Theo alzó las cejas.
—Bueno, proviene de un hogar roto. Al parecer, la ruptura fue bastante desagradable.
Michiko asintió.
—Ya lo sé, intento entenderlo. De verdad. ¿Qué tal fue el matrimonio de tus padres?
A Theo le sorprendió la pregunta, y se le arrugó la frente al considerarla.
—Supongo que bien; parece que todavía son felices. Papá nunca fue cariñoso, pero a mamá no pareció importarle.
—Mi padre murió, pero supongo que era un japonés típico de su generación. Se lo guardaba todo, y el trabajo era su vida. —Hizo una pausa—. Infarto a los cuarenta y siete años cuando yo tenía veintidós.
Theo buscó las palabras adecuadas.
—Estoy seguro de que estaría muy orgulloso de ver en lo que te has convertido.
Michiko pareció pensar sinceramente en ello, en vez de rechazarlo como un simple comentario amable.
—Puede ser. Según su visión tradicional, las mujeres no se hacían ingenieras.
Theo frunció el ceño. En realidad, no sabía mucho sobre la cultura japonesa. Podía haber acudido a algunas conferencias en Japón, pero a pesar de haber viajado por toda Europa, una vez a América y otra a Hong Kong siendo adolescente, nunca había sentido el impulso de visitar el país de Michiko. Pero ella era fascinante: cada gesto, su misma expresión, su modo de hablar, su sonrisa, la forma en que arrugaba la naricita, su risa con sus tonos altos y perfectos… ¿Cómo podía fascinarle ella, y no su cultura? ¿No debería querer saber cómo era su gente, cómo era su país, cada faceta del crisol que la formaba?
¿O debía ser sincero, afrontar la realidad de que su interés era puramente sexual? Sin duda, Michiko era hermosa… pero había tres mil personas trabajando en el CERN, y la mitad eran mujeres; desde luego, Michiko, no era la única belleza.
Pero, a pesar de todo, tenía algo… algo exótico. Y bueno, era evidente que le gustaban los hombres blancos…
No, no era eso. No era eso lo que la hacía fascinante. No cuando se pensaba en ello, cuando se la contemplaba directamente, sin excusas. Lo que era más fascinante de Michiko era que había elegido a Lloyd Simcoe, el compañero de Theo. Los dos eran solteros, los dos disponibles; y Lloyd tenía diez años más que ella; Theo tenía ocho menos que la japonesa.
No era que Theo fuera una especie de adicto al trabajo, y que Lloyd se detuviera a oler las rosas. Theo alquilaba a menudo un bote en el lago Léman para remar, jugaba al croquet y al bádminton en las ligas del CERN, y sacaba tiempo para escuchar jazz en el Au Chat Noir de Ginebra y ver teatro alternativo en L’Usine; incluso había visitado el Gran Casino en alguna ocasión.
Pero aquella mujer bonita, fascinante e inteligente había elegido al tradicional y callado Lloyd.
Y ahora parecía que Lloyd no estaba preparado para comprometerse con ella.
Desde luego, ésa no era razón suficiente para quererla él, pero el corazón no tenía nada que ver con la física; no podía predecir sus reacciones; la quería, y si Lloyd iba a dejarla escapar entre sus dedos…
—De todos modos —respondió por fin Theo al comentario de Michiko sobre la reprobación de su padre por la carrera de ingeniería—, admiraría tu inteligencia.
Michiko se encogió de hombros.
—Mientras se reflejara de forma positiva en él, es posible. Pero nunca hubiera aprobado un matrimonio con un hombre blanco.
El corazón de Theo pareció detenerse, pero no sabía si por Lloyd o por él mismo.
—Oh.
