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– Parece un fallo cardíaco -explicó-. Y eso precisamente es lo que hace un alcaloide. Paraliza el corazón en cuestión de minutos. Por cierto, esto son semillas de tejo.

– ¿De tejo? -Preguntó alguien-. Lo que era de tejo…

– Las habrá cogido del ramo de flores -observó Victoria Wilder-Scott-. Se esparció por toda la alfombra cuando el señor Tucker se cayó.

Lynley hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Estaban mezcladas con los frutos secos que tenía en la mano -les explicó-. Y en la bolsa que llevaba en la chaqueta había más entre los frutos. Me temo que a ese hombre lo han asesinado.

De manera que los secretos temores de todos acabaron por confirmarse finalmente. Y mientras unos se preguntaban una vez más por qué alguien habría querido asesinar a Ralph Tucker, los demás miraban a la única persona presente en la cocina que sabía más allá de toda duda el daño potencial que podía causar una pizca de tejo.

Los alemanes, mientras tanto, protestaban acaloradamente. El médico llevaba la voz cantante.

– Nosotros no tenemos nada que ver -aseguraba-. No conocíamos a ese hombre. Insisto en que se nos permita marchar.

– Desde luego -convino Thomas Lynley-. Estoy de acuerdo con usted. Y se irán en cuanto hayamos resuelto el problema de la plata.

– ¿De qué demonios habla usted?

– Parece ser que uno de ustedes ha aprovechado la confusión que se produjo en la galería para coger dos piezas de plata rococó de la mesa colocada junto a la chimenea. Se trata de dos jarritas para leche. Son bastante pequeñas y están extraordinariamente trabajadas; y han desaparecido, en efecto. Ésta no es mi jurisdicción, por supuesto, pero en tanto no llegue aquí la policía para iniciar las pesquisas sobre la extraña muerte del señor Tucker, me gustaría encargarme en persona de este pequeño asunto de la plata.

Naturalmente, se imaginaba con toda claridad lo que diría tía Augusta si no se encargaba en persona de ello.

– ¿Qué piensa usted hacer? -le preguntó Frances Cleary un poco temerosa.

– ¿Tiene intención de retenernos aquí hasta que alguno de nosotros confiese? -Le preguntó en tono de mofa el médico alemán-. No puede registrarnos sin una orden del juez.

– Así es, en efecto -reconoció Thomas Lynley-. A menos que ustedes accedan al registro.

Todo el mundo calló. Y en medio de ese silencio se oyó que alguien movía los pies. Otro carraspeó. Se produjeron conversaciones en voz baja en alemán. Y alguien hizo ruido al pasar las hojas de un cuaderno.

Cleve Houghton fue el primero en hablar. Miró hacia el resto del grupo.

– Demonios, yo no tengo nada que objetar.

– Pero las mujeres… -apuntó Victoria Wilder-Scott con cierta prevención.

Lynley señaló con un movimiento de cabeza hacia su compañera, que se hallaba de pie detrás del grupo, junto a un expositor de calderos de cobre.

– Ésta es lady Helen Clyde -les dijo-. Se encargará de registrar a las mujeres.

Y así lo hicieron. Registraron a los hombres en el office y a las mujeres en otra sala que se encontraba enfrente, al otro lado del pasillo.

Tanto Thomas Lynley como Helen Clyde hicieron el trabajo a conciencia. Lynley iba a lo suyo sin contemplaciones. Helen mostró un poco más de tacto. Cada uno pidió a las personas a las que tenían que registrar que se desnudasen y se volvieran a vestir. Todos tuvieron que vaciar los bolsillos, los bolsos, las mochilas y las bolsas de lona. Lynley llevó a cabo todo aquello manteniendo un silencio absoluto con ánimo de intimidar. Helen charlaba con las mujeres para que se sintieran cómodas.

Sin embargo no encontraron nada. Y eso que habían registrado incluso a Victoria Wilder-Scott y a la guía.

Lynley les pidió a todos que aguardasen en el salón de té. Después se dirigió hacia las escaleras que había al fondo de la cocina.

– ¿Adonde va ahora? -preguntó Polly Simpson apretando la cámara contra el pecho con ambas manos.

