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Al día siguiente, mientras desayunaban, Grigori Ivánovich preguntó a su hija si seguía pensando en ocultarse de los Bérestov.

—Papá —contestó Lisa—, los recibiré si usted lo desea, sólo que con una condición: me presente como me presente ante ellos y haga lo que haga, usted no me reprenderá ni hará ningún gesto de extrañeza o de disgusto.

—¡Otra travesura! —dijo, riendo, Grigori Ivánovich—. Está bien, está bien, de acuerdo. Haz lo que quieras, picaruela.

Le dio un beso en la frente, y Lisa corrió a prepararse.

A las dos en punto, un coche tirado por seis caballos entraba en el patio y rodaba en torno al círculo de verde césped. El viejo Bérestov subió al portal ayudado por dos criados de Múromski, vestidos de librea. Tras él llegó el hijo, que venía a caballo, y juntos pasaron al comedor, donde ya estaba puesta la mesa. El recibimiento de Múromski no pudo ser más afable, les invitó a recorrer antes de la comida el jardín y el local de las fieras, conduciéndolos por senderos recién barridos sobre los que habían echado una ligera capa de arena. Bérestov padre deploraba para sus adentros el trabajo y el tiempo perdidos en tan poco útiles caprichos, pero callaba por cortesía. El hijo no compartía ni el descontento del calculador propietario ni los entusiasmos del anglómano, tan pagado de sí mismo; esperaba impaciente la aparición de la hija del dueño de la casa, de la que tantos elogios había oído, y aunque su corazón, como ya sabemos, estaba comprometido, cualquier hermosa joven tenía derecho a ocupar su fantasía.

De vuelta a la sala, tomaron asiento los tres: los viejos evocaron otros tiempos y anécdotas de su época, mientras Alexei pensaba en el papel que le correspondía desempeñar ante Lisa. Decidió que, en todo caso, lo más correcto sería una fría displicencia, y se dispuso a comportarse en consonancia con ello. Se abrió la puerta y Alexei volvió la cabeza con tal indiferencia, con tan orgulloso desprecio, que el corazón de la coqueta más recalcitrante se habría estremecido. Lamentablemente, no era Lisa, sino la vieja miss Jackson, enjalbegada, tiesa como un huso y con la vista baja, haciendo pequeñas reverencias, y la magnífica astucia militar de Alexei se perdió en el vacío. Apenas si se había éste recuperado cuando la puerta se abrió de nuevo, ahora para dar paso a Lisa. Todos se pusieron en pie: el padre, que había empezado las presentaciones, se detuvo de pronto y se apresuró a morderse los labios... Lisa, su morena Lisa, se había blanqueado hasta las orejas, se había pintado las cejas más que la propia miss Jackson; los rizos postizos, mucho más claros que su cabello natural, aparecían tan ahuecados como una peluca de Luis XIV; las mangas à l'imbécileno estaban menos tiesas que el miriñaque de madame de Pompadour; el talle lo tenía tan ceñido que semejaba una letra X, y todos los brillantes de su madre que aún no habían sido empeñados, centelleaban en sus dedos, cuello y orejas. Alexei no pudo reconocer a su Akulina en aquella ridicula y resplandeciente señorita. Bérestov padre se acercó a besarle la mano y él le siguió contrariado; al rozar los blancos dedos le pareció que temblaban. Mientras tanto, pudo ver un piececito, expuesto intencionadamente y calzado con toda la coquetería posible. Esto le reconcilió un tanto con el resto del atavío. En lo que se refiere al blanquete y a la pintura de las cejas, en el candor de su corazón, debemos confesarlo, no los advirtió siquiera a primera vista, y luego tampoco sospechó lo más mínimo. Grigori Ivánovich, fiel a su promesa, procuraba no mostrar el menor signo de extrañeza, aunque la travesura de su hija le parecía tan divertida que le costaba mucho contenerse. La que no estaba para bromas era la rígida inglesa. Adivinaba que los afeites habían sido sustraídos de su cómoda, y un intenso arrebol de disgusto se transparentaba a través de la artificial palidez de su rostro. Lanzaba flamígeras miradas a la traviesa joven, que, dejando para otra ocasión las explicaciones, simulaba no advertirlas.

Se sentaron a la mesa. Alexei seguía interpretando el papel de joven distraído y meditabundo. Lisa hacía melindres, hablaba entre dientes, alargando las palabras, y sólo en francés. El padre la miraba a cada instante, sin comprender su propósito, aunque aquello le parecía muy divertido. La inglesa, furiosa, guardaba silencio. El único que se sentía a sus anchas era Iván Petróvich: comía por dos, bebía a discreción, se reía de su propia risa y a cada momento se mostraba más jovial.

Por fin, se levantaron de la mesa; los invitados se fueron y Grigori Ivánovich pudo dar rienda suelta a la risa y empezar las preguntas.

—¿Por qué se te ha ocurrido burlarte de ellos? ¿Y sabes lo que te digo? Que el blanquete te va muy bien. No quiero inmiscuirme en los secretos de tocador de las mujeres, pero yo, en tu lugar, me pintaría. No mucho, se comprende, unos pequeños toques.

Lisa estaba entusiasmada con el éxito de su ocurrencia. Abrazó a su padre, le prometió pensar en su consejo y corrió a calmar a la irritada miss Jackson, quien sólo después de hacerse rogar largo rato se dignó abrirle la puerta y escuchar sus explicaciones. A Lisa le había dado vergüenza presentarse ante unos desconocidos con un cutis tan moreno; no se había atrevido a pedirle... estaba segura de que la buena, la amable miss Jackson la perdonaría... Y así sucesivamente... Miss Jackson, convencida de que no había querido burlarse de ella, se calmó, dio un beso a Lisa y, en prenda de reconciliación, le regaló un tarrito de blanquete inglés, que Lisa recibió con muestras de sincera gratitud.

El lector adivinará que a la mañana siguiente Lisa no faltó al lugar del bosque donde se celebraban las entrevistas.

—¿Es verdad que ayer estuviste en casa de nuestros señores? — fue lo primero que preguntó a Alexei—. ¿Qué te pareció la señorita?

Alexei contestó que no se había fijado en ella.

—Es una pena.

—¿Por qué?

—Porque quería preguntarte si es verdad lo que dice la gente...

—¿Qué es lo que dicen?

—Que me parezco a la señorita. ¿Es cierto?

—¡Qué absurdo! Comparada contigo es un verdadero monstruo.

—No digas eso, señor. ¡Nuestra señorita es tan blanca y tan elegante! ¡Cómo me voy a comparar con ella!

Alexei juró y perjuró que ella era mucho más hermosa que todas las señoritas de blanco cutis y, para acabar de tranquilizarla, empezó a describir a su señora con rasgos tan ridículos, que Lisa rió de la mejor gana.

—Sin embargo —dijo suspirando—, aunque la señorita sea quizá ridicula, yo soy a su lado una estúpida analfabeta.

—¡Vaya una cosa! —exclamó Alexei—. ¡Buena razón para entristecerse! Si quieres, te podría enseñar a leer y a escribir.

—¡Pues es verdad! —dijo Lisa—. ¿Y si probásemos?

—Cuando quieras, querida. Podemos empezar ahora mismo.

Se sentaron. Alexei sacó del bolsillo un lápiz y una libreta de notas y Akulina aprendió el abecedario con pasmosa rapidez. Alexei se maravillaba de la facilidad con que ella lo comprendía todo. A la mañana siguiente Lisa quiso también probar a escribir; en un principio el lápiz no le obedecía, pero al cabo de unos minutos ya dibujaba las letras con bastante perfección.