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Dios mío, pensó. ¿Qué sería aquello que Bernie había conseguido?

Sabía que era muy importante conservar la calma en aquellos momentos. La más ligera muestra de interés, y Bernie lo tendría en sus manos. Así que dijo:

– Con esta luz no puedo leerlo bien, Bernie. ¿Te importa que me lo lleve a casa para mirarlo mejor?

Pero Bernie no estaba dispuesto a tragar con aquella proposición.

– Es que prefiero no perderlo de vista, Malkie -le dijo-. Es un legado de la familia. Ha permanecido en nuestras manos desde épocas muy remotas, y todos nosotros hemos jurado conservarlo a salvo.

– ¿Cómo fue que…? -Pero Malcom se dio cuenta de que no le convenía preguntarle a Bernie cómo había llegado a manos de la familia una carta escrita por Ricardo III. Bernie sólo le contaría lo que considerase oportuno que Malcolm supiese. Así que le propuso-: Pues entonces vamos a verlo a la luz de la cocina. ¿Te parece bien eso?

A Bernie Perryman esta idea le pareció de perlas. Al fin y al cabo, lo que quería era que su amigo examinase el documento para ver qué era. Así que entraron en la cocina y se sentaron a la mesa. Después Malcolm se puso a examinar minuciosamente aquel grueso papel.

La letra era terrible, no se trataba de la pulcra caligrafía del escribano profesional que atendería normalmente al rey y se ocuparía de escribirle la correspondencia, sino la letra de un hombre con el ánimo destrozado. Malcolm se había pasado casi veinte años devorando cualquier retazo de información que cayese en sus manos sobre Ricardo Plantagenet, duque de Gloucester, más tarde Ricardo III, llamado el Usurpador, llamado la leyenda negra de Inglaterra, llamado el sapo jorobado y prácticamente cualquier otro vilipendio imaginable. Así que sabía que era muy posible que lo que estaba haciendo allí, en aquella granja situada a menos de doscientos metros de Bosworth Field y a unos dos kilómetros de la iglesia de St. James, fuese examinar un documento auténtico. Ricardo había pasado la última noche de su vida por aquellos contornos. Ricardo había participado en una batalla en aquel lugar. Ricardo había muerto allí. ¿Qué tenía entonces de raro que Ricardo hubiese escrito también una carta en algún lugar por allí cerca, en algún edificio donde la carta hubiera permanecido escondida hasta que…?

Malcolm repasó todo lo que sabía de la historia de aquella comarca. Y encontró lo que necesitaba.

– El suelo de la iglesia de St. James -comentó-. Lo levantaron hace doscientos años, ¿no es eso?

Y uno de los innumerables Perryman, cualquier don nadie, habría estado allí, probablemente ayudando en la obra, y había encontrado aquella carta.

Bernie lo observaba con una sonrisa astuta que le retorcía las comisuras de la boca.

– ¿Qué crees que dice ahí, Malkie? -le preguntó-. ¿Te parece que podría valer pasta?

Malcolm sintió ganas de estrangularlo, pero en vez de eso se puso a examinar de nuevo el valiosísimo documento. No era muy largo, sólo unas cuantas líneas que, según comprobó, habrían podido alterar el curso de la historia. Y que, cuando por fin él lo hiciera público a través del ensayo histórico que en aquel mismo momento decidió escribir, redimiría de una vez por todas al rey al que durante quinientos años habían vilipendiado acusándolo de carnicero por algo de lo que nunca había existido la más mínima prueba.

Yo, Ricardo, rey de Inglaterra y Francia y Señor de Irlanda por la gracia de Dios, en este día, 21 de agosto de 1485, y por este documento ordeno a los buenos padres de Jervaulx que pongan bajo la protección del portador del presente documento a Eduardo, conocido hasta la fecha como el lord Bastardo, y a su hermano Ricardo, llamado duque de York. La posesión de este documento bastará para identificar al portador como John de la Pole, conde de Lincoln, amado sobrino del rey. Escrito apresuradamente en Suton Chene. Ricardo R.

