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La noción de ser como un perro entre los hombres: materia de desganada reflexión a lo largo de dos cañas y una caminata por los suburbios, sospecha creciente de que sólo el alfa da el omega, de que toda obstinación en una etapa intermedia -épsilon, lambda- equivale a girar con un pie clavado en el suelo. La flecha va de la mano al blanco: no hay mitad de camino, no hay siglo XX entre el X y el XXX. Un hombre debería ser capaz de aislarse de la especie dentro de la especie misma, y optar por el perro o el pez original como punto inicial de la marcha hacia sí mismo. No hay pasaje para el doctor en letras, no hay apertura para el alergólogo eminente. Incrustados en la especie, serán lo que deben ser y si no no serán nada. Muy meritorios, ni qué hablar, pero siempre épsilon, lambda o pi, nunca alfa y nunca omega. El hombre de que se habla no acepta esas seudo realizaciones, la gran máscara podrida de Occidente. El tipo que ha llegado vagando hasta el puente de la Avenida San Martín y fuma en una esquina, mirando a una mujer que se ajusta una media, tiene una idea completamente insensata de lo que él llama realización, y no lo lamenta porque algo le dice que en la insensatez está la semilla, que el ladrido del perro anda más cerca del omega que una tesis sobre el gerundio en Tirso de Molina. Qué metáforas estúpidas. Pero él sigue emperrado, es el caso de decirlo. ¿Qué busca? ¿Se busca? No se buscaría si ya no se hubiera encontrado. Quiere decir que se ha encontrado (pero esto ya no es insensato, ergo hay que desconfiar. Apenas la dejás suelta, La Razón te saca un boletín especial, te arma el primer silogismo de una cadena que no te lleva a ninguna parte como no sea a un diploma o a un chalecito californiano y los nenes jugando en la alfombra con enorme encanto de mamá). A ver, vamos despacio: ¿Qué es lo que busca ese tipo? ¿Se busca? ¿Se busca en tanto que individuo? ¿En tanto que individuo pretendidamente intemporal, o como ente histórico? Si es esto último, tiempo perdido. Si en cambio se busca al margen de toda contingencia, a lo mejor lo del perro no está mal. Pero vamos despacio (le encanta hablarse así, como un padre a su hijo, para después darse el gran gusto de todos los hijos y patearle el nido al viejo), vamos piano piano, a ver qué es eso de la búsqueda. Bueno, la búsqueda no es. Sutil, eh. No es búsqueda porque ya se ha encontrado. Solamente que el encuentro no cuaja. Hay carne, papas y puerros, pero no hay puchero. O sea que ya no estamos con los demás, que ya hemos dejado de ser un ciudadano (por algo me sacan carpiendo de todas partes, que lo diga Lutecia), pero tampoco hemos sabido salir del perro para llegar a eso que no tiene nombre, digamos a esa conciliación, a esa reconciliación.
Terrible tarea la de chapotear en un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna, por decirlo escolásticamente. ¿Qué se busca? ¿Qué se busca? Repetirlo quince mil veces, como martillazos en la pared. ¿Qué se busca? ¿Qué es esa conciliación sin la cual la vida no pasa de una oscura tomada de pelo? No la conciliación del santo, porque si en la noción de bajar al perro, de recomenzar desde el perro o desde el pez o desde la mugre y la fealdad y la miseria y cualquier otro disvalor, hay siempre como una nostalgia de santidad, parecería que se añora una santidad no religiosa (y ahí empieza la insensatez), un estado sin diferencia, sin santo (porque el santo es siempre de alguna manera el santo y los que no son santos, y eso escandaliza a un pobre tipo como el que admira la pantorrilla de la muchacha absorta en arreglarse la media torcida), es decir que si hay conciliación tiene que ser otra cosa que un estado de santidad, estado excluyente desde el vamos. Tiene que ser algo inmanente, sin sacrificio del plomo por el oro, del celofán por el cristal, del menos por el más; al contrario, la insensatez exige que el plomo valga el oro, que el más esté en el menos. Una alquimia, una geometría no euclidiana, una indeterminación up to date para las operaciones del espíritu y sus frutos. No se trata de subir, viejo ídolo mental desmentido por la historia, vieja zanahoria que ya no engaña al burro. No se trata de perfeccionar, de decantar, de rescatar, de escoger, de librealbedrizar, de ir del alfa hacia el omega. Ya se está. Cualquiera ya está. El disparo está en la pistola; pero hay que apretar un gatillo y resulta que el dedo está haciendo señas para parar el ómnibus, o algo así.
