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Polly soltó una risita, Emily sonrió y Cleve se quedó mirando a Howard sus buenos diez segundos antes de soltar una carcajada de admiración semejante a un bramido.

– Hombre, me gustaría verte con zapatos de tacón y medias de rejilla -le dijo.

– Todo a su debido tiempo -repuso Howard-. Antes tengo que tomarme el desayuno.

Así que ya ven, Noreen Tucker también habría sido una buena candidata para que la asesinaran. Le gustaba revolver la olla para descubrir qué cosas se habían quedado pegadas al fondo, y cuando ya lo tenía todo bien revuelto le agradaba el modo en que aquellas cosas amargaban el estofado. Pero lo hacía sin ser consciente de ello. Sus intenciones eran bastante simples, fueran cuales fuesen las consecuencias. Si la conversación versaba sobre algún tema que hubiera escogido ella, orquestaba el curso de la misma y así se mantenía a la cabeza de la clase. Estar a la cabeza de la clase significaba tener todas las miradas clavadas en ella. Y tener todas las miradas fijas en ella en Cambridge aliviaba el escozor de no tener a nadie que se fijase en ella en ninguna otra parte.

El problema era Victoria Wilder-Scott, la profesora, una mujer medio chiflada a la que le encantaba llevar faldas de color caqui y camisas de madras, y que habitual e inconscientemente se sentaba en clase durante los debates de tal manera que siempre les enseñaba las bragas a los caballeros presentes. Victoria estaba allí para llenarles la cabeza de algunas minucias de arquitectura británica. No le interesaban lo más mínimo los cotilleos de los cursos de verano, y Noreen y ella se mostraron en educado aunque mortal desacuerdo desde el comienzo, enzarzadas en una batalla por ver quién iba a controlar lo que pasaba por ser el tema central de la clase. Noreen siempre trataba de ponerla en evidencia haciéndole preguntas sagaces y generalmente absurdas sobre la vida personal de los arquitectos cuya obra estudiaban: ¿Le había resultado a Christopher Wren su nombre un impedimento para encontrar un amor duradero en la vida? [1] ¿Implicaban los techos de Adams que éste tenía alguna nota profundamente sensual e ingobernable en su carácter? Pero Victoria Wilder-Scott se limitaba a quedarse mirando fijamente a Noreen como quien espera a que le llegue la traducción, y finalmente decirle:

– Sí. Pues verá…

Y se sacudía de encima las preguntas de Noreen como lo que eran, mosquitos sedientos y molestos.

Había estado preparando a sus alumnos de Historia de la Arquitectura Británica para la excursión a Abinger Manor desde el primer día de clase. Abinger Manor, en lo más profundo del paisaje de Buckinghamshire, era un buen ejemplo de la mayoría de los estilos arquitectónicos conocidos en Gran Bretaña y a la vez el depósito de toda clase de objetos, desde piezas de plata rococó de incalculable valor hasta pinturas de maestros ingleses, flamencos e italianos. Victoria había mostrado a sus alumnos numerosas diapositivas de techos abovedados, fronlones rotos, capiteles dorados, pilastras de mármol, canalones de piedra llenos de ornamentos y cornisas dentadas, y cuando los estudiantes creyeron que tenían ya la cabeza llena de detalles arquitectónicos, continuó con diapositivas de piezas de porcelana y plata, esculturas, tapices y mobiliario en abundancia. Esta casa, les explicó, era la joya de la corona del patrimonio inglés. Aquella majestuosa casa solariega se podía visitar desde hacía muy poco tiempo, y las personas que no tenían la suerte de haberse matriculado en el curso de verano sobre Historia de la Arquitectura Británica en la Universidad de Cambridge debían esperar doce meses como mínimo para verla. Y eso sólo en el supuesto de que la persona con interés en la visita se pasara varios días intentando comunicar por teléfono para hacer la reserva.

– Nada de esas tonterías de hacer reservas por Internet -les aseguró Victoria Wilder-Scott-. En Abinger Manor hacen las cosas a la antigua usanza.

Que, como puede suponerse, era la manera más apropiada de hacerlas.

