– No me gustaría ser enfermero y que me la trajeran en camilla alguna noche. Un prejuicio como cualquier otro. Pilares de la sociedad. Tengo sed, Maga.
– Andá a lo de Pola -dijo la Maga, mirando a la clocharde que se acariciaba con su enamorado debajo del puente-. Fijate, ahora va a bailar, siempre baila un poco a esta hora.
– Parece un oso.
– Es tan feliz -dijo la Maga juntando una piedrita blanca y mirándola por todos lados.
Horacio le quitó la piedra y la lamió. Tenía gusto a sal y a piedra.
– Es mía -dijo la Maga, queriendo recuperarla.
– Sí, pero mirá qué color tiene cuando está conmigo. Conmigo se ilumina.
– Conmigo está más contenta. Dámela, es mía.
Se miraron. Pola.
– Y bueno -dijo Horacio-. Lo mismo da ahora que cualquier otra vez. Sos tan tonta, muchachita, si supieras lo tranquila que podés dormir.
– Dormir sola, vaya la gracia. Ya ves, no lloro. Podés seguir hablando, no voy a llorar. Soy como ella, mirala bailando, mirá, es como la luna, pesa más que una montaña y baila, tiene tanta roña y baila. Es un ejemplo. Dame la piedrita.
– Tomá. Sabés, es tan difícil decirte: te quiero. Tan difícil, ahora.
– Sí, parecería que a mí me das la copia con papel carbónico.
– Estamos hablando como dos águilas -dijo Horacio.
– Es para reírse -dijo la Maga -. Si querés te la presto un momentito, mientras dure el baile de la clocharde.
– Bueno -dijo Horacio, aceptando la piedra y lamiéndola otra vez-. ¿Por qué hay que hablar de Pola? Está enferma y sola, la voy a ver, hacemos el amor todavía, pero basta, no quiero convertirla en palabras, ni siquiera con vos.
– Emmanuèle se va a caer al agua -dijo la Maga -. Está más borracha que el tipo.
– No, todo va a terminar con la sordidez de siempre -dijo Oliveira, levantándose del riel-. ¿Ves al noble representante de la autoridad que se acerca? Vámonos, es demasiado triste. Si la pobre tenía ganas de bailar…
– Alguna vieja puritana armó un lío ahí arriba. Si la encontramos vos le pegás una patada en el traste.
– Ya está. Y vos me disculpás diciendo que a veces se me dispara la pierna por culpa del obús que recibí defendiendo Stalingrado.
– Y entonces vos te cuadrás y hacés la venia.
– Eso me sale muy bien, che, lo aprendí en Palermo. Vení, vamos a beber algo. No quiero mirar para atrás, oí cómo el cana la putea. Todo el problema está en eso. ¿No tendría que volver y encajarle a él la patada? Oli Arjuna, aconséjame. Y debajo de los uniformes está el olor de la ignominia de los civiles. Ho detto. Vení, rajemos una vez más. Estoy más sucio que tu Emmanuèle, es una roña que empezó hace tantos siglos, Pernil lave plus blanc, haría falta un detergente padre, muchachita, una jabonada cósmica. ¿Te gustan las palabras bonitas? Salut, Gaston.
– Salut messieurs dames -dijo Gaston-. Alors, deux petits blancs secs comme d’habitude, hein?
– Comme d’habitude, mon vieux, comme d’habitude. Avec du Pernil dedans.
Gaston lo miró y se fue moviendo la cabeza. Oliveira se apoderó de la mano de la Maga y le contó atentamente los dedos. Después colocó la piedra sobre la palma, fue doblando los dedos uno a uno, y encima de todo puso un beso. La Maga vio que había cerrado los ojos y parecía como ausente. «Comediante», pensó enternecida.
