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Al día siguiente, entre dos luces, Lisa estaba ya despierta. En la casa dormían todos. Nastia esperaba al otro lado del portón. Se oyó el cuerno del pastor y la dula empezó a desfilar ante la casa señorial. Trofim, al pasar, entregó a Nastia unos pequeños laptisde vivos colores, recibiendo a cambio cincuenta kopeks de recompensa. Lisa se vistió de campesina, procurando no llamar la atención, dio a media voz a Nastia instrucciones en relación con miss Jackson, salió por la puerta trasera al patío, cruzó el huerto y echó a correr hacia el campo.

La aurora resplandecía en el oriente y las doradas filas de nubes parecían esperar al sol de la misma manera que los palaciegos esperan al soberano; el claro cielo, el relente matutino, el rocío, la brisa y el canto de las avecillas inundaban de infantil alegría el corazón de Lisa; temerosa de encontrarse con algún conocido, más que caminar volaba. Al acercarse al soto que marcaba el límite de las posesiones de su padre, frenó el paso. Era allí donde debía esperar a Alexei. Su corazón latía violentamente, sin que ella misma supiera por qué, pero el temor que acompaña a nuestras jóvenes travesuras constituye su principal encanto. Lisa entró en la oscuridad de la arboleda. El rumor del bosque, sordo y sonoro, la acogió con su saludo. Su alegría se fue serenando. Poco a poco se entregó a dulces ensueños.

Pensaba... ¿pero acaso es posible definir con exactitud lo que piensa una señorita de diecisiete años sola en el bosque a las seis de la mañana de un día primaveral? Caminaba, pues, pensativa, por un camino bordeado de copudos árboles cuando, de pronto, un hermoso perro de muestra empezó a ladrarle. Lisa gritó, asustada. En aquel mismo momento se oyó una voz: Tout beau, Sbogar, ici..., y un joven cazador salió de detrás de los arbustos.

—No temas, querida — le dijo a Lisa—. No muerde.

Lisa, ya repuesta del susto, supo aprovecharse inmediatamente de las circunstancias.

—¡Ay, no, señor! — dijo, fingiéndose entre asustada y tímida—. Tengo miedo. Fíjese qué fiero es. Se me va a echar encima otra vez.

Alexei (el lector lo habrá reconocido) contemplaba mientras tanto fijamente a la joven campesina.

—Si tienes miedo, te acompañaré —le dijo—. ¿Me permites que vaya a tu lado?

—¿Quién te lo impide? —replicó Lisa—. El camino es de la gente y cada uno va por donde quiere.

—¿De dónde eres?

—De Prilúchino. Soy hija del herrero Vasili. He venido a buscar setas. (Lisa llevaba una cesta atada con un cordel.) ¿Y tú, señor? ¿Eres de Tuguílovo?

—Sí —contestó Alexei—. Soy el ayuda de cámara del joven señor.

Alexei quería nivelar las relaciones sociales, pero Lisa lo miró y se echó a reír.

—Mientes — dijo—. No soy tan tonta. Veo que tú eres el propio señor.

—¿Por qué piensas así?

—Por todo.

—Dime, dime.

—¿Cómo no distinguir a un señor de un criado? Vas vestido de otro modo, hablas de distinta manera y no llamas al perro como nosotros.

Lisa agradaba más y más a Alexei. Acostumbrado a no andarse con miramientos con la aldeanas bonitas, quiso abrazarla. Pero ella se apartó con expresión tan severa y fría, que, aunque divirtió a Alexei, le contuvo de nuevos intentos.

—Si quiere que en adelante seamos buenos amigos — dijo con gravedad—, procure no propasarse.

—¿Quién te ha enseñado a ser tan lista? —preguntó él, lanzando una risotada—. ¿Ha sido mi conocida Nástenka, la doncella de vuestra señorita? ¡Hay que ver por qué caminos se divulga la ilustración!

Lisa comprendió que se había salido de su papel y rectificó al momento.

—¿Y tú qué te crees? —replicó—. ¿Que nunca voy a la casa de los señores? Pues he visto y oído mucho. Pero —continuó — así charlando contigo no recogeré muchas setas. Vete por un lado y yo me iré por otro. Te pido disculpas...

Lisa quería alejarse de allí. Pero Alexei la retuvo de la mano.

