Выбрать главу

—¿Qué queréis? —preguntó.

Escuchó mi explicación sin quitar ni un instante de mí sus ojos, de guiño singular.

—Quiero un eje de rueda; pagaré lo que sea.

—¿Sois cazadores?

Hizo esta pregunta mirándonos de pies a cabeza.

—Sí.

—¿Cómo es posible que no temáis matar los pájaros del cielo y les animales de los bosques? ¿Ignoráis que es un pecado derramar sangre inocente?

Hablaba con mucha claridad. No era su voz ni rústica ni vacilante, pero tenía una suerte de dulzura que la asemejaba a la voz de una mujer.

—No tengo eje —añadió mostrándome su carro—. Solamente de muy mala calidad.

—Pero alguno podrá hallarse en la aldea.

—¿En qué aldea? Esto no es aldea, y todo el mundo está en su trabajo; seguid vuestro camino.

Y diciendo esto se puso en cuclillas sobre el suelo quemante.

Yo no podía consentir semejante conclusión.

—Escucha, buen hombre. Voy a pedirte un servicio. Le pagaré bien.

—No quiero vuestro dinero y tengo ganas de descansar, porque me fatigué mucho en mis diligencias de la ciudad.

—Te ruego que me escuches, amigo.

Entrecruzó las piernas delgaduchas, y luego de reflexionar: —Yo podría llevarte hasta el lugar donde hemos vendido un corte de árboles; allí encontrarás obreros y podrás encargar que te hagan un eje, o comprar uno ya hecho.

—Bien, muy bien. ¡Vamos!

—¿Un buen eje de encina? —prosiguió.

—¿Está lejos de aquí ese lugar?

—Tres "verstas".

—Podremos ir en tu carrito.

—No sé.

—Vamos, vamos, mi cochero espera en el camino. Me costó un trabajo inmenso arrastrarle fuera del patio. Mi cochero estaba con un humor de todos los diablos. Había llevado los caballos al abrevadero y encontró un agua detestable. De ahí su cólera; porque, según los cocheros, el agua es lo primero del mundo. Al ver al enano, abrió mucho los ojos y exclamó — ¡Ah! ¡Kacianucho, buen día!

—Buen día, Jerofe; salud, hombre justo.

En seguida comuniqué al hombre justo la conducta de Kaciano. Mientras él desenganchaba los caballos, mesuradamente pero con gusto, el enano se apoyaba en la puerta cochera. Su expresión desatenta y enojada demostraba cuánto le desagradaba nuestra irrupción en la casa.

—¿De modo que te han traído aquí? —le preguntó Jerofé.

—Como ves.

—¿Sabes? Martín, Martín de Reabof, el carpintero...

—¿Qué?

—Ha muerto. Acabamos de encontrarnos con su entierro.

Kaciano se estremeció.

—¿Muerto? —exclamó bajando la cabeza.

—¿Por qué no le curaste? Se dice que tienes poder para aliviar todas las enfermedades.

El cochero se divertía a costa del pobre enano. —¿Ese es tu coche? —dijo mostrando el pequeño vehículo.

—Sí.

—Es notable; con eso no llegaremos nunca al lugar del corte. Mis caballos no podrán encajar porque son grandes. ¿Y qué vale esto?

Así diciendo, zamarreó el vehículo. Kaciano dijo: —Realmente no sé cómo podríamos ir. A menos que atemos esa pequeña criatura.

Y señaló su caballo.

—¿Esto? —preguntó burlonamente Jerofé, mientras daba una humillante palmadita en el cuello del animal.

—Es preciso, enganchar lo más pronto posible ese matalón.

Me urgía llegar, porque durante los cortes hay con frecuencia gallos silvestres y codornices. Cuando el carrito estuvo listo, me instalé como pude con mi perro. Kaciano, envuelto en una manta y siempre triste, se puso junto a mí. Jerofé me dijo, cuando íbamos a partir, con aire misterioso: —Hacéis bien en llevar a Kaciano. Es un "iurodwetz". Su influencia es mucha en estos lugares. No sé por qué le dicen "la Pulga". Lo único que debéis exigirle es que os conduzca al corte. Elegid vos mismo el eje.

—¿Habrá pan por allí? —preguntó Jerofé a Kaciano.

—Busca y encontrarás —le respondió sentenciosamente nuestro mentor.

Para sorpresa nuestra, su caballo trotaba bastante bien. Durante todo el trayecto, Kaciano guardó un silencio terco, y apenas respondía a nuestras preguntas. Llegamos al corte y de allí fuimos a una "isba" aislada, al borde de un riachuelo transformado en estanque. Había allí dos jóvenes de palabra insinuante, viva, y sonrisa delicada. Les compré un eje, y Kaciano, cuando volví al lugar del corte, me pidió que le permitiese acompañarnos a la cacería.

Entramos en la explotación. Kaciano me llamaba más la atención que el perro. Advertí, observándole, que el mote de "Pulga" le convenía exactamente. La masa enorme de sus cabellos le servía de sombrero; la cabeza aparecía y desaparecía entre las ramas como podría ocurrir con una pulga en un manojo de pasto. Sin cesar iba y venía, arrancaba hierbas, medicinales, que se metía en el bolsillo, pronunciando palabras incoherentes. Alguna vez se detenía y echaba sobre mí y sobre mi perro una mirada escrutadora.

En los montes suelen hallarse unos pajarillos de color ceniciento, que revolotean, gorjean y saltan de un árbol a otro. Kaciano les imitaba y les llamaba. Una codorniz le pasó entre las piernas gritando. La remedó. Empezó una alondra a cantar ruidosamente. Kaciano hizo lo mismo. Pero entretanto no me decía una sola palabra.

El día se puso hermosísimo, aunque con calor sofocante. En el cielo algunas nubes ligeramente amarillas, semejantes a nieve de primavera, recortaban sus bordes de encaje.

Kaciano y yo anduvimos mucho por la espesura. Arbolillos nuevos, que apenas alcanzaban un metro de altura, circundaban viejos troncos de árboles secos y les formaban un velo de verdura.

Nuestros pies se enredaban a cada momento en las lianas henchidas por el sol; las hojitas nuevas de los arbustos tenían un brillo de cobre, las flores cubrían el suelo. Había campánulas, pequeños cálices amarillos de glaucios, pétalos rosados de celidonia. Acá y allá, en espacios aislados, pilas de madera cortada proyectaban sombras oblicuas.

Por momentos se alzaba un vientecillo que enseguida cesaba, después de acariciarme la cara. Todo se agitaba alegremente, animándose a mi alrededor. Las hojas de los helechos se balanceaban con gracia durante un instante y luego permanecían inmóviles. En la tranquilidad y el silencio, sólo el canto de los brillos continuaba sin parar, agudo, penetrante, como acompañando el calor tórrido del día y emanado también de la tierra quemante.