– La lotería y todos los premios -dijo Horacio. -La descuartizada del Salto, la política, el fútbol… -Él vapor de la carrera, una cañita Ancap. Color local, che.
– Debe ser tan exótico -dijo Gregorovius, poniéndose de manera de taparle la visión a Oliveira y quedarse más solo con la Maga que miraba las velas y seguía el compás con el pie.
– En Montevideo no había tiempo, entonces -dijo la Maga -. Vivíamos muy cerca del río, en una casa grandísima con un patio. Yo tenía siempre trece años, me acuerdo tan bien. Un cielo azul, trece años, la maestra de quinto grado era bizca. Un día me enamoré de un chico rubio que vendía diarios en la plaza. Tenía una manera de decir «dário» que me hacía sentir como un hueco aquí… Usaba pantalones largos pero no tenía más de doce años. Mi papá no trabajaba, se pasaba las tardes tomando mate en el patio. Yo perdí a mi mamá cuando tenía cinco años, me criaron unas tías que después se fueron al campo. A los trece años estábamos solamente mi papá y yo en la casa. Era un conventillo y no una casa. Había un italiano, dos viejas, y un negro y su mujer que se peleaban por la noche pero después tocaban la guitarra y cantaban. El negro tenía unos ojos colorados, como una boca mojada. Yo les tenía un poco de asco, prefería jugar en la calle. Si mi padre me encontraba jugando en la calle me hacía entrar y me pegaba. Un día, mientras me estaba pegando, vi que el negro espiaba por la puerta entreabierta. Al principio no me di bien cuenta, parecía que se estaba rascando la pierna, hacía algo con la mano… Papá estaba demasiado ocupado pegándome con un cinturón. Es raro cómo se puede perder la inocencia de golpe, sin saber siquiera que se ha entrado en otra vida. Esa noche, en la cocina, la negra y el negro. cantaron hasta tarde, yo estaba en mi pieza y había llorado tanto que tenía una sed horrible, pero no quería salir. Mi papá tomaba mate en la puerta. Hacía un calor que usted no puede entender, todos ustedes son de países fríos. Es la humedad, sobre todo, cerca del río, parece que en Buenos Aires es peor, Horacio dice que es mucho peor, yo no sé. Esa noche yo sentía la ropa pegada, todos tomaban y tomaban mate, dos o tres veces salí y fui a beber de una canilla que había en el patio entre los malvones. Me parecía que el agua de esa canilla era más fresca. No había ni una estrella, los malvones olían áspero, son unas plantas groseras, hermosísimas, usted tendría que acariciar una hoja de malvón. Las otras piezas ya habían apagado la luz, papá se había ido al boliche del tuerto Ramos, yo entré el banquito, el mate y la pava vacía que él siempre dejaba en la puerta y que nos iban a robar los vagos del baldío de al lado. Me acuerdo que cuando crucé el patio salió un poco de luna y me paré a mirar, la luna siempre me daba como frío, puse la cara para que desde las estrellas pudieran verme, yo creía en esas cosas, tenía nada más que trece años. Después bebí otro poco de la canilla y me volví a mi pieza que estaba arriba, subiendo una escalera de fierro donde una vez a los nueve años me disloqué un tobillo. Cuando iba a encender la vela de la mesa de luz una mano caliente me agarró por el hombro, sentí que cerraban la puerta, otra mano me tapó la boca, y empecé a oler a catinga, el negro me sobaba por todos lados y me decía cosas en la oreja, me babeaba la cara, me arrancaba la ropa y yo no podía hacer nada, ni gritar siquiera porque sabía que me iba a matar si gritaba y no quería que me mataran, cualquier cosa era mejor que eso, morir era la peor ofensa, la estupidez más completa. ¿Por qué me mirás con esa cara, Horacio? Le estoy contando cómo me violó el negro del conventillo, Gregorovius tiene tantas ganas de saber cómo vivía yo en el Uruguay.
– Contáselo con todos los detalles -dijo Oliveira.
– Oh, una idea general es bastante -dijo Gregorovius. -No hay ideas generales -dijo Oliveira.
16
– Cuando se fue de la pieza era casi de madrugada, y yo ya ni sabía llorar.
– El asqueroso -dijo Babs.
– Oh, la Maga merecía ampliamente ese homenaje -dijo Etienne-. Lo único curioso, como siempre, es el divorcio diabólico de las formas y los contenidos. En todo lo que contaste el mecanismo es casi exactamente el mismo que entre dos enamorados, aparte de la menor resistencia y probablemente la menor agresividad.
– Capítulo ocho, sección cuatro, párrafo A -dijo Oliveira-. Presses Universitaires Françaises.
– Ta gueule -dijo Etienne.
– En resumen -opinó Ronald- ya sería tiempo de escuchar algo así como Hot and Bothered.
– Título apropiado a las circunstancias rememoradas -dijo Oliveira llenando su vaso-. El negro fue un valiente, che.
– No se presta a bromas -digo Gregorovius.
– Usted se lo buscó, amigazo.
– Y usted está borracho, Horacio.
– Por supuesto. Es el gran momento, la hora lúcida. Vos, nena, deberías emplearte en alguna clínica gerontológica. Miralo a Ossip, tus amenos recuerdos le han sacado por lo menos veinte años de encima.