Cómo habla, cuánto habla este vago fumador de suburbio. La chica ya se acomodó la media, listo. ¿Ves? Formas de la conciliación. Il mio supplizio… A lo mejor todo es tan sencillo, un tironcito a las mallas, un dedito mojado con saliva que pasa sobre la parte corrida. A lo mejor bastaría agarrarse la nariz y ponérsela a la altura de la oreja, desacomodar una nada la circunstancia. Y no, tampoco así. Nada más fácil que cargarle la romana a lo de afuera, como si se estuviera seguro de que afuera y adentro son las dos vigas maestras de la casa. Pero es que todo está mal, la historia te lo está diciendo, y el hecho mismo de estarlo pensando en vez de estarlo viviendo te prueba que está mal, que nos hemos metido en una desarmonía total que todos nuestros recursos disfrazan con el edificio social, con la historia, con el estilo jónico, con la alegría del Renacimiento, con la tristeza superficial del romanticismo, y así vamos y que nos echen un galgo.
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– Por qué, con tus encantamientos infernales, me has arrancado a la tranquilidad de mi primera vida… El sol y la luna brillaban para mí sin artificio; me despertaba entre apacibles pensamientos, y al amanecer plegaba mis hojas para hacer mis oraciones. No veía nada de malo, pues no tenía ojos; no escuchaba nada de malo, pues no tenía oídos; ¡pero me vengaré!
Discurso de la mandrágora,
en Isabel de Egipto, dé Achim von Arnim.
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Así los monstruos le pateaban el nido a la Cuca para que se fuera de la farmacia y los dejara tranquilos. De paso y mucho más en serio, discutían el sistema de Ceferino Piriz y las ideas de Morelli. Como a Morelli se lo conocía mal en la Argentina, Oliveira les pasó los libros y les habló de algunas notas sueltas que había conocido en otro tiempo. Descubrieron que Remorino, que seguiría trabajando como enfermero y que se aparecía a la hora del mate y de la caña, era un gran entendido en Roberto Arlt, y eso le produjo una emoción considerable, por lo cual durante una semana no se habló más que de Arlt y de cómo nadie le había pisado el poncho en un país donde se preferían las alfombras. Pero sobre todo hablaban de Ceferino con gran seriedad, y cada tanto les ocurría mirarse de una manera especial, por ejemplo levantando la vista al mismo tiempo y dándose cuenta de que los tres hacían lo mismo, es decir mirarse de una manera especial e inexplicable, como ciertas miradas en el truco o cuando un hombre que ama desesperadamente tiene que sobrellevar un té con masas y varias señoras y hasta un coronel retirado que explica las causas de que todo ande mal en el país, y metido en su silla el hombre mira por igual a todos, al coronel y a la mujer que ama y a las tías de la mujer, los mira afablemente porque en realidad sí, es una vergüenza que el país esté en manos de una pandilla de criptocomunistas, entonces de la masa de crema, la tercera a la izquierda de la bandeja, y de la cucharita boca arriba sobre el mantel bordado por las tías, la mirada afable se alza un instante y por encima de los criptocomunistas se enlaza en el aire con la otra mirada que ha subido desde la azucarera de material plástico verde nilo, y ya no hay nada, una consumación fuera del tiempo se vuelve secreto dulcísimo, y si los hombres de hoy fueran verdaderos hombres, joven, y no unos maricas de mierda («¡Pero Ricardo!» «Está bien, Carmen, pero es que me subleva, me su-ble-va lo que pasa con el país»), mutatis mutandis era un poco la mirada de los monstruos cuando alguna que otra vez les ocurría mirarse con una mirada a la vez furtiva y total, secreta y mucho más clara que cuando se miraban largo tiempo, pero no por nada se es un monstruo, como le decía la Cuca a su marido, y los tres soltaban la risa y se avergonzaban enormemente de haberse mirado así sin estar jugando al truco y sin tener amores culpables. A menos que.