Выбрать главу

—¿De qué murió? —pregunté a la mujer del cervecero.

—De tanto beber —contestó ella.

—¿Dónde está enterrado?

—En las afueras del pueblo, junto a la tumba de su mujer.

—¿Podría acompañarme alguien a su tumba?

—¿Por qué no? ¡Eh, Vanka! Deja de jugar con el gato. Acompaña al señor al cementerio y dile dónde está la tumba del jefe de la posta.

Un chicuelo harapiento, pelirrojo y tuerto, corrió hacia mí y me condujo a las afueras del pueblo.

—¿Conocías al difunto? —le pregunté por el camino.

—¡Claro que lo conocía! Me enseñó a hacer flautas de caña. A veces (que Dios le tenga en su gloria) le seguíamos cuando salía de la taberna, gritando: «¡Abuelo, abuelo, danos nueces!», y él nos las daba. Todo el tiempo se lo pasaba con nosotros.

—Y los viajeros, ¿lo recuerdan?

—Son muy pocos ahora. A veces se deja caer por aquí el juez, pero a ése le preocupan poco los muertos. Este verano sí que pasó una señora, preguntó por el viejo jefe de la posta y acudió a su tumba.

—¿Qué señora? —pregunté, picado por la curiosidad.

—Una señora muy guapa —contestó el chicuelo—. Viajaba en un coche tirado por seis caballos, con tres niños, un ama de cría y un perrito negro. Cuando le dijeron que el viejo jefe de la posta había muerto, se echó a llorar y les dijo a los niños: «No os mováis de aquí mientras voy al cementerio.» Me ofrecí a acompañarla, pero ella dijo: «Conozco el camino.» Y me dio cinco kopeks. Era una señora muy buena...

Llegamos al cementerio, un campo sin tapia alguna, sembrado de cruces de madera, al que no daba sombra ni un solo árbol. Jamás había visto un cementerio tan triste.

—Esta es la tumba del viejo jefe de la posta —me dijo el chicuelo, saltando a un montón de tierra en el que había clavado una cruz negra con un Cristo de cobre.

—¿Y la señora vino aquí? —pregunté.

—Sí — me contestó Vanka—. Yo la estuve mirando desde lejos. Se echó al suelo y estuvo tendida mucho rato. Luego volvió al pueblo, llamó al pope, le dio dinero y se marchó. Y a mí me regaló cinco kopeks. ¡Una señora magnífica!

También yo le di al chiquillo cinco kopeks y no me importaron el viaje ni los siete rublos que me había costado.

LA SEÑORITA CAMPESINA

En una de nuestras alejadas provincias se encontraba la finca de Iván Petróvich Bérestov. En su juventud había servido en la Guardia, se había retirado a principios de 1797 y desde entonces, instalado en su aldea, no había vuelto a salir de ella. Se casó con la hija de un noble pobre, la cual murió de parto cuando él estaba visitando sus campos. Los cuidados de la administración de la finca le consolaron pronto. Construyó una casa según sus propios planos, instaló una fábrica de paños, triplicó las rentas y se consideró el hombre más inteligente de todas la comarca, en lo que no le contradecían los vecinos, que acudían de visita con sus familiares y sus perros. Los días de labor usaba un chaquetón de felpa, y en las fiestas de guardar se ponía una levita del paño que él fabricaba. El mismo llevaba la cuenta de los gastos y no leía otra cosa que la Gaceta del Senado. Era generalmente estimado, aunque se le consideraba orgulloso. Con el único que no hacía buenas migas era con Grigori Ivánovich Múromski, su vecino más próximo. Múromski era un auténtico señor ruso. Después de dilapidar en Moscú la mayor parte de su hacienda, y habiendo enviudado por aquel entonces, se retiró a la última aldea que le quedaba, aunque seguía haciendo de las suyas, pero ya en otro sentido. Había mandado plantar un jardín a la manera inglesa que se llevaba el resto de las rentas. Sus mozos de cuadra vestían como jockeys ingleses. Su hija tenía una señora de compañía inglesa. Cultivaba los campos con arreglo a un método inglés.