—¿Cómo te llamas, preciosa?

—Akulina —contestó Lisa, tratando de soltar sus dedos de entre la mano de Alexei. Déjame, señor. Ya es hora de que vuelva a casa.

—Bueno, amiga Akulina, iré sin falta a hacer una visita a tu padre, el herrero Vasili.

—¿Qué dices? —protestó vivamente Lisa—. Por Cristo te lo pido, no vayas. Si se enteran en casa de que he estado charlando a solas con el señor, en el bosque, no lo pasaré bien. Mi padre, el herrero Vasili, me matará a palos.

—Pero yo quiero volver a verte.

—Volveré aquí en otra ocasión a buscar setas.

—¿Cuándo?

—Mañana mismo.

—Hermosa Akulina, te daría un beso, pero no me atrevo. Quedamos en mañana a esta hora, ¿no es eso?

—Sí, sí.

—¿No me engañarás?

—De ninguna manera.

—Júralo.

—Lo juro por lo más sagrado. Vendré.

Los jóvenes se separaron. Lisa salió del bosque, atravesó el campo, entró disimuladamente en el huerto y corrió a la granja, donde Nastia la esperaba. Allí se cambió de ropa, contestando distraída a las preguntas de su confidente, devorada por la impaciencia, y se presentó en la sala. La mesa estaba puesta, el desayuno servido, y miss Jackson, ya enjalbegada y encorse-tada, cortaba finas rebanadas de pan. El padre se mostró muy satisfecho del paseo matinal de Lisa.

—No hay nada más sano —dijo— que despertarse con la primera luz del alba.

Y a continuación citó varios ejemplos de longevidad humana, recogidos en revistas inglesas, haciendo la observación de que cuantos vivieron más de cien años no habían probado el vodka y lo mismo en invierno que en verano se levantaban al amanecer. Lisa no le escuchaba. Mentalmente, repasaba todas las circunstancias de la entrevista matutina, toda la conversación de Akulina con el joven cazador, y la conciencia empezaba a remorderle. En vano se objetaba a sí misma que la entrevista no había rebasado los límites del decoro, que aquella travesura no podría tener consecuencia alguna: la voz de la conciencia era más fuerte que la de la razón. Lo que más le inquietaba era la promesa de volver al día siguiente: estaba casi decidida a no cumplir su solemne juramento. Pero Alexei, al ver que no acudía, podía ir a buscar en la aldea a la hija del herrero Vasili, la verdadera Akulina, una moza gruesa y picada de viruelas, y descubrir así su imprudente travesura. Esta idea horrorizó a Lisa y decidió presentarse de nuevo a la mañana siguiente en el bosque como si fuera Akulina.

Por su parte, Alexei estaba entusiasmado. El día entero lo pasó pensando en su nueva conocida; de noche, la imagen de la hermosa morena le persiguió en sus sueños. Apenas había despuntado la aurora cuando ya estaba vestido. Sin molestarse en cargar la escopeta, salió al campo con su fiel Sbogar y acudió con paso ligero al lugar de la cita. Transcurrió cerca de media hora en una espera que se le hizo insoportable; por fin vio aparecer entre los matorrales el sarafán azul y se lanzó al encuentro de la dulce Akulina. Ella sonrió al ver su entusiasmo, pero Alexei advirtió al instante en su rostro huellas de abatimiento e inquietud. Quiso saber la causa. Lisa le confesó que su conducta le parecía ligera, que estaba arrepentida, pero que esta vez no había querido faltar a su palabra, aunque aquella entrevista era la última; le rogaba, pues, poner punto a una amistad que no podía conducirles a nada bueno. Todo esto, fue dicho a la manera de los campesinos; pero las ideas y sentimientos, tan poco comunes en una muchacha del pueblo, sorprendieron a Alexei. Echó mano a toda su elocuencia para que Akulina desistiera de sus propósitos; le encareció la inocencia de sus deseos, le prometió que nunca daría motivos para arrepentirse, que le obedecería en todo, le rogó que no le privara de su única alegría: la de verla a solas, siquiera fuese un día sí y otro no, dos veces por semana. Alexei hablaba con el lenguaje de la verdadera pasión y en aquellos momentos creíase auténticamente enamorado. Lisa le escuchaba en silencio.