—Hong Kong —dijo.
—Sí. ¿Lo conoce?
—En 1996, cuando tenía catorce años, mis padres nos llevaron de vacaciones. Querían que mi hermano y yo lo viéramos antes de que pasara a manos de la China Comunista.
—Sí, aquellos últimos años fueron excepcionales para el turismo —admitió Cheung—. Pero también para dejar el país; yo abandoné Hong Kong y vine a Canadá por esas fechas. Más de doscientos mil nativos se vinieron a este país antes de que los británicos devolvieran la colonia.
—Supongo que yo también hubiera salido —comentó Theo, comprensivo.
—Lo hicimos los que pudimos permitírnoslo. Y, según las visiones que ha tenido la gente, las cosas no mejorarán en China en los próximos veintiún años, de modo que me alegro de haberme marchado. No podía soportar la idea de perder la libertad. Pero usted, mi joven amigo, se enfrenta a una pérdida aún mayor, ¿no? Por mi parte, tenía bastante claro que moriría en los próximos veintiún años, por lo que me alegré al descubrir que el que tuviera una visión significaba que estaría vivo para entonces. En realidad, al sentirme tan ágil comencé a sospechar que me quedarían bastantes más de veintiún años. No obstante, su propio tiempo puede ser muy corto: en mi visión, como le dije en el correo, se mencionaba su nombre. Nunca lo había oído antes, perdóneme que se lo diga, pero era un nombre lo bastante musical, Theodosios Procopides, como para quedarse en mi cabeza.
—Dijo que en su visión alguien le hablaba sobre planes para matarme.
—Ominoso, ¿no es cierto? Pero, como también le dije, poco más sé aparte de eso.
—No lo dudo, señor Cheung. Pero si pudiera localizar a la persona con la que usted hablaba en su visión, es evidente que él sabrá más.
—Pero, como le dije, no sé quién era.
—¿Podría describírmelo?
—Por supuesto. Era blanco. Blanco como un europeo del norte, no bronceado como usted. En mi visión no tenía más de cincuenta años, por lo que hoy en día tendrá su misma edad. Hablábamos inglés, y su acento era americano.
—Hay muchos acentos americanos.
—Sí, sí —respondió Cheung—. Quiero decir que hablaba como alguien de Nueva Inglaterra… como alguien de Boston, quizá.
La visión de Lloyd, al parecer, también lo había situado en Nueva Inglaterra; por supuesto, el hombre con el que Cheung habló no podía ser él, pues en ese momento se estaba acostando con una vieja.
—¿Qué más puede decirme sobre el habla del hombre? ¿Parecía educado?
—Sí, ahora que lo menciona, supongo que sí. Empleó la palabra “aprensivo”. No es un término culto, pero tampoco suelen usarlo los iletrados.
—¿Qué dijo exactamente? ¿Puede recordar la conversación?
—Lo intentaré. Estábamos dentro, en algún sitio. Era Norteamérica, a juzgar por la forma de los enchufes; los de aquí siempre me han recordado a bebés sorprendidos. Bueno, pues el hombre me dijo: “Él ha matado a Theo”.
—¿El hombre con el que hablaba usted fue el que me mató?
—No, no, estaba citando sus palabras. Dijo: “Él”, otro tipo, “ha matado a Theo”.
—¿Está seguro de que dijo “él”?
—Sí.
Bueno, al menos eso era algo; de un plumazo se había quitado de encima a cuatro mil millones de sospechosas.
Cheung prosiguió:
—Dijo “Él ha matado a Theo”, y yo dije, “¿Qué Theo?”. Y el hombre respondió, “Ya sabes, Theodosios Procopides”. Y yo dije, “Oh, vale”. Así fue exactamente mi respuesta: “Oh, vale”. Me temo que mi inglés espontáneo aún no ha alcanzado ese grado de informalidad, pero al parecer lo hará dentro de veintiún años. En cualquier caso, estaba claro que yo lo conocería a usted, o al menos sabría quién era, en el 2030.
—Siga.
—Bien, entonces mi interlocutor me dijo: “Se nos ha adelantado”.