Pero el trigo ruso no crece a la manera extranjera.

Y, a pesar de la sensible reducción de los gastos, los ingresos de Grigori Ivánovich no aumentaban. Hasta en la aldea había encontrado la forma de contraer nuevas deudas; con todo, se le tenía por hombre inteligente, ya que era el primer propietario de la provincia a quien se le había ocurrido hipotecar su finca en el Consejo de Tutela, operación que en aquella época parecía complicadísima y audaz. Entre los que le censuraban, Bérestov era quien se expresaba con mayor dureza. Rasgo peculiar de su carácter era el odio a las innovaciones. No podía hablar con indiferencia de la anglomanía de su vecino y a cada paso encontraba pretexto para criticarlo. Si mostraba sus posesiones a algún visitante, respondía con una sonrisa maliciosa a las alabanzas a su buena administración.

—Sí, en mi casa no sucede lo que en la de mi vecino Grigori Ivánovich. Eso de arruinarnos a la inglesa es demasiado para nosotros. Nos conformamos con estar hartos a la rusa.

Estas bromas y otras por el estilo, gracias a la diligencia de los vecinos, llegaban a oídos de Grigori Ivánovich corregidas y aumentadas. El anglómano era tan intolerante para la crítica como nuestros periodistas. Se salía de sus casillas y llamaba a su Zoilo oso y provinciano.

Tales eran las relaciones entre los dos propietarios cuando llegó a la aldea el hijo de Bérestov. Había estudiado en la universidad y tenía el propósito de ingresar en el ejército, pero el padre no se mostraba conforme. El joven se consideraba completamente incapaz para desempeñar un cargo civil. Ni el uno ni el otro cedían, y el joven Alexei comenzó a vivir como un señor, dejándose crecer, por si acaso, el bigote.

Alexei era, en realidad, un excelente muchacho. Habría sido una verdadera lástima que su esbelta figura no fuese nunca ceñida por el uniforme militar y que, en vez de presumir a caballo, tuviera que consumir su juventud inclinado sobre los papelotes de una oficina. Al ver que en las cacerías era siempre el primer jinete, y como saltaba toda clase de obstáculos, los vecinos se mostraban unánimes en afirmar que jamás serviría para covachuchista. Las señoritas se le quedaban mirando y algunas se prendaban de él; pero Alexei se preocupaba muy poco de ellas y las señoritas atribuían a algún amor oculto la indiferencia del galán. En efecto, circulaba de mano en mano la dirección de una de sus cartas: «Para Akulina Petrovna Kúrothkina, en Moscú, frente al monasterio de Alexei, en casa del calderero Sabéliev, con el encarecido ruego de entregarla a A. N. R.»

Aquellos de mis lectores que no hayan vivido nunca en una aldea no pueden imaginarse qué encanto son estas señoritas de provincia. Educadas al aire libre, a la sombra de los manzanos de su huerto, conocen el mundo y la vida por lo que leen en los libros. El aislamiento, la libertad y la lectura desarrollan muy pronto en ellas sentimientos y pasiones de los que no tienen noticia nuestras distraídas beldades. Para esas señoritas, el tintineo de la campanilla de la troika es ya una aventura, un viaje a la ciudad más próxima supone toda una época en la vida, y un visitante deja un recuerdo largo, a veces eterno. Cierto, cualquiera es libre de reírse de algunas de sus extravagancias; sin embargo, las bromas de un observador superficial no pueden borrar sus méritos principales, y ante todo, «las particularidades del carácter, la originalidad ( individualité)”, sin lo que, en opinión de Jean Paul, no existe la grandeza humana. En las capitales, las mujeres reciben quizá mejor instrucción, pero la vida de sociedad nivela rápidamente el carácter y hace las almas tan uniformes como los sombreros. Esto no se dice en son de reproche ni de crítica; pero nota riostra manet, según escribe un antiguo comentarista.