—No confiaba en Occidente. No sé si lo sabes, pero en Japón está de moda llevar ropa con frases en inglés. No importa lo que diga, sino que se vea que se quiere abrazar la cultura americana. En realidad, los lemas son bastante divertidos para los que hablamos inglés: “Este lado arriba”, “Consumir antes de la fecha”, “Para conseguir una cebolla más perfecta”… —Sonrió con su habitual nariz arrugada y encantadora—. “Cebolla”. La primera vez que lo vi no pude dejar de reírme. Pero un día llegué a casa con una camiseta con palabras en inglés; palabras sueltas, ni una sola frase, términos con distintos colores sobre fondo negro: “cachorro”, “ketchup”, “hockey”, “muy”, “propósito”. Papá me castigó por llevarla.
Theo trató de mostrar su empatía, al tiempo que se preguntaba por el castigo recibido. ¿La dejaron sin paga, o los padres japoneses no daban dinero a sus hijos? ¿La enviaron a su cuarto? Prefirió no preguntar.
—Lloyd es un buen hombre —dijo. Las palabras llegaron sin pensar siquiera en ellas; quizá surgieran de algún profundo sentido del juego limpio que le agradó descubrir allí.
Michiko también sopesó aquella contestación; parecía tomar cada comentario y buscar su verdad subyacente.
—Oh, sí —dijo—. Es un buen hombre. Le preocupa esa estúpida visión en la que nuestro matrimonio no dura eternamente, pero con él hay miles de cosas de las que sé que no tendré que preocuparme. Sé que nunca me pegará, de eso estoy segura. Sé que nunca me humillará ni me dejará en evidencia, y tiene muy buena cabeza para los detalles. Una vez le comenté de pasada los nombres de mis sobrinos, hace meses. Una semana después surgieron en la conversación y se los sabía a la perfección, así que estoy segura de que se acordará de nuestro aniversario o de mi cumpleaños. Ya he estado antes con otros hombres, japoneses y extranjeros, pero nunca con uno con el que me sintiera tan segura, tan confiada en que siempre será amable y gentil.
Theo se sentía incómodo. Él también se consideraba un buen hombre, y desde luego nunca le levantaría la mano a una mujer. Pero bueno, tenía el temperamento de su padre; para ser sinceros, en una discusión podría decir cosas con la intención de hacer daño. Y, desde luego, algún día alguien lo odiaría lo bastante como para querer matarlo. ¿Despertaría alguna vez Lloyd, Lloyd el bueno, esa clase de sentimientos en otro ser humano?
Negó lentamente con la cabeza, alejando tales pensamientos.
—Elegiste bien —dijo.
Michiko dejó caer la cabeza, aceptando el cumplido y añadió:
—Lloyd también. —Theo se sintió sorprendido, ya que Michiko no solía pecar de falta de modestia; pero entonces dijo algo que explicó lo que quería decir—. No podía haber elegido a nadie mejor como padrino.
No estoy tan seguro, pensó Theo, sin dar voz a sus palabras.
Por supuesto, no podía ir a por Michiko. Era la prometida de Lloyd.
Y, además…
Además, no eran sus adorables y cautivadores ojos japoneses.
No eran siquiera los celos o la fascinación nacida de haber elegido a Lloyd, y no a él.
En lo más profundo, sabía cuál era el verdadero motivo de su repentino interés por ella. Claro que lo sabía. Sabía que si se embarcaba en una nueva y loca vida, si daba un giro inesperado, si hacía un movimiento totalmente imprevisible, como escaparse con la prometida de su socio y casarse con ella, se estaría burlando del destino, cambiaría su futuro de forma tan radical que nunca terminaría viendo el cañón de una pistola cargada.
Michiko era de una inteligencia devastadora, y muy bonita, pero no podía perseguirla; sería una locura.
A Theo le sorprendió oír una risita escapando de su propia garganta, pero en cierto modo fue divertido. Puede que Lloyd tuviera razón; puede que el universo fuera un bloque sólido, con el tiempo inmutable. Sí, había pensado en hacer algo loco y salvaje, pero entonces, después de sopesarlo con cuidado, de pensar en las opciones y reflexionar sobre sus motivaciones, terminó haciendo exactamente lo que hubiera hecho de no haber pensado nunca en ello.
La película de su vida seguía desgranándose, ya expuesta, fotograma tras fotograma.