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No se escuchaba ruido alguno. Y esta calma aumentaba más aún la hermosura de la naturaleza. Agobiado por la fatiga, llegué hasta un cobertizo, donde me tendí sobre las hierbas que acababan de cortar. Tenía el heno un aroma embriagante. Tardé mucho en dormirme. El canto de Iacka resonaba en mis oídos. Pero el cansancio y el calor me dominaron. Desperté cuando ya era de noche. Los últimos resplandores del crepúsculo huían en el horizonte, algunas estrellas brillaban con vivo fulgor. Perduraba en la temperatura mucho calor del día, y con el pecho oprimido se ansiaba un soplo de aire.

En la aldea se encendieron algunas luces, y la ventana de la taberna estaba plenamente iluminada. Llevado por la curiosidad, me dirigí hacia la casa de Nicolai. Miré a través de los cristales y tuve una impresión de repugnancia. Aquellos a quienes había visto por la tarde estaban todavía, pero en completo estado de embriaguez. Iacka tartamudeaba una especie de canción, mientras el campesino andrajoso y Obaldoni intentaban bailar.

Solamente Nicolai, en su carácter de tabernero, conservaba su dignidad. Había algunas personas nuevas, pero Diki Barin ya no estaba.

Dejé la ventana y descendí de la altura en que está la aldea.

Ondas de bruma inundaban la llanura y parecían confundirse con el suelo. Andaba a la ventura, cuando una voz infantil sonó en el oído: —¡Antropka! ¡Antropka!

La voz callaba, para empezar de nuevo. Resonaba en medio del silencio nocturno. Por lo menos treinta veces se obstinó en gritar. Al fin, desde lejos, en la llanura, alguien respondió: —¿Qué? ¿Qué... é... é...?

—¡Ven para que padre te pegue! —gritó la criatura.

Ya no hubo respuesta. El niño siguió llamando. incansablemente. Me alejé y di la vuelta a un bosque que precede a mi aldea. La oscuridad era profunda; el nombre de Antropka se oía aún, muy débilmente, en la lejanía.

VI EL ENANO KACIANO

Volvía de una cacería en una mala "telega" y me agobiaba el calor de un día nebuloso. Dormitaba sometido con resignación a las sacudidas del vehículo, cuyas ruedas levantaban una polvareda fina, que nos envolvía.

Llamó de pronto mi atención la inquietud del cochero, que hasta ese momento iba más tranquilamente adormecido que yo. Tiró de las riendas, se volvió mirando y pegó a los caballos.

Viajábamos por una llanura labrada y chocábamos a cada instante con montículos no aplanados por el arado. No veíamos casa alguna, y solamente montecillos de abedules cortaban, con sus redondeadas copas, la línea del horizonte. Estrechos senderos serpenteaban en toda la extensión de los campos, a través de los montículos. Alcancé a distinguir, entre la polvareda, cerca de nosotros, lo que había sorprendido al cochero.

Era un cortejo fúnebre. Delante, en un carrito tirado lentamente por el caballo, iban un sacerdote y un subdiácono, que tenía las riendas; enseguida el ataúd, llevado por cuatro hombres, y atrás dos mujeres. Una de éstas cantaba, con tono monótono y triste, una letra mortuoria.

Quiso mi cochero cortar camino, castigó a los caballos y logró pasar antes que el cortejo. Pero apenas habíamos andado doscientos metros, la "telega" se paró de golpe, se inclinó y por poco no volcamos.

Después de contener a los caballos, el cochero escupió, rabioso.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

—Se partió el eje. Nos ha traído desgracia este entierro.

Bajé, muy preocupado de cómo saldríamos del paso. El cochero la tomó con los caballos. Una rueda estaba casi metida bajo el carro, y él eje parecía mostrarse al aire con una suerte de desesperación.

—¿Qué hacer ahora?

Mientras tanto, el cortejo fúnebre llegaba hasta nosotros. Nos descubrimos y nos miramos con los que llevaban al muerto. Una de las dos campesinas era una vieja pálida, pero su fisonomía estragada por el dolor conservaba una expresión digna y severa. La otra, mujer joven, de unos veinticinco años, tenía los ojos enrojecidos y la cara hinchada de tanto llorar. Al pasar junto a nosotros suspendió su cantinela, que reanudó mementos después. El cochero me informó: —Entierran al carpintero Martín. Una de esas mujeres es la madre, y la otra la viuda.

—¿Murió de enfermedad?

—Sí, de una fiebre maligna. Anteayer fueron por el doctor, pero no le encontraron. Martín era buen obrero; algo atolondrado, pero sabía su oficio. ¡Cómo ha llorado su mujer! En fin, siempre lo mismo. Las mujeres no necesitan comprar lágrimas. Y por cierto, las lágrimas de las mujeres todas son de la misma agua.

Hecha esta reflexión, se agachó junto al caballo, pasó por debajo de la lanza y cogió el arco que está bajo la collera.

"¡Quién sabe cómo nos arreglaremos!", dije entre mí.

El cochero acomodó el caballo, le aseguró mejor el arnés y se puso luego a contemplar la rueda maltrecha. Sacó una tabaquera, levantó despaciosamente la tapa, metió sus gruesos dedos en la caja y restregó la pulgarada de rapé. Luego frunció las narices y aspiró. Acabada esta operación, hizo un horrible visaje, varios guiños, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Y bien? —le interrogué.

No me hizo caso. Guardó su tabaquera y se quedó absorto. Al rato subió a su asiento.

—¿Qué piensas hacer? —le pregunté con asombro.

—Subid, señor.

—¡Pero no podremos andar!

—Iremos.

—¿Y el eje?

—Subid. El eje está roto, pero podremos llegar hasta la aldea de Judino.

—¿Crees que podremos llegar hasta allí?

El rústico no se dignó responderme. Castigó los caballos, y fuese como fuese, alcanzamos la aldea. La componían siete "isbas". Al entrar no hallamos un solo ser viviente. Ni siquiera gallinas. Fui hasta la primera "isba", llamé, nadie respondió. Volví a llamar y se oyó el maullido de un gato. Me asomé a la primera pieza, que estaba oscura y con humo.

Volví al patio... Nada. Solamente un ternero y un ganso.

Fui a explorar la segunda "isba". Me pareció que en el patio había un ser humano que dormía. Cerca de él un mal carro y un jamelgo con el arnés remendado. Más allá, unos estorninos me observaban con apacible curiosidad.

Me acerqué al durmiente para despertarle. Se levanté con sobresalto y balbuceó, procurando despertarse del todo: —¿Qué hay? ¿Qué quiere usted?

Tanto me sorprendió su aspecto, que no pude responderle. Imaginaos un enano como de cincuenta años; de carita morena y arrugada, puntiaguda nariz, ojos imperceptibles, una mata espesa de cabellos negros desbordando de la cabeza como un hongo del tallo. Flaco, y mísera, su mirada era tan extraordinaria que no puedo describirla.