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—Ahora volvamos a 1864.

El mapa obedeció, con la luz de Minkowski brillante en la longitud y latitud de Kaunas.

—En 1878 —siguió Lloyd—, Minkowski se mudó a Berlín para acudir a la universidad.

El mapa de 1864 cayó como una hoja del calendario; el de abajo tenía por título 1865. En rápida sucesión, otros mapas fueron cayendo, desde 1866 hasta 1877, cada uno con la luz de Minkowski cerca de Kaunas o en la misma ciudad, pero, al llegar al de 1878, la luz se desplazó cuatrocientos kilómetros hacia el oeste, hacia Berlín.

—Pero no se quedó allí. En 1881 se marchó a Königsberg, en la moderna frontera polaca.

Tres mapas más desaparecieron hasta aparecer el de 1881, con la luz de su objetivo desplazada de nuevo.

—Durante los siguientes diecinueve años, nuestro Hermann pasó de una universidad a otra, regresando a Königsberg en 1894, viajando después a Zurich, aquí en Suiza, en 1896, y por fin a la universidad de Göttingen, en la Alemania Central, en 1902.

Los mapas cambiantes reflejaron sus movimientos.

—Permaneció en Göttingen hasta su muerte, el 12 de enero de 1909.

Más mapas volaron, pero la luz permanecía estática.

—Y, por supuesto, después de 1909 no hubo más Minkowski.

Los mapas titulados “1910”, “1911” y “1912” cayeron, pero ninguno de ellos tenía luz.

—Bien —dijo Lloyd—. ¿Qué sucede si cogemos nuestros mapas y los apilamos en orden cronológico, inclinándolos un poco de modo que podamos verlos de forma oblicua?

Los gráficos informáticos de la pantalla a su espalda ya lo habían hecho.

—Como pueden ver, la luz trazada por los movimientos de Minkowski forman un rastro a través del tiempo. Comienza aquí, abajo, en Lituania, se desplaza por Alemania y Suiza y termina muriendo acá, en Göttingen.

Los mapas estaban situados el uno sobre el otro, formando un cubo; el rastro de la vida de Minkowski era claramente visible, como si un ardillón brillante estuviera ascendiendo por su madriguera.

—Esta clase de representación, que muestra la vida de alguien a través del espaciotiempo, se llama cubo de Minkowski: el buen Hermann fue el primero que los hizo. Por supuesto, se pueden realizar para cualquiera. Aquí está el mío.

El mapa cambió para mostrar todo el mundo.

—Nací en Nueva Escocia, Canadá, en 1964, me mudé a Toronto, después a Harvard para estudiar, trabajé años en el Fermilab, en Illinois, y terminé aquí, en la frontera franco-suiza, en el CERN.

Los mapas se apilaron, formando un cubo con un rastro luminoso.

—Y, por supuesto, es posible trazar la senda de otras personas en el mismo cubo.

Otras cinco luces, cada una de un color distinto, se abrieron paso por el cubo. Algunas empezaban antes que la de Lloyd, y otras terminaban antes de llegar hasta arriba.

—La parte superior del cubo —siguió— representa el día de hoy, 25 de abril de 2009. Y, por supuesto, todos estamos de acuerdo en que hoy es hoy. Es decir: todos recordamos ayer, pero aceptamos que ha pasado; y todos desconocemos el mañana. De forma colectiva estamos mirando esta rebanada superior del cubo.

La cara superior del mismo se iluminó.

—Imaginen el ojo colectivo de la humanidad valorando esta rebanada —el dibujo de un ojo, pestañas incluidas, flotaba fuera del cubo, paralelo a su cara superior—. Pero lo que sucedió durante el salto al futuro fue esto: el ojo se desplazó por el cubo hacia el futuro, y en vez de observar la rebanada de 2009, se encontró mirando la de 2030.

El cubo se extendió hacia arriba, y casi todas las sendas vitales coloreadas siguieron ascendiendo por él. El ojo flotante saltó, hasta que el plano iluminado se encontró muy cerca de la cara superior del bloque alargado.

