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De modo que empezó a hacer planes. Su esposa y él no vivían muy lejos el uno del otro. Si cronometraba el tiempo al segundo, podría acercarse en un santiamén al domicilio de la mujer, matarla y regresar a su propia casa… todo en unos quince minutos. Tal vez en menos. Pero sabía que la policía le pediría cuentas, que tendría que justificar hasta el último segundo de la noche en que su esposa fuera asesinada, así que decidió arreglar las cosas y actuar una noche en la que tenía que coger un avión para trasladarse a otra punta del país. A fin de que la coartada fuera más sólida, llamaría pidiendo una limusina que lo llevase al aeropuerto. ¿Quién diantres iba a suponer que alguien asesinara a su esposa apenas media hora antes de que una limusina pasase a recogerlo?

La cuestión del arma era arriesgada. No podía usar una pistola por razones obvias, pues aquél era un vecindario muy concurrido y un disparo de arma de fuego haría salir a la calle a todo el mundo para ver qué pasaba. Tampoco era factible dispararle dentro de la casa, porque los niños estarían acostados en el piso de arriba y lo último que le convenía era que se despertasen, bajasen corriendo por las escaleras y se encontraran a su papá con una pistola humeante en la mano junto al cadáver de su madre. Siempre quedaba el recurso de estrangularla, pero eso le proporcionaba a la mujer la posibilidad de defenderse. De modo que desechó esta última idea también. Necesitaba algo rápido como una pistola pero silencioso como una cuerda, y lo único que se le ocurrió fue utilizar un cuchillo.

De manera que la noche en cuestión se vistió de negro. Con intención de no dejar pruebas se puso guantes y un gorro de punto. Era un hombre corpulento: alto, robusto, musculoso y fuerte. Por el contrario, la mujer era bastante menuda. Si todo salía según lo previsto, la quitaría de en medio en menos de un minuto y por fin se vería libre de ella.

Se dirigió a casa de su esposa, una vivienda unifamiliar separada de la acera por una valla y construida en la parte de atrás del solar, por lo que quedaba bastante alejada de la calle. Llamó a la puerta con la mano. La mujer tenía un perro, pero el animal lo conocía a él y no daría problemas.

Cosa rara, la mujer abrió la puerta sin preguntar antes quién era, como tenía por costumbre. Pero el hombre no le dio mayor importancia. Le pidió que saliera para hablar un minuto sin despertar a los niños.

Le dijo que se iba de la ciudad una hora después. Y que quería hablar con ella de…

¿De qué? ¿De que había decidido seguir adelante y no oponerse al divorcio? ¿Del acuerdo al que ella pretendía llegar? ¿De quedarse con uno de los niños o con los dos?

Daba igual, porque le dijera lo que le dijese lo único que pretendía era que la mujer saliese de la casa. Y cuando lo consiguió se le echó encima con tanta rapidez que ella ni se dio cuenta de lo que le ocurría. El marido le dio la vuelta, le hundió el cuchillo en el cuello y le seccionó la garganta con una fuerza que sólo podía ser producto de la furia que sentía; porque la mujer no se le iba jamás de la cabeza, porque tenía intención de quitarle a sus hijos, porque iba a dejarlo sin blanca, porque sí.

Todo acabó en un instante. El hombre dejó el cadáver ensangrentado en el suelo y dio media vuelta dispuesto a marcharse… justo cuando la puerta de la valla se abrió y entró aquel joven.

Sólo iba a hacer un recado de buena fe; simplemente iba a devolverle unas gafas de sol a su dueña. Se dirigía a casa de vuelta del trabajo y lo último que esperaba era encontrarse al marido con un cuchillo en la mano y el cuerpo ensangrentado de la mujer en el suelo, delante de él.

La primera reacción del joven, que se llevó tal susto que se quedó sin respiración, fue decir: «¿Qué de…?». Pero no le dio tiempo de continuar. El marido saltó sobre él con el cuchillo en la mano y comenzó a darle puñaladas.

