15
Entonces era tan natural que se acordara de la noche en el canal Saint-Martin, la propuesta que le habían hecho (mil francos) para ver una película en la casa de un médico suizo. Nada, un operador del Eje que se las había arreglado para filmar un ahorcamiento con todos los detalles. En total dos rollos, eso sí mudos. Pero una fotografía admirable, se lo garantizaban. Podía pagar a la salida.
En el minuto necesario para resolverse a decir que no y mandarse mudar del café con la negra haitiana amiga del amigo del médico suizo, había tenido tiempo de imaginar la escena y situarse, cuándo no, del lado de la víctima. Que ahorcaran a alguien era-lo-que-era, sobraban las palabras, pero si ese alguien había sabido (y el refinamiento podía haber estado en decírselo) que una cámara iba a registrar cada instante de sus muecas y sus retorcimientos para deleite de diletantes del futuro… «Por más que me pese nunca seré un indiferente como Etienne», pensó Oliveira. «Lo que pasa es que me obstino en la inaudita idea de que el hombre ha sido creado para otra cosa. Entonces, claro… Qué pobres herramientas para encontrarle una salida a este agujero.» Lo peor era que había mirado fríamente las fotos de Wong, tan sólo porque el torturado no era su padre, aparte de que ya hacía cuarenta años de la operación pekinesa.
– Mirá -le dijo Oliveira a Babs, que se había vuelto con él después de pelearse con Ronald que insistía en escuchar a Ma Rainey y se despectivaba contra Fats Waller-, es increíble cómo se puede ser de canalla. ¿Qué pensaba Cristo en la cama antes de dormirse, che? Dé golpe, en la mitad de una sonrisa la boca se te convierte en una araña peluda.
– Oh -dijo Babs-. Delirium tremens no, eh. A esta hora.
– Todo es superficial, nena, todo es epi-dér-mico. Mirá, de muchacho yo me las agarraba con las viejas de la familia, hermanas y esas cosas, toda la basura genealógica, ¿sabés por qué? Bueno, por un montón de pavadas, pero entre ellas porque a las señoras cualquier fallecimiento, como dicen ellas, cualquier crepación que ocurre en la cuadra es muchísimo más importante que un frente de guerra, un terremoto que liquida a diez mil tipos, cosas así. Uno es verdaderamente cretino, pero cretino a un punto que no te podés imaginar, Babs, porque para eso hay que haberse leído todo Platón, varios padres de la iglesia, los clásicos sin que falte ni uno, y además saber todo lo que hay que saber sobre todo lo cognoscible, y exactamente en ese momento uno llega a un cretinismo tan increíble que es capaz de agarrar a su pobre madre analfabeta por la punta de la mañanita y enojarse porque la señora está afligidísima a causa de la muerte del rusito de la esquina o de la sobrina de la del tercero. Y uno le habla del terremoto de Bab El Mandeb o de la ofensiva de Vardar Ingh, y pretende que la infeliz se compadezca en abstracto de la liquidación de tres clases del ejército iranio…
– Take it easy -dijo Babs-. Have a drink, sonny, don’t be such a murder to me.
– Y en realidad todo se reduce a aquello de que ojos que no ven… ¿Qué necesidad, decime, de pegarles a las viejas en el coco con nuestra puritana adolescencia de cretinos mierdosos? Che, qué sbornia tengo, hermano. Yo me voy a casa.
Pero le costaba renunciar a la manta esquimal tan tibia, a la contemplación lejana y casi indiferente de Gregorovius en pleno interviú sentimental de la Maga. Arrancándose a todo como si desplumara un viejo gallo cadavérico que resiste como macho que ha sido, suspiró aliviado al reconocer el tema de Blue Interlude, un disco que había tenido alguna vez en Buenos Aires. Ya ni se acordaba del personal de la orquesta pero sí que ahí estaban Benny Carter y quizá Chu Berry, y oyendo el difícilmente sencillo solo de Teddy Wilson decidió que era mejor quedarse hasta el final de la discada. Wong había dicho que estaba lloviendo, todo el día había estado lloviendo. Ese debía ser Chu Berry, a menos que fuera Hawkins en persona, pero no, no era Hawkins. «Increíble cómo nos estamos empobreciendo todos», pensó Oliveira mirando a la Maga que miraba a Gregorovius que miraba el aire. «Acabaremos por ir a la Bibliothéque Mazarine a hacer fichas sobre las mandrágoras, los collares de los bantúes o la historia comparada de las tijeras para uñas.» Imaginar un repertorio de insignificancias, el enorme trabajo de investigarlas y conocerlas a fondo. Historia de las tijeras para uñas, dos mil libros para adquirir la certidumbre de que hasta 1675 no se menciona este adminículo. De golpe en Maguncia alguien estampa la imagen de una señora cortándose una uña. No es exactamente un par de tijeras, pero se le parece. En el siglo XVIII un tal Philip Mc Kinney patenta en Baltimore las primeras tijeras con resorte: problema resuelto, los dedos pueden presionar de lleno para cortar las uñas de los pies, increíblemente córneas, y la tijera vuelve a abrirse automáticamente. Quinientas fichas, un año de trabajo. Si pasáramos ahora a la invención del tornillo o al uso del verbo «gond» en la literatura pali del siglo VIII. Cualquier cosa podía ser más interesante que adivinar el diálogo entre la Maga y Gregorovius. Encontrar una barricada, cualquier cosa, Benny Carter, las tijeras de uñas, el verbo gond, otro vaso, un empalamiento ceremonial exquisitamente conducido por un verdugo atento a los menores detalles, o Champion Jack Dupree perdido en los blues, mejor barricado que él porque (y la púa hacía un ruido horrible)
Say goodbye, goodbye to whiskey
Lordy, so long to gin,
Say goodbye, goodbye to whiskey
Lordy, so long to gin.
I just want my reefers,
I just want to feel high again
De manera que con toda seguridad Ronald volvería a Big Bill Broonzy, guiado por asociaciones que Oliveira conocía y respetaba, y Big Bill les hablaría de otra barricada con la misma voz con que la Maga le estaría contando a Gregorovius su infancia en Montevideo, Big Bill sin amargura, matter of fact,
They said if you white, you all right,
If you brown, stick aroun’,
But as you black
Mm, mm, brother, get back, get back, get back.
– Ya sé que no se gana nada -dijo Gregorovius-. Los recuerdos sólo pueden cambiar el pasado menos interesante.
– Sí, no se gana nada -dijo la Maga.
– Por eso, si le pedí que me hablara de Montevideo, fue porque usted es como una reina de baraja para mí, toda de frente pero sin volumen. Se lo digo así para que me comprenda.
– Y Montevideo es el volumen… Pavadas, pavadas, pavadas. ¿A qué le llama tiempos viejos, usted? A mí todo lo que me ha sucedido me ha sucedido ayer, anoche a más tardar.
– Mejor -dijo Gregorovius-. Ahora es una reina, pero no de baraja.
– Para mí, entonces no es hace mucho. Entonces es lejos, muy lejos, pero no hace mucho. Las recovas de la plaza Independencia, vos también las conocés, Horacio, esa plaza tan triste con las parrilladas, seguro que por la tarde hubo algún asesinato y los canillitas están voceando el diario en las recovas.