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Además de eso, Lynley se dio cuenta de que durante toda la visita, e incluso antes de la misma, mientras Helen y él daban una vuelta por los jardines mezclados con los demás visitantes de Abinger Manor, había visto algo sin percatarse de que lo veía. Cosa que es fácil que ocurra, pensó, cuando no se toma en consideración la lógica que existe en lo que se tiene delante de los ojos.

Pasó por la despensa caminando a grandes zancadas. Desde allí salió al patio. Tan seguro se sentía de lo que estaba a punto de hacer que dejó marchar a los alemanes y a las dos familias inglesas y esperó en circunspecto silencio a que salieran del patio. Cuando se hubieron ido buscó a Polly Simpson y, sin mayores ceremonias, le quitó la cámara del hombro.

– ¡Eh! Es mía. ¿Qué está usted…? -protestó ella.

Lynley la hizo callar y abrió el primero de los estuches para carretes que iban sujetos a la correa de la cámara. Estaba vacío. Igual que los demás.

– Me he fijado en que ha estado usted haciendo fotografías desde que llegamos. ¿Cuántas diría usted que ha disparado? -le preguntó.

Polly dijo:

– No lo sé. No llevo la cuenta. Hago fotos hasta que se me acaba el carrete.

– Pero no ha traído carretes de recambio, ¿verdad?

– No creí que fuera necesario.

– ¿No? Qué curioso. Empezó usted a hacer fotografías en el mismo momento en que entró en el jardín. Y no ha parado, excepto durante el alboroto de la galería, supongo. ¿O fotografió aquello también?

Emily Guy ahogó un grito. Y Sam Cleary dijo:

– Oiga usted…

Y habría dicho más si su esposa no le hubiera cogido un brazo con fuerza.

– Pero ¿qué es esto? -preguntó Victoria Wildcr-Scott-. Todo el mundo sabe que Polly siempre hace fotos.

– ¿De veras? ¿Con esta lente? -preguntó Lynley.

– Es un macro zoom -dijo Polly. Y como Lynley apretaba la lente con fuerza, exclamó-: ¡Oiga! ¡No haga eso! Me ha costado una fortuna.

– No me diga -comentó Lynley.

Desenroscó la lente y la quitó de la cámara. La puso hábilmente boca abajo contra la palma de la mano. Las dos pequeñas piezas de plata cayeron del interior.

Varias personas sofocaron un grito.

– Se trataba de una cámara falsa -afirmó con solemnidad Cleve Houghton.

Y todas las miradas de los presentes en el patio se volvieron hacia Polly Simpson.

Una taciturna clase de Historia de la Arquitectura Británica fue la que regresó a Cambridge aquella noche. Naturalmente faltaban tres miembros. Lo que quedaba de Ralph Tucker se sometía al bisturí de la autopsia mientras su viuda sobrellevaba lo mejor que podía las circunstancias aceptando la hospitalidad de una solícita Augusta, condesa viuda de Fabringham, que conocía bien la tendencia de los americanos a entablar pleitos a la mínima y estaba ansiosa por evitar un encuentro de cerca con cualquier forma de jurisprudencia americana. Y Polly Simpson se hallaba bajo custodia de la policía acusada en primer lugar del delito de asesinato y del de robo frustrado en segundo.

Sus compañeros de clase no podían quitarse de la cabeza a Polly Simpson. Y, ni que decir tiene, todos ellos tenían un concepto de aquella muchacha muy diferente al de antes.

Sam Cleary, para empezar, se sentía como un perfecto idiota por no haberse dado cuenta de que la fascinación de Polly hacia él se limitaba sólo a sus conocimientos de botánica. La chica no se había perdido ni una palabra ni una anécdota de las que él le había contado, era cierto, pero siempre había procurado dirigir la conversación hacia la especialidad de él hasta obtener lo que necesitaba: un veneno que se pudiera conseguir en Cambridge simplemente dando un paseo por los caminos secundarios de los alrededores del college.

