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Fácil es imaginarse la impresión que Alexei debía producir entre nuestras señoritas. Era el primero a quien veían taciturno y desilusionado, el primero que les hablaba de las alegrías perdidas y de su juventud marchita; por añadidura, llevaba un anillo negro con una calavera. Todo esto era extraordinariamente nuevo en aquella provincia. Las señoritas se volvían locas por él. Pero la que más interés le mostraba era la hija de mi anglómano, Lisa (o Betsy, como solía llamarla Grigori Ivánovich). Los padres no se visitaban, ella no había visto a Alexei, mientras que todas las jóvenes vecinas hablaban únicamente de él. Lisa tenía diecisiete años. Unos ojos negros animaban su rostro moreno y muy agradable. Era hija única y, por tanto, mimada. Su genio alegre y sus constantes travesuras eran la admiración del padre y desesperaban a miss Jackson, una tiesa solterona de cuarenta años que se daba blanquete en la cara y se pintaba de negro las cejas, releía Pamelados veces al año, percibía por todo ello dos mil rublos y se moría de tedio en aquella bárbara Rusia.

La doncella de Lisa se llamaba Nastia; era algo mayor que su señorita, pero tan casquivana como ella. Lisa la quería mucho, le hacía artícipe de sus secretos y discurría con ella sus travesuras. En una palabra, Nastia era en la aldea de Prilúchino un personaje mucho más importante que cualquier confidente de la tragedia francesa.

—Quiero pedirle permiso para ir hoy de visita — dijo Nastia en una ocasión, mientras ayudaba a vestir a la señorita.

—No faltaba más. ¿Adonde vas a ir?

—A Tuguílovo, a casa de los Bérestov. Es el santo de la mujer del cocinero y ayer vino a invitarnos a comer.

—¡Hola! —exclamó Lisa—. Los señores están reñidos y los criados se reúnen de convite.

—¡Qué nos importan a nosotros los señores! —replicó Nastia—. Además, yo le sirvo a usted, y no a su papá. Usted no ha reñido todavía con el joven Bérestov. Los viejos, que se peleen, si eso les divierte.

—Procura, Nastia, ver a Alexei Bérestov. Luego me contarás cómo es.

Nastia se lo prometió y Lisa pasó el día entero devorada por la impaciencia. La doncella volvió al anochecer.

—¡Oh, Lisaveta Grigórievna! — exclamó al entrar—. He visto al joven Bérestov; he podido mirarle a mi gusto, todo el día hemos estado juntos.

—¿Cómo? Cuenta, cuenta las cosas por orden.

—Pues verá, salimos Anisia Egórovna, Nenila, Dunka...

—Bien, eso ya lo sé. ¿Y luego?

—Déjeme que lo cuente todo a mi manera. Llegamos justo a la hora de la comida. La habitación estaba llena de gente. Los de Kolbin, los de Zajáriev, la mujer del administrador con sus hijas, los de Jlupin...

—¡Bueno! ¿Y Bérestov?

—Espere. Nos sentamos a la mesa, la mujer del administrador en la presidencia y yo junto a ella... las hijas se pusieron de morros, pero a mí me importa un bledo...

—¡Ay, Nastia, qué aburrida eres con tus eternos detalles!

—¡Y usted qué impaciente! Pues bien, nos levantamos de la mesa... Habíamos estado unas tres horas, y la comida había sido muy buena: gelatina de carne blanca, de pescado... En fin, de la mesa salimos al jardín para jugar al escondite. Entonces apareció el joven señor.

—¿Cómo es? ¿Es verdad que es tan guapo como dicen?

—Es guapísimo. De buen tipo, alto, de cara colorada...

—¿De veras? Y yo que pensaba que era pálido... ¿Cómo lo has encontrado? ¿Triste, pensativo?

—¿Qué dice usted? En mi vida he visto a un hombre tan revoltoso. Se le ocurrió jugar con nosotras al escondite.

—¿Al escondite con vosotras? ¡Es imposible!

—Así como se lo digo. ¡Y lo que se le ocurrió además! ¡A la que pillaba, le daba un beso!

—Dirás lo que quieras, Nastia, pero eso no es verdad.

—Como usted quiera, pero no miento. ¡Pues no me costó poco trabajo deshacerme de él! Todo el día lo ha pasado así con nosotras.

—¿Cómo dicen, pues, que está enamorado y no mira a ninguna?

—No lo sé, pero a mí me miró más de la cuenta, y a Tania, la hija del administrador, lo mismo; y a Pasha, la de Kolbin, y qué quiere usted que le diga, el muy pícaro no ha ofendido a nadie.

—¡Esto es asombroso! ¿Y qué cuenta de él la gente de la casa?

—Que es un señor excelente, bueno, alegre... El único defecto que le encuentran es que no deja en paz a las muchachas. Pero a mi modo de ver, eso no es un maclass="underline" con el tiempo sentará la cabeza.

—¡Cómo me gustaría verlo! — dijo Lisa suspirando.

—¿Qué tiene eso de particular? Tuguílovo está cerca, sólo a tres verstas: dé un paseo en esa dirección, o vaya a caballo; es seguro que lo encontrará. Todos los días, por la mañana temprano acostumbra a salir de caza con la escopeta.

—No, no está bien. Podría pensar que le busco. Además, nuestros padres están reñidos y de ninguna manera podría yo entablar conversación con éclass="underline" ., ¡Ah, Nastia! ¿Sabes una cosa? ¡Me disfrazaré de campesina!

—En efecto, vístase con una blusa ordinaria y un sarafán, y váyase sin miedo a Tuguílovo. Le aseguro que Bérestov no la dejará pasar sin decirle algo.

—Además, sé hablar muy bien como la gente de estos lugares. ¡Oh!, ¡Nastia, Nastia! ¡Qué excelente idea!

Y Lisa se acostó con el firme propósito de llevar adelante tan divertido proyecto. Al día siguiente empezó los preparativos. Mandó comprar en el mercado un lienzo grueso, un mahón azul oscuro y unos botones de cobre; cortó con ayuda de Nastia una blusa y un sarafán, puso a coser a todas las muchachas de la servidumbre y a la caída de la tarde ya tenía terminadas las prendas. Lisa se las probó y hubo de confesarse ante el espejo que nunca se había visto tan bonita. Ensayaba su papel, iba y venía haciendo profundas reverencias, movió varias veces la cabeza como los gatos de arcilla y hablando a la manera campesina, se reía tapándose la cara con el brazo, con lo que mereció la completa aprobación de Nastia.

Había una dificultad: trató de andar descalza por el patio, pero el césped pinchaba sus delicados pies, y la tierra y las piedrecillas le producían un dolor insoportable. También aquí Nastia la sacó de apuros: tomó la medida del pie de Lisa, corrió al campo en busca del pastor Trofim y le pidió que hiciera un par de laptis.