Sólo unas frases, pero suficiente para rehabilitar la reputación de un hombre. Cuando el rey murió en el campo de batalla aquel 22 de agosto de 1485 sus dos jóvenes sobrinos se hallaban con vida.

Malcolm miró a Bernie con firmeza.

– Tú sabes lo que es esto, ¿verdad, Bernie? -le preguntó a su viejo amigo.

– ¿Un idiota como yo? ¿Alguien que ni siquiera fue capaz de aprobar los exámenes de acceso a la universidad? ¿Cómo voy a saber yo qué es esa basura? Pero, dime, ¿tú qué crees? ¿Me darán algo si lo vendo?

– No puedes venderlo, Bernie.

Malcolm se precipitó al hablar, lo dijo sin pensar bien lo que decía. Y al hacerlo se descubrió.

Bernie cogió el papel de la mesa y se lo acercó al pecho sin cuidado alguno. Malcolm torció el gesto al verlo. Sólo Dios sabía los estropicios que podía hacer aquel hombre cuando estaba borracho.

– Ten cuidado con eso -le advirtió Malcolm-. Es muy frágil, Bernie.

– Igual que la amistad, ¿verdad?

Y poco después Bernie debió de llevarse a otra parte el documento, pues Malcolm no había vuelto a verlo jamás. Pero el hecho de tener conocimiento de la existencia del mismo lo había ido corroyendo por dentro durante años. Y sólo con la llegada de Betsy había vislumbrado por fin la manera de hacerse con aquel valioso pedazo de papel.

Y pronto sería suyo. En cuanto Betsy tuviera valor para llamarlo por teléfono y darle la terrible noticia de que el legado no era más que un trozo de papel viejo que, a los ojos incultos de ella, sólo valía para forrar el fondo de la jaula del periquito.

Mientras aguardaba esa llamada, Malcolm dio los toques finales a su obra La verdad sobre Ricardo y Bosworth Field, que llevaba diez años escribiendo y a la que sólo le faltaba un único y decisivo documento histórico, hasta entonces nunca visto. Con él probaría la veracidad de su teoría sobre lo acontecido a los dos jóvenes príncipes. Las horas sentado ante la máquina de escribir habían pasado volando como hojas desprendidas por el viento de los árboles del bosque de Ambion, donde en otro tiempo un pantano protegiera el flanco sur del ejército de Ricardo del ataque del ejército mercenario de Enrique Tudor.

La carta demostraba las conjeturas de Malcolm de que Ricardo le habría comunicado a alguien el paradero de los niños. En el caso de que la batalla fuera favorable a Enrique Tudor, los príncipes se encontrarían en peligro de muerte, de modo que la noche antes de la batalla Ricardo se vio en la necesidad de revelarle a alguien su secreto mejor guardado: dónde se encontraban los niños. De ese modo, si la batalla se inclinaba a favor de Tudor, podrían ir a buscar a los niños al monasterio, sacarlos del país y ponerlos a salvo fuera del alcance de quienes quisiesen hacerles daño.

John de la Pole, conde de Lincoln y amado sobrino de Ricardo III, habría sido el mejor candidato para esa misión. Habría recibido instrucciones para, en el caso de que cayese el rey, cabalgar hasta Yorkshire a fin de salvaguardar la vida de los niños, a los que con toda seguridad se declararía legítimos en el momento en que Enrique Tudor se casara con la hermana de éstos, pasando de este modo a constituir la mayor amenaza para el usurpador.

John de la Pole habría tenido conocimiento del grave peligro en que se hallaban los niños. Pero aunque su tío le dijese dónde estaban escondidos los príncipes, nunca le habrían permitido llegar hasta ellos, y mucho menos habría podido conseguir que se los entregasen, si no llevaba una orden expresa del propio rey dirigida a los monjes.

La carta le proporcionaría el acceso que necesitaba. Pero se había visto obligado a huir hacia el sur en vez de hacerlo hacia el norte. Así que no pudo sacar la carta de entre las losas de la iglesia de St. James, donde su tío la había escondido la noche antes de la batalla.