Podrían ver aquel monumento a los tiempos pasados, por no decir a las propiedades, al cabo de unas horas, después de un viaje relativamente largo a través de la campiña.

Tenían que reunirse aquella mañana después del desayuno en la Queen's Gate, que daba a Garrett Hostel Lañe, al final de la cual les esperaría el minibús. Fue allí, mientras los alumnos recogían las bolsas con el almuerzo y husmeaban en ellas con las habituales quejas sobre la comida de las residencias, donde por fin se les unieron un alicaído Sam Cleary y una Frances con cara de ser muy desgraciada.

Si la ropa ponía de manifiesto el resultado de la discordia que había tenido lugar aquella madrugada, era evidente que Sam había resultado ganador, pues iba tan atildado como siempre; lucía una chaqueta deportiva de buen corte y una pajarita a juego con los tonos verde bosque de los pantalones de tweed. Frances, por el contrario, era la sosería personificada; llevaba una túnica que le iba demasiado grande y unos pantalones a juego también demasiado grandes. Parecía una refugiada de la Revolución Cultural.

Polly estaba ansiosa por remediar cualquier problema que hubiera podido causar entre el profesor y su esposa. Al fin y al cabo, era casi cincuenta años más joven que Sam, y por si eso fuera poco tenía un novio en Chicago, la ciudad donde vivía. Aunque había disfrutado con las atenciones que aquel hombre mayor (verdaderamente mayor, diría ella) le había dispensado en el pub del college varias noches seguidas, ello no significaba que hubiese considerado ni siquiera por un momento la idea de avivar el interés de Sam a fin de que aquello pudiera convertirse en algo más. Cierto que era un hombre sumamente atractivo con todo aquel cabello gris y el color sonrosado de las mejillas, síntoma de buena salud. Pero en modo alguno podía obviarse el hecho de que era ya viejo, y no resistía la comparación con David, el novio de Polly, a pesar del empeño hasta el momento inmutable y bastante obsesivo que tenía éste por dedicarse profesionalmente al estudio de los monos aulladores.

Polly les dio los buenos días a los Cleary con voz alegre y luego los enfocó con la cámara. Le había puesto un enorme teleobjetivo para la excursión, cosa que le venía muy bien para lo que se proponía en aquel momento. Podía tomar la fotografía que deseaba de Sam y de su esposa manteniéndose a cierta distancia de ellos.

– Quedaos ahí, donde termina la hierba -les pidió-. El color entona de maravilla con tu cabello, Frances.

Ésta tenía el pelo gris. No de ese asombroso color blanco con el que son bendecidas algunas mujeres, sino de color gris barco de guerra. Y además tenía mucho, lo cual era una suerte, pero lo apagado del color le proporcionaba a la mujer un aire adusto hasta en sus mejores momentos. Y como aquél no era precisamente uno de sus mejores momentos, tenía aún peor aspecto.

– Es asombroso lo que le puede hacer a una la falta de sueño, ¿verdad? -murmuró Noreen Tucker con toda intención cuando los Cleary se reunieron con el resto de los estudiantes después de posar de buen grado, por lo menos por lo que a Sam respecta, para la fotografía de Polly-. Ralph, no te habrás olvidado los frutos secos y los chicles, ¿verdad, cariño? No es conveniente que padezcas una crisis esta mañana en los sagrados salones de Abinger Manor.

La respuesta de Ralph fue un movimiento del pulgar hacia abajo, en dirección a la cintura. Aquello tenía fácil interpretación: la bolsa de plástico en la que guardaba la mezcla de frutos secos le asomaba por la chaqueta de safari como la cola de un bebé marsupial.

– Si notas que te empiezan los temblores, te tomas un puñado inmediatamente -le recordó Noreen-. No esperes a que nadie te dé permiso, ¿me oyes, Ralph?

– Sí, lo haré, no te preocupes.

Ralph se acercó a las bolsas que contenían el almuerzo, situadas junto a Queen's Gate, y se agachó resoplando para coger dos de la cesta de mimbre.

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[1] Wren significa en zoología 'carrizo'. También significa mujer miembro de la marina británica. (N. de los t.)