– El se lo buscó dijo resentida la Maga -. Ahora que no salga diciendo que no le gusta. Dame vodka, Horacio. Pero Oliveira no parecía dispuesto a inmiscuirse más entre la Maga y Gregorovius, que murmuraba explicaciones poco escuchadas. Mucho más se oyó la voz de Wong, ofreciéndose a hacer el café. Muy fuerte y caliente, un secreto aprendido en el casino de Menton. El Club aprobó por unanimidad, aplausos. Ronald besó cariñosamente la etiqueta de un disco, lo hizo girar, le acercó la púa ceremoniosamente. Por un instante la máquina Ellington los arrasó con la fabulosa payada de la trompeta y Baby Cox, la entrada sutil y como si nada de Johnny Hodges, el crescendo (pero ya el ritmo empezaba a endurecerse después de treinta años, un tigre viejo aunque todavía elástico) entre riffs tensos y libres a la vez, pequeño difícil milagro: Swing, ergo soy. Apoyándose en la manta esquimal, mirando las velas verdes a través de la copa de vodka (íbamos a ver los peces al Quai de la Mégisserie) era casi sencillo pensar que quizá eso que llamaban la realidad merecía la frase despectiva del Duke, It don’t mean a thing if it ain’t that swing, pero por qué la mano de Gregorovius había dejado de acariciar el pelo de la Maga, ahí estaba el pobre Ossip más lamido que una foca, tristísimo con el desfloramiento archipretérito, daba lástima sentirlo rígido en esa atmósfera donde la música aflojaba las resistencias y tejía como una respiración común, la paz de un solo enorme corazón latiendo para todos, asumiéndolos a todos. Y ahora una voz rota, abriéndose paso desde un disco gastado, proponiendo sin saberlo la vieja invitación renacentista, la vieja tristeza anacreóntica, un carpe diem Chicago 1929.
You so beautiful but you gotta die come day,
You so beautiful but you gotta die some day,
All I want’s a little lovin’ be fore you pass away.
De cuando en cuando ocurría que las palabras de los muertos coincidían con lo que estaban pensando los vivos (si unos estaban vivos y los otros muertos). You so beautiful. Je ne veux pas mourir sans avoir compris pourquoi j’avais vécu. Un blues, René Daumal, Horacio Oliveira, but you gotta die some day, you so beautiful but -Y por eso Gregorovius insistía en conocer el pasado de la Maga, para que se muriera un poco menos de esa muerte hacia atrás que es toda ignorancia de las cosas arrastradas por el tiempo, para fijarla en su propio tiempo, you so beautiful but you gotta, para no amar a un fantasma que se deja acariciar el pelo bajo la luz verde, pobre Ossip, y qué mal estaba acabando la noche, todo tan increíblemente tan, los zapatos de Guy Monod, but you gotta die some day, el negro Ireneo (después, cuando agarrara confianza, la Maga le contaría lo de Ledesma, lo de los tipos la noche de carnaval, la saga montevideana completa). Y de golpe, con una desapasionada perfección, Earl Hines proponía la primera variación de I ain’t got nobody, y hasta Perico, perdido en una lectura remota, alzaba la cabeza y se quedaba escuchando, la Maga había aquietado la cabeza contra el muslo de Gregorovius y miraba el parquet, el pedazo de alfombra turca, una hebra roja que se perdía en el zócalo, un vaso vacío al lado de la pata de una mesa. Quería fumar pero no iba a. pedirle un cigarrillo a Gregorovius, sin saber por qué no se lo iba a pedir y tampoco a Horacio, pero sabía por qué no iba a pedírselo a Horacio, no quería mirarlo en los ojos y que él se riera otra vez vengándose de que ella estuviera pegada a Gregorovius y en toda la noche no se le hubiera acercado. Desvalida, se le ocurrían pensamientos sublimes, citas de poemas que se apropiaba para sentirse en el corazón mismo de la alcachofa, por un lado I ain’t got nobody, and nobody cares for me, que no era cierto ya que por lo menos dos de los presentes estaban malhumorados por causa de ella, y al mismo tiempo un verso de Perse, algo así como Tu est Id, mon amour, et je n’ai lieu qu’en toi, donde la Maga se refugiaba apretándose contra el sonido de lieu, de Tu est là, mon amour, la blanda aceptación de la fatalidad que exigía cerrar los ojos y sentir el cuerpo como una ofrenda, algo que cualquiera podía tomar y manchar y exaltar como Ireneo, y que la música de Hines coincidiera con manchas rojas y azules que bailaban por dentro de sus párpados y se llamaban, no se sabía por qué, Volaná y Valené, a la izquierda Volaná (and nobody cares for me) girando enloquecidamente, arriba Valené, suspendida como una estrella de un azul pierodellafrancesca, et je n’ai lieu qu’en toi, Volaná y Valené, Ronald no podría tocar jamás el piano como Earl Hines, en realidad Horacio y ella deberían tener ese disco y escucharlo de noche en la oscuridad, aprender a amarse con esas frases, esas largas caricias nerviosas, I ain’t got nobody en la espalda, en los hombros, los dedos detrás del cuello, entrando las uñas en el pelo y retirándolas poco a poco, un torbellino final y Valené se fundía con Volaná, tu est là, mon amour and nobody cares for me, Horacio estaba ahí pero nadie se ocupaba de ella, nadie le acariciaba la cabeza, Valené y Volaná habían desaparecido y los párpados le dolían a fuerza de apretarlos, se oía hablar a Ronald y entonces olor a café, ah, olor maravilloso del café, Wong querido, Wong Wong Wong.