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Lloyd levantó las cejas.

—¿Un modo de conseguir pruebas? ¿Cómo?

—Repitiendo el experimento. Viendo si se obtienen los mismos resultados.

—No podemos hacer eso —respondió Lloyd atónito. Estaba pensando en todos aquellos que habían muerto la última vez. Nunca había creído en la filosofía de que “hay cosas que la humanidad no debería conocer”, pero si había una prueba que no debía repetirse nunca, sin duda era aquella.

—Tendrías que anunciar el nuevo intento por anticipado, por supuesto —explicó Michiko—. Avisar a todo el mundo para que no haya aviones volando, coches conduciendo, nadie nadando, nadie en una escalera… Hay que asegurarse de que toda la raza humana está sentada o tumbada cuando suceda.

—Eso no es posible.

—Claro que sí —protestó ella—. CNN. NHK. La BBC. La CBC.

—Hay lugares en el mundo a los que aún no llega la televisión, y ni siquiera la radio, ya puestos. No podemos advertir a todo el mundo.

—No podríamos avisar fácilmente a todo el mundo, pero puede hacerse con un noventa y nueve por ciento de probabilidades de acierto.

Lloyd frunció el ceño.

—Noventa y nueve por ciento, ¿eh? Hay siete mil millones de personas. Si perdemos siquiera un uno por ciento, son setenta millones que se quedarían sin aviso.

—Podemos mejorar eso. Estoy convencida. Podríamos rebajarlo hasta unos pocos cientos de miles, y, afrontémoslo, esos cientos de miles se encontrarían en áreas sin tecnología, ¿no? No habría posibilidad de que estuvieran conduciendo o volando en avioneta.

—Pero se los podrían comer los animales.

Michiko se detuvo en seco.

—¿Podrían? Cuestión interesante. Supongo que los animales no perdieron el conocimiento durante el salto, ¿no?

Lloyd se rascó la cabeza.

—Desde luego, no nos encontramos con el suelo cubierto de pájaros muertos caídos del cielo. Y, según las noticias, nadie encontró jirafas con las patas rotas por una caída. El fenómeno pareció afectar únicamente a la consciencia; en el Tribune leí que los chimpancés y gorilas interrogados mediante signos informaron de alguna clase de efecto. Muchos dijeron que se encontraban en lugares distintos, pero carecían del vocabulario o del marco de referencia psicológico necesario para confirmar o negar que hubieran visto sus propios futuros.

—No importa. Casi ningún animal salvaje se come presas inconscientes; pensarán que están muertos, y la selección natural desterró hace mucho la consunción de carroña de casi todas las formas de vida. No, estoy segura de que podríamos alcanzar a casi todo el mundo, y de que los pocos que no se enteraran no se encontrarían en posiciones demasiado peligrosas.

—Todo muy bien, pero no podemos anunciar por las buenas que vamos a repetir el experimento. Como mínimo, las autoridades francesas y suizas nos lo impedirían.

—No si logramos su permiso. No si conseguimos permiso de todo el mundo.

—¡Venga! Los científicos sentirían curiosidad por saber si el efecto era reproducible, pero ¿qué más le daría a los demás? ¿Por qué iba el mundo a darnos permiso, salvo, por supuesto, que necesitaran reproducir el resultado para encontrarnos culpables a mí o al CERN?

Michiko parpadeó.

—No piensas, Lloyd. Todo el mundo quiere otro destello del futuro. No creo que seamos los únicos cuyas visiones han dejado cabos sueltos. La gente quiere saber más sobre lo que le depara el mañana. Si les dices que puedes conseguir que vean de nuevo el futuro, nadie se opondrá. Por el contrario, removerán el cielo y la tierra para hacerlo posible.

Lloyd guardó silencio, digiriendo aquello.

—¿Eso crees? —dijo al fin—. Pensaba que habría mucha resistencia.

