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—Sigue, sigue, no te canses —dijo él con tono de burla.

Ni siquiera me dice una palabra buena. Nada, nada. Si me dijera al menos: Akulina, ya...

La pobre criatura, dominada por la pena, cayó hacia adelante, mientras los sollozos convulsivos la sacudían por completo. Se abandonó a la desesperación.

Alejandrovich la miró durante algunos momentos, después se alzó de hombros y se fue a grandes zancadas.

Aliviada algo, Akulina se levantó. Al verse sola se puso en pie.y vio a Víctor que huía. Quiso correr tras él, pero sus piernas flaquearon y cayó de rodillas juntando las manos.

Fue más poderosa que mi voluntad la simpatía que me inspiraba esta pobre niña. Salí de mi escondite para prestarle ayuda. Pero apenas me vio le volvieron las fuerzas. Lanzó un grito y escapó entre los árboles.

Cuando hubo desaparecido fui a recoger las flores caídas de su falda y seguí el camino a la llanura. El sol se ponía, su claridad iba cediendo. Pronto el crepúsculo tendería sus velos a mi alrededor. Soplaba un ligero viento que hacía zumbar los barbechos agostados y arrastraba las hojas secas que cubrían el camino y la orilla del bosque. Los grandes árboles gemían dulcemente. Al extremo de las ramas, en los setos y sobre las más finas ramas deshojadas se tendían esos blancos hilos de tela de araña que en el otoño vuelan y relucen como luciérnagas.

Me invadió una gran tristeza, y me detuve. La vegetación estaba húmeda, fresca. Pero aquella última sonrisa de la naturaleza me hacía presentir los horrores próximos del invierno. Un cuervo voló por encima de mi cabeza, muy alto. Entró en el bosque con graznidos lúgubres y repetidos. Oí el rumor de un carro que rodaba vacío hacia una barraca solitaria.

Llegué, por fin, a mi casa y descansé con placer. Pero veía los grandes ojos tristes de Akulina. Su recuerdo no se ha borrado de mi espíritu como s han secado sus flores, que conservaré siempre.

IX UNA CACERÍA DE PATOS SILVESTRES

—¿Queréis que vayamos a Lyove, señor? —me propuso un día Jermolai—. Allí vamos á encontrar muchos patos.

Accedí, a pesar de que no me atraía mucho tal clase de caza.

Lyove es una importante aldea de la estepa, dominada por la cúpula de su vieja iglesia, y tiene dos molinos a la orilla del Rossola, riachuelo que corre no lejos del camino y atraviesa grandes pantanos.

A cierta distancia de la aldea, este riachuelo forma un estanque, en medio del cual hay islotes formados por junqueras. Viven y se multiplican allí patos salvajes de todas las especies. Vuelan en pequeñas bandas por encima de sus abrigos vegetales, y el cazador más perezoso no resiste las ganas de dispararles un tiro al vuelo.

Como el pato, en su prudencia, no se aproxima a la orilla y los perros no se arriesgan a meterse en las aguas cenagosas y llenas de vegetación, fuimos a proveernos de un bote. Volvíamos a la aldea, cuando en un rodeo del camino hallamos un perro de aspecto bastante mísero. Le seguía un cazador que llevaba su escopeta en bandolera.

Se olieron los perros, como acostumbran, y el hombre nos saludó cortésmente. Tenía unos veinticinco años. Largos cabellos alisados con "kwass" pendían en mechas tiesas alrededor de su cara y llevaba atada una pañoleta, como si tuviese dolor de muelas. Con un tono muy insinuante me dijo: —¿Queréis aceptar mis servicios? Me llamo Vladimiro y soy cazador en estos parajes. Supe vuestra llegada y me apresuré a venir.

—Aceptado. Venga usted con nosotros.

Me refirió su historia enseguida. Había sido "dworoin", pero obtuvo su libertad. Sirvió como camarero, sabía leer y escribir y hasta había leído algunas novelas. Desgraciadamente, lo mismo que muchos en su caso, no trabajaba y no tenía un "kopeck". Aunque se hubiese visto obligado a contar solamente con el maná del desierto, no habría sido más pobre. Se escuchaba y quería tener un continente distinguido, lo que dejaba suponer que procuraba gustar al bello sexo y que sus conquistas eran fáciles, porque las muchachas rusas adoran a los que hablan bien.

Me hizo entender, afectando que no tenía tal intención, que le recibían muchos propietarios de los alrededores, que solía jugar a los naipes en casas de su ciudad y que conocía a personas de la capital.

Tenía varias sonrisas a su disposición. Cuando me escuchaba, aclaraba sus labios una sonrisa modesta y contenida. No me contradecía, pero su actitud expresaba que él también comprendía las cosas, aunque a su manera. Jermolai le tuteaba, pero Vladimiro le respondía con tan graciosa política, sin tutearle, que cualquier otro hubiera advertido la lección de urbanidad.

—¿Le duelen a usted las muelas? —pregunté a Vladimiro.

—No. Un accidente de caza. Un amigo, cazador novicio, vino a pedirme que le llevase a cazar, porque deseaba vivamente conocer esta diversión. Por no desairarle accedí, le llevé conmigo, le presté una escopeta. Después de caminar algo, me senté bajo un árbol, y él se entretenía en apuntarme, a pesar de mis observaciones. Salió el tiro y me llevó una parte del mentón y el índice de la mano derecha.

Ya estábamos en Lyove. Jermolai y Vladimiro se echaron en busca de un hombre llamado Sutchok, que poseía un bote chato.

Les esperé en el cementerio que rodea la iglesia. Mientras me paseaba, llamó mi atención un fragmento de columna ennegrecido por el tiempo. Me acerqué. Tenía cuatro inscripciones. Una decía, en francés: "Aquí yace Theóphile Henri, conde de Blangy." Otra en ruso: "Aquí reposa el cuerpo del conde de Blangy, súbdito francés, nacido en 1737, muerto en 1799, a la edad de 62 años." Una tercera: "Paz a sus restos." La última ostentaba frases pomposas para recordar que el conde de Blangy, expulsado de su país por los tiranos, había venido a refugiarse en Rusia y se había consagrado a la educación de la juventud.

Hacía rato que meditaba junto a la tumba, cuando Jermolai y Vladimiro volvieron acompañados de Sutchok.

Tendría sesenta años por lo menos, y me dio la impresión de ser un "dvorovi" jubilado. Venía descalzo; su traje denunciaba mucha miseria.

—¿Tienes un bote? —le pregunté.

—Sí, pero no es gran cosa —me respondió en voz baja y fatigada.

—¿Cómo es eso?

—Está lleno de agujeros y se han caído Ion tapones de estopa que tenía.

—Volveremos a ponerlos —interrumpió Jermolai.

—Como quieras —repuso Sutchok.

—¿En qué te ocupas?

—Soy pescador señorial.

—Si es así, ¿por qué tienes tu bote en mal estado?

—Porque no hay peces en el estanque.