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Él era físico, por supuesto, o al menos lo había sido; sus diversas tareas administrativas lo habían mantenido lejos de la ciencia real durante más de doce años. No tenía idea de la causa de las visiones. Oh, desde luego estaban relacionadas con el experimento del LHC; la coincidencia temporal era demasiada como para ignorarla. Pero, fuera cual fuera la causa, y por desagradable que hubiera sido su visión, no la lamentaba. Había sido una advertencia, la señal de un despertador, un presagio. Y escucharía, no dejaría que las cosas terminaran así. Sería un buen padre; reservaría todo el tiempo posible para su hijo.

Apretó la mano de su esposa.

Entraron en la sala de partos.

La casa era grande y atractiva (y sin duda cara, por la proximidad al lago). Las líneas exteriores sugerían un chalé, pero sin duda era una afectación: las casas en la Ginebra metropolitana estaban tan alejadas de ellos como los edificios de Manhattan de las granjas. Theo llamó al timbre y aguardó a que abrieran, con las manos en los bolsillos.

—Usted debe de ser el caballero del CERN —dijo la mujer. Aunque Ginebra se encontraba en la zona francófona de Suiza, el acento de la mujer era alemán. Como sede de numerosas instituciones internacionales, la ciudad atraía a gentes de todo el mundo.

—Así es —respondiendo Theo, dudando sobre el tratamiento adecuado—, Frau Drescher. —Probablemente tuviera unos cuarenta y cinco y era delgada y hermosa, con un cabello que Theo creía rubio natural—. Me llamo Theo Procopides. Gracias por su tiempo.

Frau Drescher alzó una vez los hombros.

—Normalmente no le dejaría entrar, por supuesto, un extraño que llama por teléfono… Pero han pasado cosas muy raras estos días.

—Así es —dijo Theo—. ¿Está Herr Drescher en casa?

—Aún no. Normalmente trabaja hasta tarde.

Theo sonrió indulgente.

—Me lo imagino. El trabajo policial debe de ser muy exigente.

La mujer frunció el ceño.

—¿Trabajo policial? ¿Qué cree exactamente que hace mi marido?

—Es oficial de policía, ¿no?

—¿Helmut? Vende zapatos; tiene una zapatería en la rue du Rhône.

La gente podía cambiar de trabajo en veinte años, claro, pero ¿de vendedor a detective? Aquello no era una historia de Horatio Alger, pero seguía pareciendo de lo más improbable. Y, además, las relucientes tiendas de la rue du Rhône eran carísimas. Él no podía permitirse más que mirar escaparates en aquella zona. Era probable que quien quisiera pasar de trabajar allí a hacerse policía tuviera que aceptar un drástico recorte en el salario.

—Lo siento. Había supuesto… su marido es el único Helmut Drescher en el listín de Ginebra. ¿Conoce a alguien más con el mismo nombre?

—No, salvo que se refiera a mi hijo.

—¿Su hijo?

—Lo llamamos Moot, pero en realidad es Helmut Jr.

Por supuesto. El mayor trabajaba en la zapatería, y el hijo era policía. Y, por supuesto, el número de los policías no aparecería en la guía telefónica.

—Ah, me equivoqué. Debe de ser él. ¿Podría decirme cómo ponerme en contacto con su hijo?

—Está arriba, en su cuarto.

—¿Aún vive aquí?

—Claro. Sólo tiene siete años.

Theo se maldijo por su estupidez; aún estaba pugnando por comprender los destellos del futuro; quizá el no haber tenido visión lo excusara de comprender el marco temporal, pero seguía sintiéndose como un imbécil.

Si el joven Moot tenía ahora siete años, tendría veintiocho en la fecha de la muerte de Theo, uno más de los que el físico contaba ahora. Y no tenía sentido preguntarle si quería ser policía de mayor: todos los niños de siete años apostaban por ello.

—No quisiera molestar —dijo Theo—, pero, si no le importara, me gustaría hablar con él.

