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– Lo que a vos te ocurre es que no sos un poeta -decía Traveler-. No sentís como nosotros a la ciudad como una enorme panza que oscila lentamente bajo el cielo, una araña enormísima con las patas en San Vicente, en Burzaco, en Sarandí, en el Palomar, y las otras metidas en el agua, pobre bestia, con lo sucio que es este río.

– Horacio es un perfeccionista -lo compadecía Talita que ya había agarrado confianza-. El tábano sobre el noble caballo. Debías aprender de nosotros, que somos unos porteños humildes y sin embargo sabemos quién es Pieyre de Mandiargues.

– Y por las calles -decía Traveler, entornando los ojos- pasan chicas de ojos dulces y caritas donde el arroz con leche y Radio El Mundo han ido dejando como un talco de amable tontería.

– Sin contar las mujeres emancipadas e intelectuales que trabajan en los circos -decía modestamente Talita.

– Y los especialistas en folklore canyengue, como un servidor. Haceme acordar en casa que te lea la confesión de Ivonne Guitry, viejo, es algo grande.

– A propósito, manda decir la señora de Gutusso que si no le devolvés la antología de Gardel te va a rajar una maceta en el cráneo -informó Talita.

– Primero le tengo que leer la confesión a Horacio. Que se espere, vieja de mierda.

– ¿La señora de Gutusso es esa especie de catoblepas que se la pasa hablando con Gekrepten? -preguntó Oliveira.

– Sí, esta semana les toca ser amigas. Ya vas a ver dentro de unos días, nuestro barrio es así.

– Plateado por la luna -dijo Oliveira.

– Es mucho mejor que tu Saint-Germain-des-Prés -lijo Talita.

– Por supuesto -dijo Oliveira, mirándola. Tal vez, entornando un poco los ojos… Y esa manera de pronunciar el francés, esa manera, y si él entrecerraba los ojos. (Farmacéutica, lástima.)

Como les encantaba jugar con las palabras, inventaron en esos días los juegos en el cementerio, abriendo por ejemplo el de Julio Casares en la página 558 y jugando con la hallulla, el hámago, el halieto, el haloque, el hamez, el harambel, el harbullista, el harca y la harija. En el fondo se quedaban un poco tristes pensando en posibilidades malogradas por el carácter argentino y el paso-implacable-del-tiempo. A propósito de farmacéutica Traveler insistía en que se trataba del gentilicio de una nación sumamente merovingia, y entre él y Oliveira le dedicaron a Talita un poema épico en el que las hordas farmacéuticas invadían Cataluña sembrando el terror, la piperina y el eléboro. La nación farmacéutica, de ingentes caballos. Meditación en la estepa farmacéutica. Oh emperatriz de los farmacéuticos, ten piedad de los afofados, los afrontilados, los agalbanados y los aforados que se afufan.

Mientras Traveler se lo trabajaba de a poco al Director para que lo hiciera entrar a Oliveira en el circo, el objeto de esos desvelos tomaba mate en la pieza y se ponía desganadamente al día en materia de literatura nacional. Entregado a esas tareas se descolgaron los grandes calores, y la venta de cortes de gabardina mermó considerablemente. Empezaron las reuniones en el patio de don Crespo, que era amigo de Traveler y le alquilaba piezas a la señora de Gutusso y a otras damas y caballeros. Favorecido por la ternura de Gekrepten, que lo mimaba como a un chico, Oliveira dormía hasta no poder más y en los intervalos lúcidos miraba a veces un librito de Crevel que había aparecido en el fondo de la valija, y tomaba un aire de personaje de novela rusa. De esa fiaca tan metódica no podía resultar nada bueno, y él confiaba vagamente en eso, en que entrecerrando los ojos se vieran algunas cosas mejor dibujadas, de que durmiendo se le aclararan las meninges. Lo del circo andaba muy mal, el Director no quería saber nada de otro empleado. A la nochecita, antes de constituirse en el empleo, los Traveler bajaban a tomar mate con don Crespo, y Oliveira caía también y escuchaban discos viejos en un aparato que andaba por milagro, que es como deben escucharse los discos viejos. A veces Talita se sentaba frente a Oliveira para hacer juegos con el cementerio, o desafiarse a las preguntas-balanza que era otro juego que habían inventado con Traveler y que los divertía mucho. Don Crespo los consideraba locos y la señora de Gutusso estúpidos.

– Nunca hablás de aquello -decía a veces Traveler, sin mirar a Oliveira. Era más fuerte que él; cuando se decidía a interrogarlo tenía que desviar los ojos y tampoco sabía por qué pero no podía nombrar a la. capital de Francia, decía «aquello» como una madre que se pela el coco inventando nombre inofensivos para las partes pudendas de los nenes, cositas de Dios.

– Ningún interés -contestaba Oliveira-. Andá a ver si no me crees.

Era la mejor manera de hacer rabiar a Traveler, nómade fracasado. En vez de insistir, templaba su horrible guitarra de Casa América y empezaba con los tangos. Talita miraba de reojo a Oliveira, un poco resentida. Sin decirlo nunca demasiado claramente, Traveler le había metido en la cabeza que Oliveira era un tipo raro, y aunque eso estaba a la vista la rareza debía ser otra, andar por otra parte. Había noches en que todo el mundo estaba como esperando algo. Se sentían muy bien juntos, pero eran como una cabeza de tormenta. En esas noches, si abrían el cementerio les caían cosas como cisco, cisticerco, ¡cito!, cisma, cístico y cisión. Al final se iban a la cama con un malhumor latente, y soñaban toda la noche con cosas divertidas y agradables, lo que más bien era un contrasentido.

(-59)

41

A Oliveira el sol le daba en la cara a partir de las dos de la tarde. Para colmo con ese calor se le hacía muy difícil enderezar clavos martillándolos en una baldosa (cualquiera sabe lo peligroso que es enderezar un clavo a martillazos, hay un momento en que el clavo está casi derecho, pero cuando se lo martilla una vez más da media vuelta y pellizca violentamente los dedos que lo sujetan; es algo de una perversidad fulminante), martillándolos empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera sabe que) empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera) empecinadamente.

«No queda ni uno derecho», pensaba Oliveira, mirando los clavos desparramados en el suelo. «Y a esta hora la ferretería está cerrada, me van a echar a patadas si golpeo para que me vendan treinta guitas de clavos. Hay que enderezarlos, no hay remedio.»