109
En alguna parte Morelli procuraba justificar sus incoherencias narrativas, sosteniendo que la vida de los otros, tal como nos llega en la llamada realidad, no es cine sino fotografía, es decir que no podemos aprehender la acción sino tan sólo sus fragmentos eleáticamente recortados. No hay más que los momentos en que estamos con ese otro cuya vida creemos entender, o cuando nos hablan de él, o cuando él nos cuenta lo que le ha pasado o proyecta ante nosotros lo que tiene intención de hacer. Al final queda un álbum de fotos, de instantes fijos; jamás el devenir realizándose ante nosotros, el paso del ayer al hoy, la primera aguja del olvido en el recuerdo. Por eso no tenía nada de extraño que él hablara de sus personajes en la forma más espasmódica imaginable; dar coherencia a la serie de fotos para que pasaran a ser cine (como le hubiera gustado tan enormemente al lector que él llamaba el lector-hembra) significaba rellenar con literatura, presunciones, hipótesis e invenciones los hiatos entre una y otra foto. A veces las fotos mostraban una espalda, una mano apoyada en una puerta, el final de un paseo por el campo, la boca que se abre para gritar, unos zapatos en el ropero, personas andando por el Champ de Mars, una estampilla usada, el olor de Ma Griffe, cosas así. Morelli pensaba que la vivencia de esas fotos, que procura presentar con toda la cuidad posible, debía poner al lector en condiciones de aventurarse, de participar casi en el destino de sus personajes. Lo que él iba sabiendo de ellos por vía imaginativa, se concretaba inmediatamente en acción, sin ningún artificio destinado a integrarlo en lo ya escrito o por escribir. Los puentes entre una y otra instancia de esas vidas tan vagas y poco caracterizadas, debería presumirlos o inventarles el lector, desde la manera de peinarse, si Morelli no la mencionaba, hasta las razones de una conducta o una inconducta, si parecía insólita o excéntrica. El libro debía ser como esos dibujos que proponen los psicólogos de la Gestalt, y así ciertas líneas inducirían al observador a trazar imaginativamente las que cerraban la figura. Pero a veces las líneas ausentes eran las más importantes, las únicas que realmente contaban. La coquetería y la petulancia de Morelli en este terreno no tenían límite.
Leyendo el libro, se tenía por momentos la impresión de que Morelli había esperado que la acumulación de fragmentos cristalizara bruscamente en una realidad total. Sin tener que inventar los puentes, o coser los diferentes pedazos del tapiz, que de golpe hubiera ciudad, hubiera tapiz, hubiera hombres y mujeres en la perspectiva absoluta de su devenir, y que Morelli, el autor, fuese el primer espectador maravillado de ese mundo que ingresaba en la coherencia.
Pero no había que fiarse, porque coherencia quería decir en el fondo asimilación al espacio y al tiempo, ordenación a gusto del lector-hembra. Morelli no hubiera consentido en eso, más bien parecía buscar una cristalización que, sin alterar el desorden en que circulaban los cuerpos de su pequeño sistema planetario, permitiera la comprensión ubicua y total de sus razones de ser, fueran éstas el desorden mismo, la inanidad o la gratuidad. Una cristalización en la que nada quedara subsumido, pero donde un ojo lúcido pudiese asomarse al calidoscopio y entender la gran rosa policroma, entenderla como una figura, imago mundis que por fuera del calidoscopio se resolvía en living room de estilo provenzal, o concierto de tías tomando té con galletitas Bagley.
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El sueño estaba compuesto como una torre formada por capas sin fin que se alzaran y se perdieran en el infinito, o bajaran en círculos perdiéndose en las entrañas de la tierra. Cuando me arrastró en sus ondas la espiral comenzó, y esa espiral era un laberinto. No había ni techo ni fondo, ni paredes ni regreso. Pero había temas que se repetían con exactitud.
Anaïs Nin, Winter of Artifice.
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Esta narración se la hizo su protagonista, Ivonne Guitry, a Nicolás Díaz, amigo de Gardel en Bogotá.
«Mi familia pertenecía a la clase intelectual húngara. Mi madre era directora de un seminario femenino donde se educaba la élite de una ciudad famosa cuyo nombre no quiero decirle. Cuando llegó la época turbia de la posguerra, con el desquiciamiento de tronos, clases sociales y fortunas, yo no sabía qué rumbo tomar en la vida. Mi familia quedó sin fortuna, víctima de las fronteras del Trianón (sic) como otros miles y miles. Mi belleza, mi juventud y mi educación no me permitían convertirme en una humilde dactilógrafa. Surgió entonces en mi vida el príncipe encantador, un aristócrata del alto mundo cosmopolita, de los resorts europeos. Me casé con él con toda la ilusión de la juventud, a pesar de la oposición de mi familia, por ser yo tan joven y él extranjero.