—No sé. Quizá sea mejor que espere a que llegue mi marido.

—Como guste.

Ella parecía esperar la insistencia del hombre, pero la aceptación de Theo desvaneció sus miedos.

—De acuerdo —dijo—. Pase. Pero debo advertirle: Moot ha estado muy reservado desde… desde aquella cosa de ayer, fuera lo que fuese. Y anoche no durmió bien, así que está algo hosco.

Theo asintió.

—Lo comprendo.

Lo condujo al interior. Era una casa brillante y oreada, con una impresionante vista del lago Léman; al parecer, Helmut Sr. vendía un montón de zapatos.

La escalera consistía en huellas de madera, sin tabica. Frau Drescher se acercó al arranque.

—¡Moot! ¡Moot! ¡Aquí hay alguien que quiere verte! —Se volvió hacia Theo—. ¿Quiere sentarse?

Le señalaba una silla baja de madera con cojines blancos; un sofá cercano le hacía compañía. Se sentó. La mujer volvió a acercarse a las escaleras, ahora de espaldas a Theo.

—¡Moot! ¡Baja! ¡Tienes visita!

Se situó donde Theo pudiera verla y alzó los hombros como disculpa materna.

Por fin se oyeron pasos ligeros sobre los escalones de madera. El muchacho bajaba corriendo; se había mostrado reluctante a obedecer a su madre, pero, como todos los niños, tenía la costumbre de bajar y subir corriendo por las escaleras.

—Ah, Moot —dijo la madre—, éste es Herr Proco…

Theo se había girado para ver al chico. En el momento en que Moot lo vio, lanzó un grito y corrió de inmediato hacia arriba, tan rápido que la escalera se sacudió de forma perceptible.

—¿Qué sucede? —preguntó su madre.

Cuando el chico llegó a su cuarto, cerró la puerta de su cuarto de un portazo.

—Lo siento —dijo Frau Drescher, volviéndose hacia Theo—. No sé qué le pasa.

Theo cerró los ojos.

—Creo que yo sí. No se lo dije todo, Frau Drescher. Yo… dentro de veintiún años estaré muerto. Y su hijo, Helmut Drescher, será detective en la Policía de Ginebra. Investigará mi asesinato.

Frau Drescher se quedó blanca como la nieve que cubría el Mont Blanc.

Mein Gott —alcanzó a decir—. Mein Gott.

—Tiene que dejarme hablar con él —insistió Theo—. Me reconoció, lo que significa que su visión tuvo algo que ver conmigo.

—No es más que un niño.

—Ya lo sé… pero tiene información sobre mi asesinato. Tengo que descubrir todo cuanto sepa.

—Un crío no puede entender nada de eso.

—Por favor, Frau Drescher, por favor… estamos hablando de mi vida.

—Pero no dirá nada sobre… sobre su visión. Es evidente que lo ha asustado, y no creo que abra la boca.

—Por favor. Debo saber lo que vio.

La mujer pensó unos instantes y entonces, como si se resistiera a su buen juicio, dijo:

—Venga conmigo.

Comenzó a subir por las escaleras, seguida por Theo unos escalones detrás. En la planta alta había cuatro habitaciones: una lavandería, con la puerta abierta; dos dormitorios, también abiertos; y una cuarta pieza, con un cartel de la película original de Rocky pegado con cinta adhesiva al exterior de la puerta cerrada. Frau Drescher hizo un gesto a Theo para que se alejara un poco. Él obedeció mientras la mujer llamaba la puerta.

—¡Moot! Moot, soy mamá. ¿Puedo pasar?

No hubo respuesta.

Drescher asió el picaporte y lo giró lentamente, abriendo poco a poco la puerta.

—¿Moot?

Llegó una voz sofocada, como si el chico tuviera la cara apretada contra una almohada.

—¿Sigue ahí ese hombre?

—Te prometo que no entrará —una pausa—. ¿Lo conoces de algo?