Por su parte Frances Cleary se sentía algo más tranquila. Cierto que Ralph Tucker estaba muerto y que ése había sido un precio demasiado alto, pero le sirvió para enterarse de que su marido no había sido objeto de la atracción fatal de una muchacha joven, como ella se imaginaba, por lo que se sintió mucho más segura en su matrimonio. Tan segura como para dejar que Sam hiciera el viaje de vuelta en el minibús sentado al lado de Emily Guy.

Emily Guy y Victoria Wilder-Scott se sentían decepcionadas y deprimidas por los acontecimientos del día, pero por motivos diferentes. Victoria Wilder-Scott acababa de perder a la primera alumna procedente de América que había mostrado entusiasmo al hacer un curso de verano desde hacía muchos años, y Emily Guy había descubierto que una chica guapa, tan admirada porque no sentía debilidad por los hombres, la tenía en cambio por otras cosas.

¿Y los hombres? Howard Breen y Cleve Houghton consideraban que la detención de Polly era una pena. Cleve, por su parte, lamentaba el hecho de que la detención de la joven pusiese fin a las esperanzas que albergaba de llevársela a la cama a pesar de los veintisiete años de diferencia que existían entre ambos. Howard Breen estaba contento de no volver a verla… pues la desaparición de la muchacha dejaba a Cleve Houghton disponible. Y siempre hay que tener esperanzas cuando se llega al final del día.

Y eso fue lo que los americanos en realidad acabaron aprendiendo en la clase de Historia de la Arquitectura Británica aquel verano en Cambridge: que a Polly Simpson no le había dado resultado la esperanza. Pero eso no quería decir que a ellos no se lo fuera a dar.

LA SORPRESA DE SU VIDA

Introducción a “La sorpresa de su vida”

Este relato está inspirado en un doble homicidio que ocurrió realmente y que me llamó la atención a principios de la década de los noventa. En aquel momento se le dio mucha publicidad, y aunque al acusado se le absolvió al final de todos los cargos, me pasé bastante tiempo considerando las posibilidades de que fuese culpable y pensando en cómo aquel hombre habría llevado a cabo el asesinato si verdaderamente hubiese cometido el crimen.

Y la conclusión a la que llegué es que aunque hubo dos víctimas de aquel crimen, un hombre joven y una mujer poco mayor que él, a mí me daba la impresión de que el objetivo había sido la esposa.

El marido era un hombre separado de su mujer y lleno de obsesiones. Su vida estaba dominada por los recuerdos, pensaba en su esposa de manera obsesiva, sobre todo en la forma en que ella lo había abandonado, humillándolo al hacerlo. El hombre tenía una cierta celebridad, y a su juicio ella no era nada. Y sin embargo había sido la mujer quien lo había dejado plantado y, para empeorar más las cosas, no daba muestras de que con el tiempo la situación pudiera acabar arreglándose. En un principio ella había dicho que necesitaba distanciarse durante una temporada porque la relación entre ellos era muy inestable. El marido se había mostrado de acuerdo. Pero ahora la mujer empezaba a hablar de divorcio, y esta palabra le hacía sentirse como un tonto. No sólo era probable que perdiera a sus hijos (tenían dos, un niño y una niña), sino que además el divorcio iba a costarle un buen montón de dinero, y ella no se merecía ni un céntimo.

Todas estas ideas empezaron a darle vueltas por la cabeza basta el punto de que acabaron convirtiéndose en una tortura. Sólo cuando dormía se veía libre de la esposa y dejaba de pensar en los planes de ésta para quitarle a los hijos, el dinero y, sin duda, liarse con algún joven semental… y todo a expensas suyas. Pero incluso entonces, por la noche, el hombre soñaba frecuentemente con ella. Y los pensamientos de día y los sueños de noche lo estaban volviendo tan loco que pensó que iba a morirse si no hacía algo para remediarlo.

Empezó a creer que la única manera de quitarse a su mujer de la cabeza era matándola. Había observado que a ella le gustaba acercarse a los hombres. Probablemente ya le habría sido infiel docenas de veces. Era una mala esposa y una madre desastrosa, de manera que, si decidía deshacerse de ella, no sólo se la quitaría de la cabeza, sino que al mismo tiempo les haría un favor a sus hijos.