por eso ha dejado de correr, paralela o subterránea, la corriente de pensamiento plástico, imaginativo, figurativo, irracional, que es la que origina el Barroco, por ejemplo, el Romanticismo en buena medida, y el surrealismo en nuestro siglo. Él pensamiento español siempre ha sido de esa naturaleza y España apenas ha dado un pensador abstracto (a esto le llaman nuestra tradicional incapacidad para la filosofía), pero la originalidad de Ramón está en que no se encarniza con imágenes terribles ni hace de la imagen un símbolo, sino que deja la imagen en su órbita poética, y a ser posible plácida.

En esto ya no es un primitivo, Ramón -como lo es casi todo el pensamiento español, y en buena medida el 98-, porque lo característico del pensamiento primitivo, aunque sea reciente (el pensamiento militar, por ejemplo), es trocar la imagen en símbolo, militarizar la imagen natural que ha formado la mente. Pensemos, por ejemplo, cómo ha sido militarizada esa imagen hoy tópica de España como piel de toro: es ya una imagen beligerante, o casi. Pues bien, si Ramón ve una piel de toro en el mapa de España (que solía ver cosas más originales), nunca derivará de eso una idea guerrera de la patria, sino que se quedará en la equivalencia toro/tierra, toro/pasto(mar), toro/tiempo, sin desbordar jamás la imagen fuera de su órbita lírica.