– Tendrá que buscar las piezas de plata en el resto de la casa -comentó Emily Guy.

– Pues puede tardar toda la vida en eso -susurró Francés Cleary.

– Bueno, no importa. De todos modos vamos a tener que quedarnos aquí para esperar a la policía.

– Coño, no, ha sido un fallo cardíaco -aseguró Cleve Houghton-. No ha desaparecido ningún objeto de plata. Lo que pasa es que se los habrán llevado para limpiarlos.

Pero por desgracia no era ése el caso, como descubrió Lynley cuando, muy a su pesar, fue a informar a su tía paterna. Augusta se mostró debidamente horrorizada y compasiva cuando le contó que uno de los visitantes había muerto en el interior de la casa. Pero se manifestó como la venganza personificada cuando se enteró de que un «taimado delincuente de tres al cuarto» había tenido la descarada audacia de apoderarse de uno de aquellos tesoros suyos de incalculable valor. Se explayó largo y tendido durante cinco minutos diciendo lo que pensaba hacerle al autor de dicho crimen, y sólo con la promesa que le hizo Lynley a su tía de que la ley, personificada en sí mismo, trabajaría sin descanso a favor de ella, consiguió impedir que la mujer se acercara a hablar con los visitantes. Dejó a Augusta al cuidado de sus tres perros, tres corgis, y volvió sobre sus pasos para ir a reunirse con el grupo de turistas.

Éstos se habían ido ya de la despensa y lo esperaban en el patio, así que Lynley los veía desde las ventanas del ala privada donde vivía su tía. Los estuvo observando y se fijó en que incluso en los momentos de crisis las personas tienden a reunirse en estereotipos culturales. Los alemanes se juntaban con cara lúgubre y en grupos muy pequeños con aquellas personas con las que ya tenían intimidad antes. Los maridos con sus esposas. Los matrimonios con los hijos. Los parientes con los retoños, con los nietos. Los estudiantes con sus compatriotas. No se aventuraban a salir de los límites de esos grupos ya establecidos, y en su mayor parte guardaban silencio y se les notaba un poco rígidos. Los americanos, por el contrario, no sólo se mezclaban unos con otros, sino también con las familias inglesas que visitaban la mansión con ellos. Hablaban entre sí, algunos con aspecto sombrío y otros bastante animados. Y uno de ellos incluso hizo unas cuantas fotografías.

Lynley ya se había fijado en Polly Simpson antes debido al hecho de que en una época había estado enamorado de una joven fotógrafa. No habían pasado tantos años desde entonces, por lo que sin darse cuenta examinó el equipo que utilizaba Polly siguiendo la costumbre que había adquirido durante el tiempo que duró aquella relación con la fotógrafa. Era raro, pensó mientras la observaba, cómo el apego a una persona nos permite aprender cosas por las que nunca habíamos tenido interés. No sólo cosas sobre nosotros mismos, no sólo sobre esa otra persona, sino también sobre aspectos de la vida que de otro modo no nos habrían llamado la atención. Mientras observaba a Polly allí abajo, en el patio, Lynley se imaginó a su anterior novia en las mismas circunstancias, mostrando el mismo entusiasmo por la luz, la textura y la composición, capaz de concentrarse en el trabajo que llevaba a cabo sin hacer caso de lo que acababa de ocurrir.

Eso formaba parte de la capacidad de recuperación de la juventud, decidió algo pomposamente, puesto que él aún no había cumplido los cuarenta, y como se había pasado quince años persiguiendo criminales, se permitió observar con nostalgia durante un momento a Polly Simpson mientras ésta trabajaba con la cámara antes de volver a reunirse con el grupo. E iba cruzando la cocina en dirección a la despensa cuando finalmente Lynley cayó en la cuenta de la importancia de lo que acababa de ver en el patio. Y únicamente lo comprendió porque recordó que más de una vez había hecho de mula de carga para su anterior novia llevándole el material fotográfico mientras la oía decir: «Me va a hacer falta el de veintiocho milímetros para conseguir esta foto». Y Lynley se quedaba plantado cargado de paciencia mientras la muchacha cambiaba los objetivos.