—Durante dos minutos, nos encontramos observando otro punto de nuestras líneas vitales.

Bernard Shaw se movió en su asiento.

—Entonces, ¿está diciendo que el espaciotiempo es como un montón de fotogramas apilados, y que el “ahora” es el fotograma iluminado en ese momento?

—Esa es una buena analogía —respondió Lloyd—. De hecho, me ayuda a explicar mi siguiente punto: imagine que está viendo Casablanca, que resulta ser mi película favorita. Y que en ese momento, en la pantalla está este momento en particular.

Tras él, Humphrey Bogart decía: “La has tocado para ella, así que puedes tocarla para mí. Si ella pudo soportarla, yo también podré”.

Dooley Wilson rehuía la mirada de Bogart. “No recuerdo la letra”.

Bogart, con los dientes apretados: “¡Tócala!”

Wilson alzó la vista al techo y comenzó a cantar “El tiempo pasará”, mientras sus dedos bailaban sobre el teclado.

—Ahora —dijo Lloyd, sentado frente a la pantalla—, que este fotograma sea el que estamos mirando en este momento —al decir “este”, la imagen se congeló en Dooley Wilson— no significa que esta otra parte sea menos fija o real.

De repente, la imagen cambió. Un avión desaparecía en la bruma. Un pulcro Claude Rains miraba a Bogart. “Tal vez le conviniera desaparecer de Casablanca una temporada”, decía. “Hay tropas de la Francia Libre en Brazzaville. Podría facilitarle un pasaje”.

Bogey sonrió levemente. “¿Un salvoconducto? Me vendría bien un viaje, y gastarme el dinero de la apuesta. Aún me debe diez mil francos”.

Rains enarcó las cejas. “Y esos diez mil francos cubrirán nuestros gastos”.

“¿Nuestros gastos?”, dijo Bogart, sorprendido.

Rains asintió. “Ajá”.

Lloyd observó sus espaldas mientras se alejaban en la noche. “Louis”, decía Bogart de fondo; Lloyd sabía que lo habían grabado en posproducción, “creo que éste es el comienzo de una hermosa amistad”.

—¿Ve? —dijo Lloyd, volviéndose hacia la cámara—. Podría haber estado viendo tocar a Sam “El tiempo pasará” para Rick, pero el final ya está fijado. La primera vez que se ve Casablanca, estás mordiéndote las uñas preguntándote si Ilsa se irá con Victor Laszlo o se quedará con Rick Blaine. Pero la respuesta siempre fue, y siempre será, la misma: los problemas de dos personas minúsculas no son nada en este mundo de locos.

—¿Está diciendo que el futuro es tan inmutable como el pasado? —preguntó Shaw, que parecía más indeciso de lo que en él era habitual.

—Exactamente.

—Pero Dr. Simcoe, con el debido respeto, eso no parece tener sentido. Es decir, ¿qué hay del libre albedrío?

Lloyd cruzó las manos frente al pecho.

—No existe el libre albedrío.

—Claro que sí —dijo Shaw.

Lloyd sonrió.

—Sabía que iba a decir eso. O, para ser exactos, cualquiera que viera nuestros cubos de Minkowski desde fuera sabía que usted iba a decir eso, porque ya está escrito en piedra.

—¿Pero cómo es eso posible? Tomamos millones de decisiones todos los días; cada uno de nosotros damos forma a nuestro futuro.

—Usted tomó millones de decisiones ayer, pero son inmutables; no hay modo de cambiarlas, por mucho que lamente algunas de ellas. Y probablemente tomará millones más mañana. No hay diferencia. Usted cree tener libre albedrío, pero no es así.

—Déjeme ver si le entiendo, Dr. Simcoe. Está usted asegurando que las visiones no son de un posible futuro, sino que son del futuro; del único que existe.

—Exacto. En realidad vivimos en un universo de Minkowski, y el concepto del “ahora” no es más que una ilusión. El futuro, el presente y el pasado son tan reales como inmutables.