—No, todo el mundo siente curiosidad. ¿Acaso no quieres saber quién era esa mujer? ¿No quieres saber con seguridad quién era el padre de la niña con la que estaba yo? Además, si te equivocas sobre lo de que el futuro es inmutable, puede que veamos un mañana totalmente distinto, uno en el que Theo no muera. O puede que veamos retazos de un tiempo distinto: dentro de cinco años, o cincuenta. Pero el asunto es que nadie en este planeta no querrá otra visión.

—No sé.

—Bueno, pues míralo de este modo: tú te estás torturando con la culpa. Si tratas de reproducir el salto al futuro y fracasas, entonces el LHC no tuvo nada que ver con ello, ¿no? Y eso significará que puedes relajarte.

—Puede que tengas razón —dijo Lloyd—. ¿Pero cómo íbamos a lograr autorización para reproducir el experimento? ¿Quién nos daría el permiso?

Michiko se encogió de hombros.

—La ciudad más cercana es Ginebra —dijo—. ¿Por qué es famosa?

Lloyd frunció el ceño, revisando la letanía de posibles respuestas apropiadas. Al final dio con ello: la Sociedad de Naciones, antecesora de la ONU, fundada allí en 1920.

—¿Sugieres que lo llevemos a las Naciones Unidas?

—Sí. Podrías ir a Nueva York a presentar tu caso.

—La ONU nunca se pone de acuerdo en nada.

—Se pondrán de acuerdo en esto —respondió Michiko—. Es demasiado seductor como para rechazarlo.

Theo había hablado con sus padres y con los vecinos de éstos, pero ninguno parecía tener información importante sobre su futura muerte. Al fin tomó en Cointrin un 7117 de la Olympic Airlines de vuelta al aeropuerto internacional de Ginebra. Franco della Robbia lo había acercado al aeropuerto cuando se marchó, pero ahora Theo decidió coger un taxi (treinta francos suizos) que lo llevara al campus. Como no les habían dado de comer en el avión, decidió ir directamente a la cafetería del centro de control del LHC para tomar algo. Cuando entró, divisó para su sorpresa a Michiko Komura sentada sola, en una mesa al fondo. Se sirvió una botella pequeña de zumo de naranja y salchichas longeole y se dirigió hacia ella, dejando atrás algunos grupos de físicos comiendo y discutiendo posibles teorías que explicaran el salto al futuro; suponía que lo último que querría Michiko sería pensar en el acontecimiento que había causado la muerte de su hija.

—Hola, Michiko.

Ella levantó la mirada.

—Oh, hola, Theo. Bienvenido a casa.

—Gracias. ¿Te importa si me siento?

Michiko señaló una silla frente a ella con la mano.

—¿Qué tal el viaje?

—No descubrí mucho. —Pensó en no decir nada más, pero bueno, ella había preguntado—. Mi hermano Dimitrios dice que las visiones arruinaron su sueño. Quiere ser un gran escritor, pero no parece que vaya a conseguirlo.

—Qué triste.

—¿Qué tal estás tú? ¿Cómo te encuentras?

Michiko abrió un poco los brazos, como si no hubiera fácil respuesta.

—Sobrevivo. Ya pasan minutos enteros sin que piense en lo que le sucedió a Tamiko.

—Lo siento mucho —dijo Theo por enésima vez. Esperó un buen rato antes de volver a hablar—. ¿Qué tal lo demás?

—Bien.

—¿Sólo bien?

Michiko comía un quiche de queso au bleu de Gex, además de tener delante una taza de té a la mitad; bebió un sorbo, ordenando sus ideas.

—No sé. Lloyd… no está convencido de seguir con la boda.

—¿De verdad? Dios mío.

Michiko miró alrededor, valorando la intimidad de la que disfrutaban: la persona más cercana se encontraba a cuatro mesas de distancia, al parecer absorta en la lectura de un tablero de datos. Lanzó un suspiro y se encogió de hombros.

—Quiero a Lloyd… y sé que él me quiere. Pero no puede soportar la posibilidad de que el matrimonio no dure.