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El coche se detuvo frente al destino que Theo había solicitado: la central de la Policía en Ginebra. Era un edificio viejo, de más de un siglo, de hecho, y aunque los motores de combustión interna eran ilegales en cualquier vehículo fabricado después de 2021, la fachada seguía mostrando la suciedad de décadas de humos de escape; en algún momento tendrían que lavarla con arena.

—Abre —dijo Theo. La puerta desapareció en el techo.

—No hay estacionamientos vacíos en un radio de quinientos metros —informó el coche.

—Entonces da vueltas alrededor de la manzana. Te llamaré cuando necesite que me recojas.

El coche lanzó un sonido de asentimiento. Theo se puso la gorra y las gafas y salió. Cruzó la calle, subió la escalinata y entró en el edificio.

Bonjour —dijo un hombre rubio grande sentado tras una mesa—. Je peux vous aider?

Oui —respondió Theo—. Détective Helmut Drescher, s’il vous plaît. —El joven Helmut Drescher sí que era detective; Theo, picado por la curiosidad, lo había consultado hacía unos meses.

—Moot no está —dijo el hombre, aún en francés—. ¿Puede ayudarle algún otro?

Theo sintió que el corazón le daba un vuelco. Al menos Drescher lo entendería, pero tener que explicárselo todo a un completo desconocido…

—No, quería ver al Detective Drescher —dijo—. ¿Sabe si volverá pronto?

—La verdad es que… ande, mire, hoy debe de ser su día de suerte. Ahí está Moot.

Theo se dio la vuelta. Dos hombres de la edad esperada entraban en el edificio, aunque no tenía ni idea de cuál sería Drescher.

—¿Detective Drescher? —preguntó.

—Soy yo —dijo el de la derecha. Helmut se había convertido en un hombre atractivo, con pelo castaño claro, mandíbula cuadrada y fuerte, y brillantes ojos azules.

—Como le dije —intervino el oficial tras su mesa—. Su día de suerte.

Sólo si sobrevivo a él, pensó Theo.

—Detective Drescher —dijo—, tengo que hablar con usted.

Drescher se volvió hacia el hombre con el que había llegado.

—Luego te alcanzo.

El otro asintió y se perdió dentro del edificio.

El detective no mostró señal de reconocer a Theo. Por supuesto, habían pasado veintiún años desde que se vieron, y, aunque se había comentado bastante en los medios el intento de replicar el desplazamiento temporal, Theo había estado demasiado ocupado como para conceder muchas entrevistas en la televisión; se lo había dejado casi todo a Jake Horowitz.

Drescher lo condujo hacia las puertas interiores. Vestía de calle, pero Theo no pudo evitar fijarse en que calzaba zapatos muy buenos. El detective posó la mano sobre un lector digital y las puertas se abrieron hacia dentro, permitiéndoles entrar. Los “planos”, ordenadores del grosor del papel, se apilaban en algunas mesas y se extendían en patrones solapados en otras. Una pared entera mostraba un mapa con el control de tráfico computerizado de Ginebra: cada uno de los vehículos quedaba controlado por un transpositor propio. Theo trató de divisar su propio coche girando alrededor del edificio, pero parecía que no era el único que había tenido la misma idea.

—Siéntese —dijo Drescher, indicando la silla que había frente a su mesa. Tomó un plano de una pila y lo situó entre los dos.

—¿Le importa que registre esta conversación? —dijo. Las palabras, en francés, aparecieron al instante sobre el plano, con un encabezado que rezaba “H. Drescher”.

Theo negó con la cabeza. Drescher señaló el plano, y Theo compendió que quería una respuesta oral.

Non —dijo. El plano lo registró, limitándose a poner una interrogación donde debería ir su nombre.

—¿Usted es…?

—Theodosios Procopides —respondió, esperando a que el nombre hiciera sonar las campanas de Drescher.

Al menos el plano lo captó. De hecho, vio aparecer una pequeña ventana en la lámina, mostrando el nombre correcto de su nombre en el alfabeto griego y algunos datos básicos sobre él. La interrogación del “Non” y la declaración de su nombre cambiaron de inmediato a “T. Procopides”.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Drescher, aún en blanco.

—No sabe quién soy, ¿no?

Drescher negó con la cabeza.

—La… ah… la última vez que nos vimos no llevaba barba.

El detective escrutó su cara.

—Es… ¡Oh! ¡Oh, Dios mío, es usted!

Theo desvió la mirada hacia la mesa. El plano había hecho un buen trabajo con la puntuación del grito del detective. Cuando volvió a alzar la mirada, vio que la faz de Drescher estaba blanca.

Oui —dijo Theo—. C’est moi.

Mon Dieu. Esto me ha obsesionado desde hace años —dijo el otro, sacudiendo la cabeza—. ¿Sabe? He visto numerosas autopsias, muchos cuerpos muertos, pero el suyo… ver algo así cuando no eres más que un niño… —no pudo reprimir un escalofrío.

—Lo lamento —respondió Theo—. ¿Recuerda mi visita, poco después de haber tenido la visión? Fue en casa de sus padres, la de la escalera grande.

Drescher asintió.

—Lo recuerdo. Estaba aterrorizado.

Theo se encogió de hombros.

—También lamento aquello.

—Traté de apartar la visión de mi cabeza. He pasado todos estos años intentando no pensar en ello, pero ya sabe, a veces no hay manera. Aun después de todo lo que he visto, la imagen sigue acosándome.

Theo sonrió comprensivo.

—No es culpa suya —dijo Drescher, haciendo un gesto de disculpa con la mano—. ¿Cuál fue su visión?

A Theo le sorprendió la pregunta; Drescher seguía teniendo problemas para conectar su visión del cuerpo muerto con la realidad del ser humano sentado frente a él.

—Ninguna.

—Oh, sí, claro —respondió Drescher, algo azorado—. Lo siento.

Durante unos instantes se produjo un incómodo silencio entre los dos. Fue el detective quien lo rompió.

—¿Sabe? No fue tan horrible. La visión, quiero decir. Me hizo interesarme en el trabajo policial. No sé si me hubiera matriculado en la academia de no haberla tenido.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando como policía?

—Siete años, los dos últimos como detective.

Theo no sabía si se trataba de una progresión rápida, pero se puso a calcular teniendo en cuenta la edad de Drescher. No podía tener una carrera. Theo pasaba muchísimo tiempo con estudiosos y científicos, y siempre le había asustado decir algo que sonara condescendiente a aquellos que no habían pasado del instituto.

—Está muy bien —ofreció.

Drescher se encogió de hombros, antes de fruncir el ceño.

—No debería estar por aquí. No debería estar en Europa, por el amor de Dios. Lo matarán en Ginebra, porque si no yo no sería el policía que lo investigara. Si yo hubiera tenido la visión de que me iban a matar hoy, puede apostar a que ahora estaría en Zhongua o en Hawai.

Fue el turno de Theo de encogerse de hombros.

—Yo no quería venir, pero no me dejaron elección. Como le dije, trabajo en el CERN. Era parte del equipo que desarrolló el experimento del colisionador de hadrones, hace veintiún años. Me necesitan para duplicarlo pasado mañana. Créame si le digo que, de haber tenido elección, estaría en cualquier otro lugar.

—¿Sigue sin boxear?

—Así es.

—Porque en mi visión…

—Lo sé, lo sé. Dijo que me matarían en un combate de boxeo.

—A mi padre le gustaba ver combates de boxeo en la televisión —dijo Helmut—. Curioso deporte para un vendedor de zapatos, supongo, pero le gustaba. A veces lo veía con él, incluso de niño.