No se produjo ruido alguno. Aquello no era una película de Hollywood de esas en las que los hombres luchan por su vida acompañados de variados sonidos de efectos especiales y de la música de fondo. Aquello era real. Y en las peleas de verdad sólo hay silencio, roto de vez en cuando por algunos gruñidos y gemidos que a cierta distancia ya no se oyen.

Durante la pelea el marido perdió el gorro de punto que llevaba puesto. Perdió también uno de los dos guantes. Se manchó de sangre y se hizo un corte en una mano con su propio cuchillo. Pero salió vencedor. El joven murió por el único crimen de haber querido ser útil y devolver las gafas.

Sin embargo, el marido se encontraba ahora con otro problema entre manos. Había desperdiciado un tiempo precioso con el segundo asesinato. No podía entretenerse en buscar el gorro y el guante que había perdido. Además tenía que llegar a su casa, meter la ropa en la lavadora, darse una ducha rápida y salir a toda prisa para subir a la limusina.

Y eso exactamente fue lo que hizo. Pero con las prisas perdió el otro guante.

En cuanto al cuchillo, no era problema. Lo metió en la bolsa de golf que iba a llevarse consigo de viaje. En el aeropuerto la bolsa pasaría por los rayos X con el resto del equipaje antes de que la metieran en la bodega del avión. Pero oculto entre los palos de golf era bastante difícil que se fijasen en el cuchillo, y aunque reparasen en él, como no se trataba de explosivos no le dirían nada.

Cuando llegó a su destino el siguiente paso del plan fue fácil de ejecutar. Se puso un chándal y salió a correr de buena mañana. Se llevó consigo el cuchillo y lo tiró en algún punto del recorrido.

Al cabo de unas horas lo llamarían para notificarle el asesinato de su esposa. Pero él tenía una coartada, y si ésta no se sostenía, el hombre disponía de dinero de sobra para contratar abogados que lo sacasen del lío que pudiera haberle causado el muchacho de las gafas de sol.

Cuando me puse a meditar sobre ese crimen y la posibilidad de que el marido fuese culpable, surgió la idea del relato que viene a continuación. En él un marido empieza a obsesionarse con la infidelidad de su esposa… con resultados inesperados.

La sorpresa de su vida

Cuando Douglas Armstrong celebró la primera consulta con la médium Thistle McCloud, no tenía intención de asesinar a su mujer. En realidad no se le ocurrió lo del asesinato hasta dos semanas después de la cuarta consulta.

En aquella ocasión Douglas observaba atentamente mientras Thistle se preparaba para hacerle una revelación procedente de otra dimensión. La mujer sostenía la alianza de boda de él en la mano izquierda. Cerró los dedos en torno a la misma. Luego pasó la otra mano por encima del puño cerrado y tarareó cinco notas que sonaron sospechosamente parecidas a «I love you truly». Poco a poco los ojos se le pusieron en blanco y las pupilas se escondieron detrás de los párpados sombreados de amarillo. Douglas se quedó allí con aquella visión delante, la de una mujer de treinta años ataviada con canotier, chaleco a rayas, camisa blanca y corbata de lunares, una mujer con aspecto de pertenecer a algún cuarteto vocal que trataba desesperadamente de encontrar a sus compañeros.

La primera vez que vio a Thistle, Douglas sopesó el atuendo de la mujer, atuendo que en las visitas siguientes no varió de manera apreciable; decidió que se trataba del insidioso atavío propio de los charlatanes que desean que sus clientes concentren la atención en su aspecto personal en vez de en las maquinaciones que llevan a cabo para ahondar en el pasado, en el presente, en el futuro y, sobre todo, en las carteras de dichos clientes. Pero más tarde comprendió que el extraño atavío de Thistle no tenía la función de distraer a nadie. En aquella primera ocasión, mientras la mujer sostenía el viejo reloj Rolex de él en la mano y empezaba a hablar en voz baja e intensa del hijo pródigo, de sus incesantes idas y venidas, de sus ancianos padres, que siempre lo recibían con los brazos y el corazón abiertos, de su hermano, que observaba todo aquello con una falsa sonrisa y un silencioso grito de «¿Y yo no significo nada?», Douglas había tenido la impresión de que Thistle era exactamente lo que aparentaba ser: una médium.