Y, por supuesto, estaba el hecho de que Lloyd y Michiko ya no estaban juntos. Siendo sincero, a Theo le gustaba mucho Michiko. ¿Y a quién no? Era hermosa, brillante, cálida y divertida. Y, bueno, en edad se acercaba más a él que a Simcoe. ¿Tendría algún papel en su ruptura?
Y, mientras presionaba a Lloyd para que le contara su visión, había hecho lo propio con ella: Theo necesitaba conocer, tratar de experimentar por medio de otros, lo que todos habían tenido la suerte de ver. En su visión, Michiko estaba quizá en Kioto, como ella había dicho, llevando a su hija a ver a su tío. ¿Habría esperado Lloyd a que ella se alejara temporalmente de Ginebra para acercarse y saldar viejas cuentas con Theo?
Se odió por considerar siquiera aquellas posibilidades. Lloyd había sido su mentor, su compañero. Siempre habían hablado de compartir el Premio Nóbel. Pero…
Pero no había habido mención al premio Nóbel en los dos artículos que había encontrado sobre su propia muerte. Por supuesto, eso no indicaba que Lloyd no lo hubiera logrado, mas…
La madre de Theo era diabética, y él había investigado la historia de la enfermedad cuando se la diagnosticaron. Los nombres Banting y Best no dejaban de aparecer, los dos investigadores canadienses que habían descubierto la insulina. En realidad, eran otra pareja que a veces los demás asociaban con Theo y Simcoe: como Crick y Watson, Banting y Best eran de edades dispares. Banting era evidentemente mayor. Pero, mientras que los primeros habían ganado el Nóbel de forma conjunta, Banting no lo había compartido con su verdadero compañero de investigación, el joven Best, sino con J.R.R. Macleod, el superior de Banting. Quizá Lloyd ganaría el Nóbel no por el descubrimiento del Higgs, que no habían logrado materializar, sino por explicar el efecto del desplazamiento temporal. Y quizá no lo compartiera con su joven camarada, sino con su jefe: Béranger, o cualquier otro en la jerarquía del CERN. ¿Qué sucedería entonces con su amistad, con su sociedad? ¿Qué celos y odios fermentarían entre hoy y el 2030?
Locura. Paranoia. Pero…
Pero si era asesinado en las instalaciones del CERN (la sugerencia de Moot Drescher de un tiroteo en un estadio deportivo seguía pareciéndole dudosa), el culpable sería alguien que había logrado acceso al campus. El CERN no era una instalación de máxima seguridad, pero tampoco dejaba que cualquiera entrara por sus puertas.
No, lo más probable era que el asesino tuviera acceso. Alguien a quien Theo se encontraría de frente. Alguien que no sólo lo querría muerto, sino que, evidentemente, liberaría su furia disparándole una y otra vez.
Lloyd y Michiko se encontraban ahora en el sofá del salón; los platos podían esperar.
Maldición, pensó Lloyd. ¿Por qué tenía que pasar todo aquello? Todo marchaba a la perfección, y de repente…
Y de repente todo se desmoronaba.
Lloyd no era joven. Nunca había pretendido esperar tanto para casarse, pero…
Pero el trabajo se había interpuesto, y…
No, no era eso. Debía ser honesto y enfrentarse a ello.
Se consideraba un buen hombre, amable y gentil, mas…
Mas, para ser sinceros, no estaba pulido, no era un buen partido; a Michiko no le había costado mejorar su vestuario porque, por supuesto, prácticamente cualquier cambio hubiera sido para mejor.
Oh, sí, las mujeres (y los hombres, ya puestos) decían que sabía escuchar, pero él sabía que no era porque fuera sabio, sino porque no sabía exactamente qué decir en cada ocasión. Y se sentaba a absorber, a tomar los valles y las cimas de las vidas de los demás, las dificultades y problemas de aquellos cuya existencia tenía más variación, más emoción, más angustia que la suya.
Lloyd Simcoe no tenía éxito con las mujeres; no sabía contar anécdotas; no se le conocía por sus ingeniosas conversaciones de sobremesa. Sólo era un científico, un especialista en plasma de quarks y gluones, un típico pringado que había comenzado por no saber lanzar la pelota de béisbol, que había pasado la adolescencia con la nariz enterrada en libros, cuando los demás afilaban sus capacidades sociales en mil y una situaciones distintas.
