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La obra

Pushkin fue y es el gran poeta nacional ruso. Lo era ya en vida, lo fue a lo largo de los 134 años transcurridos desde su muerte y, más que nunca, lo sigue siendo en nuestros días. Todos los lugares relacionados con su memoria son objeto de constante peregrinación. El pedestal del monumento que se le erigió en el centro de Moscú se encuentra siempre cubierto de flores, ofrenda de gentes anónimas. Todos conocen y leen sus versos. No podría ser así si el ruso no sintiese vibrar en el poeta hasta las últimas fibras de su alma rusa, es decir, si no fuese auténticamente nacional.

En la obra de Pushkin resalta, ante todo, lo que él llamaba «.espíritu populara. Entendía por tal reflejar «en el espejo de la poesía la fisonomía peculiar del pueblo, su modo de pensar y de sentir, las costumbres y creencias propias y exclusivas de un pueblo concreto»; es decir, lo específicamente nacional. Aconsejaba estudiar la poesía popular y el lenguaje de la gente del pueblo. Este espíritu popular, o nacional, es lo que luego exalta el gran crítico Belinski y lo que inspira a los maestros rusos del siglo XIX, desde Gógol a León Tolstoi, pasando, como no, por Dostoievski. Mas el principio de lo nacional encuentra su primer campeón en Pushkin. Así, sobre toda su obra, profundamente nacional, se levanta Evgueni Oneguin, que nos ofrece «la reproducción poética de un panorama de la sociedad rusa tomada en uno de los momentos más interesantes de su desarrollo». Pero Evgueni Oneguinno es sólo espejo de cierta época, sino también espejo del alma del propio poeta.

Este espíritu nacional o popular es lo que diferencia su romanticismo de los primeros tiempos — El cautivo del Cáucaso, El demonio, Poltava, Gitanos— del romanticismo de Byron, cuyas obras había leído Pushkin durante su viaje por el Cáucaso. El amor a la libertad y el espíritu de protesta del inglés ganaron al ruso. Sin embargo, señaló ya Belinski, «es difícil encontrar a dos poetas tan opuestos por su naturaleza y, por tanto, por el énfasis de su poesía, como Byron y Pushkin». El pesimismo del primero se enfrenta al optimismo del segundo. Pushkin, que siempre mantuvo el más estrecho vínculo con la vida de su tiempo, no podía aceptar el escepticismo de Byron, su amor a la libertad en abstracto, su individualismo y su orgulloso desprecio por la realidad. Creía en el futuro de la humanidad y en los altos destinos de Rusia, mientras que Byron no veía horizonte alguno en un porvenir inmediato.

Por eso Pushkin, en su evolución artística, proclama el principio del realismo, que él llamaba «romanticismo auténtico», como base del desarrollo de la literatura rusa. Es lo que luego había de conocerse como «escuela natural», la escuela a que dio plena vida Gógol en El capote, la de Pobres gentesde Dostoievski. En el presente volumen encontrará el lector una muestra pushkiana, la primera de las letras rusas, de la «escuela natural»: es El jefe de posta. Se trata de la tragedia del hombre humilde aplastado por el medio en que vive.

Un último rasgo de la obra de Pushkin: su humanismo, su amor al hombre —que en toda la literatura rusa, con Gorki sobre todos, pasa a primer plano— y su aspiración a despertar en el lector sentimientos de estimación y respeto hacia la dignidad de sus semejantes. En este sentido, decía Belinski, «ningún otro poeta ruso puede como Puskin contribuir a la educación de los jóvenes, a la formación de sus sentimientos...»

J. LAÍN ENTRALGO

PREFACIO DEL EDITOR

Al iniciar las gestiones para la edición de los relatos de Iván Petróvich Belkin, que ahora ofrecemos al público, teníamos el propósito de dar con ellos siquiera fuese una breve biografía de su difunto autor y satisfacer así, en parte, la justa curiosidad de los amantes de la literatura patria. A tal fin, nos dirigimos a María Alexéievna Trafílina, la más cercana pariente y heredera de Iván Petróvich Belkin; mas, por desgracia, le fue imposible facilitarnos noticia alguna, ya que el difunto le era desconocido en absoluto. Nos sugirió que recurriésemos a un respetable varón que había sido amigo de Iván Petróvich. Seguimos su consejo y, en contestación a nuestra carta, recibimos la deseada respuesta, que insertamos a continuación sin cambios ni observaciones de ningún género, como valioso monumento de noble juicio y tierna amistad y, a la vez, como una noticia bibliográfica bastante completa.

Muy señor mío:

He recibido el 23 del corriente su estimada carta del 15, en la que expresaba su deseo de obtener cumplidas noticias acerca de las fechas del nacimiento y muerte del difunto Iván Petróvich Belkin, que fue mi sincero amigo y vecino de finca, así como acerca de su trabajo, sus circunstancias domésticas y ocupaciones y su carácter. Con gran satisfacción complazco su deseo y paso a comunicarle cuanto puedo recordar, tanto de las conversaciones con él como de mis propias observaciones.

Iván Petróvich Belkin nació de padres honrados y nobles en 1798, en la aldea de Goriújino. Su difunto progenitor, comandante Piotr Ivánovich Belkin, se casó con Pelagueia Gavrílovna, de la casa de los Trafilin. No era rico, aunque sí moderado en sus aficiones y sumamente entendido en las cuestiones de la hacienda. El hijo aprendió las primeras letras con el sacristán de la aldea, venerable varón a quien debía, al parecer, su interés por los libros y por las bellas letras rusas. En 1815 ingresó en un regimiento de cazadores (no recuerdo su número), en el que sirvió hasta 1823. La muerte de sus padres, que fallecieron simultáneamente, le obligó a solicitar el retiro y a regresar a su finca de la aldea de Goriújino.

A poco de hacerse cargo de la administración de la finca, Iván Petróvich, debido a su inexperiencia y a su bondad, abandonó estos cuidados y prescindió del severo orden a que se atenía su difunto padre. Destituyó al bueno y experto «stárosta», del que los campesinos (fieles a su costumbre) estaban descontentos, y encomendó la administración de la aldea a su vieja ama de llaves, que se había ganado su confianza por el arte con que relataba todo género de historias. Esta estúpida vieja no pudo diferenciar nunca un billete de veinticinco rublos de uno de cincuenta; los campesinos, de todos los cuales era comadre, no le tenían ningún temor; el «stárosta» por ellos elegido les favorecía cuanto podía y tomaba parte en sus trampas, de tal modo que Iván Petróvich se vio obligado a levantar la prestación personal y a establecer un tributo en especie muy moderado; pero también aquí los campesinos, valiéndose de su debilidad, consiguieron condiciones muy ventajosas en el primer año, y en los siguientes satisficieron más de dos terceras partes del tributo en nueces, arándano y cosas semejantes; y aun así, había atrasos.

Como amigo que había sido del difunto padre de Iván Petróvich, consideré deber mío brindar mis consejos a su hijo y me ofrecí reiteradamente a restablecer el antiguo orden perdido por su culpa. Para ello fui un día a verle, pedí que me mostrara los libros de contabilidad y, en presencia de Iván Petróvich, me puse a revisarlos. El joven amo me escuchaba al principio con gran atención; pero al sacar cuentas, resultó que en los últimos dos años se había multiplicado el número de campesinos mientras que el número de aves de corral y de animales domésticos había sido rebajado intencionadamente.