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—Dame tu palabra —dijo por fin— de que nunca me buscarás en la aldea ni preguntarás por mí. Dame tu palabra de no buscar entrevistas conmigo y de conformarte con las que yo misma señale.

Alexei quiso jurar por lo más sagrado, pero ella le contuvo con una sonrisa.

—No necesito juramento — dijo—. Me basta con tu promesa.

Después de esto pasearon por el bosque conversando amigablemente hasta que Lisa dijo: ya es hora. Se separaron y Alexei se quedó solo sin poder comprender como una simple muchacha aldeana ejerciese ya un auténtico poder sobre él con sólo dos entrevistas. Para él, las relaciones con Akulina tenían el encanto de la novedad, y aunque las prescripciones de la extraña campesina le parecían penosas, ni siquiera se le ocurrió la idea de faltar a su palabra. En efecto, Alexei, a pesar del fatal anillo, de su secreta correspondencia y de la sombría decepción que aparentaba, era muchacho bueno y fogoso, de un corazón puro, capaz de sentir el placer de la inocencia.

Si me dejase llevar por mis deseos, describiría con todo lujo de detalles las citas de los jóvenes, la creciente inclinación y confianza entre ellos, sus ocupaciones, sus charlas; pero sé que la mayoría de mis lectores no disfrutarían con ello. Tales pormenores resultan, en general, empalagosos; los paso pues por alto, limitándome a decir que no habían transcurrido dos meses cuando mi Alexei estaba ya locamente enamorado y Lisa no se mostraba indiferente, aunque no era tan expansiva. Saboreaban el presente y pensaban poco en el porvenir.

La idea de unos lazos indisolubles cruzaba a menudo por sus mentes, pero nunca hablaban de ello. La causa era clara: Alexei, por encariñado que estuviese con su dulce Akulina, no olvidaba la distancia que existía entre él y la humilde aldeana; por su parte, Lisa veía el odio que separaba a los padres, y no se atrevía a confiar en una conciliación. Además, su amor propio se veía espoleado en secreto por la vaga y romántica esperanza de contemplar al propietario de Tuguílovo a los pies de la hija del herrero de Prilúchino. Así las cosas, un señalado acontecimiento estuvo a punto de estropearlo todo.

Una mañana clara y fría (una de esas mañanas en que tanto abunda nuestro otoño ruso) Iván Petróvich Bérestov salió a dar un paseo a caballo, llevando consigo, por si acaso, tres pares de galgos, al palafrenero y a varios chiquillos de la servidumbre con matracas. A la misma hora, Grigori Ivánovich Múromski, cautivado por la hermosa mañana, mandó ensillar su yegua rabona y salió al trote para hacer un recorrido por sus anglómanas propiedades. Al acercarse al bosque vio a su vecino, montado orgullosamente en su caballo, con una casaca forrada de piel de zorro, esperando una liebre que los gritos y las matracas de los chicos levantaban entre los matorrales.

Si Grigori Ivánovich hubiera podido prever el encuentro, indudablemente habría dado la vuelta, pero se tropezó con Pérestov por sorpresa, cuando ya estaba a un tiro de pistola de él. No había más remedio: Múromski, como europeo culto que se consideraba, se acercó a su adversario y lo saludó cortesmente. Bérestov le contestó con el mismo celo con que un oso encadenado saluda a los señoresobedeciendo al domador. En aquel momento la liebre salió del bosque y emprendió veloz carrera por el campo. Bérestov y el palafrenero, entre grandes gritos, soltaron los perros y se lanzaron a galope tendido. La yegua de Múromski, que nunca había estado en una cacería, se asustó y se echó desbocada a campo traviesa. Múromski, que presumía de buen jinete, aflojó las bridas, satisfecho de aquel incidente que le libraba de tan desagradable interlocutor. Pero el animal, al llegar a una barranca que no había visto, se echó súbitamente a un lado y Múromski no pudo mantenerse en la silla. Se dio un fuerte golpe contra el suelo helado y quedó allí tendido, maldiciendo a su yegua rabona, la que, serenándose, se detuvo en cuanto se sintió sin jinete.

Iván Petróvich se acercó al galope y preguntó a Múromski si se había hecho daño. Mientras tanto, el palafranero trajo de la brida a la culpable. Ayudó a Múromski a montar y Bérestov, por su parte, le invitó a descansar en su casa. Múromski no podía negarse, pues se sentía agradecido, y de este modo Bérestov regresó a su mansión con una aureola de gloria, después de cazar la liebre y conduciendo a su adversario herido y casi como prisionero de guerra.

Los vecinos conversaron con bastante cordialidad mientras desayunaban. Múromski pidió a Bérestov un tílburi, ya que, según dijo, a consecuencia del golpe no estaba en condiciones de volver a caballo a su casa. Bérestov le acompañó hasta el portal y Múromski no quiso partir antes de tener su palabra de honor de que al día siguiente él y Alexei Ivánovich acudirían a Priíúchino a compartir su mesa. Así, la vieja enemistad, tan profundamente arraigada, parecía a punto de desaparecer gracias al miedo de una yegua rabona.

Lisa corrió al encuentro de Grigori Ivánovich.

—¿Qué significa eso, papá? —preguntó asombrada—. ¿Por qué cojea? ¿Dónde está su caballo? ¿De quién es ese tílburi?

—No puedes figurártelo, my dear— contestó Grigori Ivánovich, y explicó a su hija cuanto había sucedido.

Lisa no podía dar crédito a sus oídos. Grigori Ivánovich, sin darle tiempo a reaccionar, anunció que al día siguiente los dos Bérestov comerían en su casa.

—¿Qué dice usted? —exclamó ella, palideciendo—. ¡Los Bérestov, padre e hijo! ¡Que mañana comerán con nosotros! No, papa, yo no me dejaré ver por nada del mundo.

—¿Qué dices? ¿Te has vuelto loca? —objetó el padre—. ¿Desde cuándo eres tan tímida? ¿O es que sientes por ellos un odio hereditario, como la heroína de una novela romántica? Basta, no digas estupideces...

—No, papá, por nada del mundo, ni por todos los tesoros de la tierra me presentaría ante los Bérestov.

Grigori Ivánovich se encogió de hombros y no quiso discutir más con ella, pues sabía que no lograría nada llevándole la contraria, y se retiró a reposar después de su memorable paseo.

Lisaveta Grigórievna se fue a su habitación y llamó a Nastia. Durante largo rato estuvieron hablando de la visita que les esperaba el día siguiente. ¿Qué pensaría Alexei si identificaba a su Akulina en la bien educada señorita? ¿Qué concepto tendría de su conducta, de sus principios y su cordura? Por otra parte, Lisa sentía grandes deseos de ver qué impresión le causaba tan inesperada entrevista... De pronto se le ocurrió una idea. En el acto se la comunicó a Nastia; ambas quedaron muy contentas del hallazgo y decidieron ponerla en práctica.