—¿P-perdón?
—Dijo “Se nos ha adelantado”. —Cheung agachó la cabeza—. Sí, ya sé cómo suena, como si mi asociado y yo también tuviéramos planes de atentar contra usted —dijo extendiendo los brazos—. Dr. Procopides, soy un hombre rico, muy, muy rico. No le diré que la gente llega a mi nivel sin ser despiadada, porque los dos sabemos que no es cierto. Me he enfrentado con gran dureza a los rivales a lo largo de los años, y es posible que incluso haya violado alguna ley. Pero no soy sólo un hombre de negocios: también soy cristiano. —Levantó una mano—. Por favor, no se alarme; no le daré un sermón. Ya sé que en algunos círculos occidentales declarar abiertamente la propia fe no es apropiado, como si se hubiera sacado un tema que nunca hay que discutir en compañía educada. Lo menciono sólo para establecer un hecho: puedo ser un hombre duro, pero también temeroso de Dios… y nunca toleraría el asesinato. Dada mi edad, podrá usted comprender que mi moral está formada; no creo que en los últimos años de mi vida rompa un código con el que he vivido desde la niñez. Ya sé lo que está pensando: la evidente interpretación de las palabras “Se nos ha adelantado” es que algún otro lo mató antes de que mis asociados pudieran hacerlo. Pero vuelvo a decirle que no soy un asesino. Además, por lo que sé es usted físico, y pocos negocios tengo en ese campo; mi principal área de inversión, aparte del negocio inmobiliario, en el que todo el mundo debería invertir, es el de la investigación biológica: farmacéutica, ingeniería genética, etc. No soy un científico, ya sabe, sólo un capitalista. Pero creo que estará de acuerdo en que un físico no tiene posibilidades de convertirse en un obstáculo para mis intereses, y, repito, no soy un asesino. A pesar de todo, quedan esas palabras, que le repito de forma literaclass="underline" “Se nos ha adelantado”.
Theo observó al hombre, pensativo.
—Si es así —dijo al fin, midiendo con cuidado las palabras—, ¿por qué me cuenta todo esto?
Cheung asintió, como si esperara la pregunta.
—Por supuesto, nadie discute los planes para cometer un asesinato con la víctima; pero, como le he dicho, Dr. Procopides, soy cristiano; por tanto, creo que no sólo es su vida la que está en juego, sino también mi alma. No tengo interés alguno en verme involucrado, siquiera de pasada, en negocios tan pecaminosos como el homicidio. Y como el futuro puede cambiarse, deseo que así sea. Usted sigue el rastro de aquel que lo matará; si logra impedir su muerte a manos de esa persona, sea quien sea, entonces no se adelantará a mis asociados. Confío en usted con la esperanza no sólo de que esa persona no le disparará, porque fue tiroteado, ¿no?, sino también de que no lo haga nadie relacionado conmigo. No quiero su sangre, ni la de nadie, en mis manos.
Theo exhaló ruidosamente. Ya era bastante duro pensar en que una persona lo querría muerto en el futuro, como para oír ahora que eran varios los grupos que querían acabar con él.
Quizá aquel anciano estuviera loco, aunque no lo parecía. Sin embargo, dentro de veintiún años tendría… ¿cuántos años tenía exactamente?
—Perdone mi impertinencia, pero ¿puedo preguntarle cuándo nació?
—Por supuesto: el 29 de febrero de 1932, por lo que tengo diecinueve años.
Theo abrió los ojos como platos. Estaba realmente loco…
Pero Cheung sonrió.
—Porque nací el veintinueve de febrero, ¿ve?, que sólo llega cada cuatro años. En realidad tengo setenta y siete.
Lo que lo hacía bastante mayor de lo que Theo había supuesto. ¡Por Dios! Tendría noventa y ocho en 2030.
Un pensamiento acudió a su mente: había hablado con mucha gente que había estado soñando en 2030; normalmente no costaba mucho distinguir el sueño de la vigilia, pero si Cheung tenía noventa y ocho años, ¿no podría padecer de Alzheimer en el futuro? ¿Cómo serían los pensamientos de un cerebro así?