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Talita no estaba muy segura de que a Traveler lo alegrara la repatriación de un amigo de la juventud, porque lo primero que hizo Traveler al enterarse de que el tal Horacio volvía violentamente a la Argentina en el motoscafo Andrea C, fue soltarle un puntapié al gato calculista del circo y proclamar que la vida era una pura joda. De todos modos lo fue a esperar al puerto con Talita y con el gato calculista metido en una canasta. Oliveira salió del galpón de la aduana llevando una sola y liviana valija, y al reconocer a Traveler levantó las cejas con aire entre sorprendido y fastidiado.
– Qué decís, che.
– Salú -dijo Traveler, apretándole la mano con una emoción que no había esperado.
– Mirá -dijo Oliveira- vamos a una parrilla del puerto a comernos unos chorizos.
– Te presento a mi mujer -dijo Traveler.
Oliveira dijo: «Mucho gusto» y le alargó la mano casi sin mirarla. En seguida preguntó quién era el gato y por qué lo llevaban en canasta al puerto. Talita, ofendida por la recepción, lo encontró positivamente desagradable y anunció que se volvía al circo con el gato.
– Y bueno -dijo Traveler. Ponelo del lado de la ventanilla en el bondi, ya sabés que no le gusta nada el pasillo. En la parrilla, Oliveira empezó a tomar vino tinto y a comer chorizos y chinchulines. Como no hablaba gran cosa, Traveler le contó del circo y de cómo se había casado con Talita. Le hizo un resumen de la situación política y deportiva del país, deteniéndose especialmente en la grandeza y decadencia de Pascualito Pérez. Oliveira dijo que en París se había cruzado con Fangio y que el chueco parecía dormido. A Traveler le empezó a dar hambre y pidió unas achuras. Le gustó que Oliveira aceptara con una sonrisa el primer cigarrillo criollo y que lo fumara apreciativamente. Se internaron juntos en otro litro de tinto, y Traveler habló de su trabajo, de que no había perdido la esperanza de encontrar algo mejor, es decir con menos trabajo y más guita, todo el tiempo esperando que Oliveira le dijese alguna cosa, no sabía qué, un rumbo cualquiera que los afirmara en ese encuentro después de tanto tiempo.
– Bueno, contá algo -propuso.
– El tiempo -dijo Oliveira- era muy variable, pero de cuando en cuando había días buenos. Otra cosa: Como muy bien dijo César Bruto, si a París vas en octubre, no dejes de ver el Louvre. ¿Qué más? Ah, sí, una vez llegué hasta Viena. Hay unos cafés fenomenales, con gordas que llevan al perro y al marido a comer strudel.
– Está bien, está bien -dijo Traveler-. No tenés ninguna obligación de hablar, si no te da la gana.
– Un día se me cayó un terrón de azúcar debajo de la mesa de un café. En París, no en Viena.
– Para hablar tanto de los cafés no valía la pena que cruzaras el charco.
– A buen entendedor -dijo Oliveira, cortando con muchas precauciones una tira de chinchulines-. Esto sí que no lo tenés en la Ciudad Luz, che. La de argentinos que me lo han dicho. Lloran por el bife, y hasta conocí a una señora que se acordaba con nostalgia del vino criollo. Según ella el vino francés no se presta para tomarlo con soda.
– Qué barbaridad -dijo Traveler.
– Y por supuesto el tomate y la papa son más sabrosos aquí que en ninguna parte.
– Se ve -dijo Traveler- que te codeabas con la crema.
– Una que otra vez. En general no les caían bien mis codos, para aprovechar tu delicada metáfora. Qué humedad, hermano.
– Ah, eso -dijo Traveler. Te vas a tener que reaclimatar.
En esa forma siguieron unos veinticinco minutos.