Y los años quedaban atrás: los veinte, los treinta y, ahora, casi los cuarenta. Sí, había triunfado en el ámbito laboral y había tenido citas de vez en cuando, pero nada que tuviese aspecto de ser permanente, ninguna relación que pareciera destinada a soportar la prueba del tiempo.
Hasta que conoció a Michiko.
Era como llevar unos cómodos zapatos. El modo en que se reía con sus chistes, y él con los de ella. El modo, a pesar de haber crecido en sociedades enormemente distintas (él en la conservadora y rural Nueva Escocia; ella en el abrumador y metropolitano Tokio), en que compartían las ideas políticas y morales, como si fueran (el término llegó claramente de nuevo a su mente) almas gemelas, destinadas a estar siempre juntas. Sí, ella se había casado y divorciado, y sí, era madre, pero a pesar de todo parecían sincronizados por completo, hechos el uno para el otro.
Pero ahora…
Ahora parecía que también aquello era una ilusión. El mundo podía seguir pugnando por decidir qué realidad reflejaban las visiones (si es que reflejaban alguna), pero Lloyd ya las había aceptado como hechos, verdaderas muestras del mañana, del continuo espaciotemporal inalterable en el que siempre había sabido que vivía.
Pero aún tenía que explicarle a ella lo que sentía, él, Lloyd Simcoe, el hombre cuya voz siempre fallaba, el paño de lágrimas, el ladrillo, aquel hacia el que los demás se volvían cuando dudaban. Tenía que explicarle qué pasaba por su cabeza, por qué la visión de un matrimonio disuelto dentro de veintiún años (¡veintiún años!) lo paralizaba en aquel momento, envenenaba todo lo que creía tener.
Observó a Michiko, bajó la vista, trató de nuevo de encontrar sus ojos y terminó por concentrarse en un punto negro en las paredes oscuras del apartamento.
Nunca había hablado de aquello con nadie, ni siquiera con su hermana Dolly, al menos desde que dejaron de ser niños. Inspiró profundamente antes de comenzar, con los ojos aún fijos en la pared.
—Cuando tenía ocho años, mis padres nos llamaron a mí y a mi hermana al salón. —Tragó saliva—. Era una tarde de sábado. Desde hacía semanas las cosas habían estado muy tensas en casa. “Muy tensas” es un modo adulto de expresarlo. De niño, lo único que yo sabía era que papá y mamá no se hablaban. Sí, se dirigían la palabra cuando era necesario, pero siempre de forma seca. Y a menudo terminaban con frases cortadas. “Si ése es el modo…”, “No voy a…”, “No te atrevas…”. Todo el rato así. Trataban de ser civilizados cuando sabían que podíamos oírlos, pero nos enterábamos de mucho más de lo que pensaban. —Miró un instante a Michiko antes de volver a contemplar la pared—. Pues aquella tarde nos llamaron abajo.” ¡Lloyd, Dolly, venid aquí!”. Era mi padre. Y ya sabes, cuando nos gritaba para que fuéramos, era porque estábamos en un buen lío. No habíamos recogido nuestros juguetes, uno de los vecinos se había quejado de algo, lo que fuera. Salí de mi cuarto y Dolly del suyo, y nos miramos, ya sabes, un mero instante, un momento compartido de aprensión. —Observó a Michiko como había hecho hacía años con su hermana—. Bajamos las escaleras y allí estaban: mamá y papá. Los dos estaban de pie, y nosotros nos quedamos igual. Todo el tiempo estuvimos así, como si esperáramos el maldito autobús. Durante un tiempo estuvieron callados, como si no supieran qué decir. Al final empezó mi madre: “Vuestro padre se marcha”. Ya está. Sin preámbulos, sin tratar de suavizar el golpe: “Vuestro padre se marcha”. Y entonces habló él. “Me iré a algún lugar cercano. Podréis verme los fines de semana”. Y mi madre añadió, como si fuera necesario: “Vuestro padre y yo hemos tenido problemas últimamente”.