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—¡Esto es un milagro! —decía Alexei—. Nuestros estudios progresan con más rapidez que según el sistema de Lancaster.

En efecto, a la tercera lección Akulina deletreaba ya Natalia, la hija del boyardo, interrumpiendo la lectura con observaciones que dejaban estupefacto a Alexei. Luego cubrió toda una hoja de papel de garabatos con aforismos entresacados de esa misma novela.

Transcurrió una semana y empezaron a escribirse. El buzón se encontraba instalado en el hueco de un viejo roble. Nastia, en secreto, ejercía las funciones de cartero. Alexei llevaba allí sus cartas escritas con grandes letras y en el mismo sitio encontraba, en unas hojas de basto papel azul, los garabatos de su amada. Akulina, al parecer, se iba acostumbrando a estructurar mejor las oraciones y su inteligencia se desarrollaba a ojos vistas.

Mientras tanto, el conocimiento iniciado poco antes entre Iván Petróvich Bérestov y Grigori Ivánovich Múromski se estrechaba más y más y pronto se convirtió en amistad. Las circunstancias que les condujeron a ello fueron las siguientes: Múromski pensaba a menudo que a la muerte de Iván Petróvich su hacienda íntegra pasaría a Alexei Ivánovich; que en tal caso éste sería uno de los propietarios más acaudalados de la provincia y no había ninguna razón para que no se casara con Lisa. En cuanto al viejo Bérestov, aunque veía en su vecino ciertas extravagancias (la manía inglesa, según él se expresaba), no podía negar en él muchas excelentes cualidades, como, por ejemplo, una gran habilidad para salir de las situaciones difíciles. Grigori Ivánovich era pariente cercano del conde Pronski, un procer muy poderoso, quien podría ser muy útil a Alexei, y Múromski (así lo pensaba Iván Petróvich) se alegraría sin duda de poder casar tan ventajosamente a su hija. Los viejos lo venían pensando así para sus adentros; por último hablaron, se abrazaron, se prometieron arreglar las cosas debidamente y comenzaron a trabajar cada uno por su parte. Múromski tenía que convencer a su Betsy de la necesidad de conocer más de cerca a Alexei, a quien ella no había vuelto a ver desde la memorable comida. No parecía que se hubiesen agradado mucho; al menos, Alexei no había vuelto a Prilúchino, y Lisa se retiraba a su habitación en cuanto Iván Petróvich les honraba con su visita. Pero, pensaba Grigori Ivánovich, si Alexei viene a casa a diario, Betsy llegará a enamorarse de él. Esto es un asunto natural. El tiempo lo arregla todo.

Iván Petróvich no se inquietaba tanto por el éxito de su empresa. Aquella misma tarde llamó al hijo a su despacho, encendió la pipa y después de una breve pausa, le dijo:

—Parece Aliosha, que ya no hablas del servicio de las armas. ¿Es que ya no te seduce el uniforme de húsar?

—No, padre — contestó respetuosamente Alexei—. Veo que usted no desea verme húsar y mi deber es obedecerle. .

—Muy bien — siguió Iván Petróvich—. Veo que eres un hijo obediente. Eso es un consuelo para mí; no quiero forzarte, no te obligo a ingresar... ahora mismo... en la Administración. Hasta que eso llegue, yo abrigo la intención de casarte.

—¿Con quien, padre? —preguntó Alexei, asombrado.

—Con Lisaveta Grigórievna Múromskaia —contestó Iván Petróvich—. La novia no puede ser mejor, ¿verdad?

—No había pensado todavía en casarme, padre.

—No lo habías pensado, pero yo sí que lo había pensado y repensado.

—Usted dirá lo que quiera, pero Lisa Múromskaia no me agrada lo más mínimo.

—Te agradará más tarde. Te acostumbrarás a ella y terminarás queriéndola.

—No me siento capaz de hacerla feliz.

—Eso es cosa que no debe preocuparte. ¿Pero qué es eso? ¿De este modo obedeces la voluntad de tu padre? ¡Me parece muy bien!

—Como usted quiera, pero no deseo casarme y no me casaré.

—Te casarás o te maldeciré, y como hay Dios te aseguro que venderé la finca, lo disiparé todo y no te dejaré ni un kopek. Te doy tres días para pensarlo, mientras tanto no te presentes ante mi vista.

Alexei sabía que si a su padre se le metía algo entre ceja y ceja, entonces, según la expresión de Taras Skotinin, era imposible arrancárselo ni a fuerza de golpes; pero Alexei había salido al padre y no era menos difícil hacerle cambiar de intención. Se retiró a su habitación, entregándose a meditaciones sobre los límites de la autoridad paterna, sobre Lisaveta Grigórievna, sobre la solemne promesa de su padre de convertirlo en un mendigo y, en fin, sobre Akulina. Por primera vez veía claro que la amaba apasionadamente; le asaltó la romántica idea de casarse con una campesina y de vivir de su trabajo; cuanto más pensaba en este paso decisivo, tanto más razonable lo encontraba. Desde hacía algún tiempo las citas en el bosque habían sido interrumpidas por las lluvias. Escribió a Akulina una carta con la letra más clara posible y el estilo más exaltado, anunciándole la desgracia que se les venía encima y ofreciéndole su mano. Acto seguido llevó la carta al buzón, al hueco del árbol, y se acostó satisfechísimo de sí mismo.

Al día siguiente, Alexei, firme en su propósito, marchó muy temprano a caballo a casa de Múromski con el propósito de sincerarse con él. Tenía la esperanza de despertar su magnanimidad y de inclinarlo a su favor.

—¿Está en casa Grigori Ivánovich? —preguntó, deteniendo su montura ante el portal del castillo de Prilúchino.

—No señor, — contestó el criado—. Grigori Ivánovich ha salido de casa por la mañana.

—¡Qué fastidio! —pensó Alexei—. ¿Está en casa, al menos, Lisaveta Grigórievna?

—Sí, señor.

Alexei saltó del caballo, entregó las bridas al criado y pasó sin anunciarse.

«Todo quedará resuelto — pensaba al acercarse a la sala—. Hablaré con ella misma.»

Entró... ¡Y quedó estupefacto! Lisa... no, Akulina, su dulce, su morena Akulina, pero no con sarafán, sino con un vestido blanco, estaba sentada junto a la ventana y leía su carta; tan absorta se encontraba, que no le oyó entrar. Alexei no pudo reprimir una exclamación de júbilo. Lisa se estremeció, levantó la cabeza, lanzó un grito y quiso huir. El corrió a detenerla.

—Akulina, Akulina...

Lisa pugnaba por desasirse...

Mais laissez-moi donc, Monsieur; mais êtes-vous fou? —repetía, apartando la cabeza.

—¡Akulina! ¡Mi dulce Akulina! —insistía él, besando sus manos.

Miss Jakson, testigo de la escena, no sabía qué pensar. En aquel momento se abrió la puerta y entró Grigori Ivánovich.

—¡Hola! — dijo—. Parece que ya lo tenéis todo arreglado...

Los lectores me dispensarán la superflua obligación de describir el desenlace.