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Por supuesto Oliveira no iba a contarle a Traveler que en la escala de Montevideo había andado por los barrios bajos, preguntando y mirando, tomándose un par de cañas para hacer entrar en confianza a algún morocho. Y que nada, salvo que había un montón de edificios nuevos y que en el puerto, donde había pasado la última hora antes de que zarpara el Andrea C, el agua estaba llena de pescados muertos flotando panza arriba, y entre los pescados uno que otro preservativo ondulando despacito en el agua grasienta. No quedaba más que volverse al barco, pensando que a lo mejor Lucca, que a lo mejor realmente había sido Lucca o Perugia. Y todo tan al divino cohete.
Antes de desembarcar en la mamá patria, Oliveira había decidido que todo lo pasado no era pasado y que solamente una falacia mental como tantas otras podía permitir el fácil expediente de imaginar un futuro abonado por los juegos ya jugados. Entendió (solo en la proa, al amanecer, en la niebla amarilla de la rada) que nada había cambiado si él decidía plantarse, rechazar las soluciones de facilidad. La madurez, suponiendo que tal cosa existiese, era en último término una hipocresía. Nada estaba maduro, nada podía ser más natural que esa mujer con un gato en una canasta, esperándolo al lado de Manolo Traveler, se pareciera un poco a esa otra mujer que (pero de qué le había servido andar por los barrios bajos de Montevideo, tomarse un taxi hasta el borde del Cerro, consultando viejas direcciones reconstruidas por una memoria indócil). Había que seguir, o recomenzar o terminar: todavía no había puente. Con una valija en la mano, enderezó para el lado de una parrilla del puerto, donde una noche alguien medio curda le había contado anécdotas del payador Betinoti, y de cómo cantaba aquel vals: Mi diagnóstico es sencillo: / Sé que no tengo remedio. La idea de la palabra diagnóstico metida en un vals le había parecido irresistible a Oliveira, pero ahora se repetía los versos con un aire sentencioso, mientras Traveler le contaba del circo, de K.O. Lausse y hasta de Juan Domingo Perón.
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Se dio cuenta de que la vuelta era realmente la ida en más de un sentido. Ya vegetaba con la pobre y abnegada Gekrepten en una pieza de hotel frente a la pensión «Sobrales» donde revistaban los Traveler. Les iba muy bien, Gekrepten estaba encantada, cebaba unos mates impecables, y aunque hacía pésimamente el amor y la pasta asciutta, tenía otras relevantes cualidades domésticas y le dejaba todo el tiempo necesario para pensar en lo de la ida y la vuelta, problema que lo preocupaba en los intervalos de un corretaje de cortes de gabardina. Al principio Traveler le había criticado su manía de encontrarlo todo mal en Buenos Aires, de tratar a la ciudad de puta encorsetada, pero Oliveira les explicó a él y a Talita que en esas críticas había una cantidad tal de amor que solamente dos tarados como ellos podían malentender sus denuestos. Acabaron por darse cuenta de que tenía razón, que Oliveira no podía reconciliarse hipócritamente con Buenos Aires, y que ahora estaba mucho más lejos del país que cuando andaba por Europa. Sólo las cosas simples y un poco viejas lo hacían sonreír: el mate, los discos de De Caro, a veces el puerto por la tarde. Los tres andaban mucho por la ciudad, aprovechando que Gekrepten trabajaba en una tienda, y Traveler espiaba en Oliveira los signos del pacto ciudadano, abonando entre tanto el terreno con enormes cantidades de cerveza. Pero Talita era más intransigente (característica propia de la indiferencia) y exigía adhesiones a corto plazo: la pintura de Clorindo Testa, por ejemplo, o las películas de Torre Nilsson. Se armaban terribles discusiones sobre Bioy Casares, David Viñas, el padre Castellani, Manauta y la política de YPF. Talita acabó por entender que a Oliveira le daba exactamente lo mismo estar en Buenos Aires que en Bucarest, y que en realidad no había vuelto sino que lo habían traído. Por debajo de los temas de discusión circulaba siempre un aire patafísico, la triple coincidencia en una histriónica búsqueda de puntos de mira que excentraran al mirador o a lo mirado. A fuerza de pelear, Talita y Oliveira empezaban a respetarse. Traveler se acordaba del Oliveira de los veinte años y le dolía el corazón, aunque a lo mejor eran los gases de la cerveza.