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– ¿Sabes qué, pequeño? Con tus zapatos blancos y tus calcetines, vas a ser la comidilla de la fiesta de tu abuelo.

Alik dejó el traje sobre el mostrador y le pidió al empleado que le enseñara un traje de etiqueta para él en negro, de diseño italiano, que fuera bien con el vestido de Blaire.

– Uso la cuarenta y cuatro de largo y la treinta y cuatro de cintura. Y la dieciséis de cuello de camisa.

El empleado le mostró un traje. Alik volvió a agacharse y a enseñárselo a Nicky.

– ¿Te gusta?

El bebé comenzó a mover los brazos y las piernas excitado. Alik vio de reojo que Blaire, por primera vez, no miraba a su hijo con una sonrisa. Estaba pensando en el viaje a Nueva York, algo la aterrorizaba. Apenas podía esperar el momento de descubrir qué podía ser. Alik se puso en pie riendo ante el entusiasmo de Nicky.

– Mi hijo dice que servirá. Póngame también una corbata gris plateada de rayas, una faja negra y gemelos de perla. Me llevaré además un par de calcetines negros y unos zapatos como esos que tiene ahí, del número cuarenta y dos.

Una vez más Alik dejó la tarjeta de crédito sobre el mostrador. Luego, a propósito, dejó que su mirada vagara por la silueta de Blaire que, entonces, se agachó y sacó a Nicky del cochecito. Estaba completamente ruborizada. Le encantaba ver que Blaire estaba tan nerviosa que, a pesar de que el niño estuviera bien, lo sacaba del cochecito para utilizarlo como escudo con el que sentirse segura.

– Aquí tiene, señor.

Alik le dio las gracias al empleado y procedió a dejar los paquetes en el cochecito de Nicky. Miró a Blaire y preguntó:

– ¿Vamos? -luego empujó el cochecito, cargado de bolsas, y Blaire lo siguió con Nicky en brazos-. Lo mejor será pedir que nos traigan la cena a la habitación. Así podremos acostarnos pronto, en cuanto el bebé esté dormido. ¿Qué te parece? ¿O te apetecía ir a cenar a algún sitio?

– No, no tengo ningún interés en particular.

– Si de verdad no te gusta el vestido, aún hay tiempo de devolverlo y buscar otro.

– Es un vestido adorable -admitió ella al fin.

– Será adorable si te lo pones tú. Vamos a hacer los tres una entrada tan triunfal que hasta mi madre se va a quedar sin habla. Y eso no es frecuente, te lo aseguro. Me voy a divertir.

Cuando llegaron al coche, Blaire volvió la cabeza en dirección a él con expresión azorada.

– Alik… con el trabajo que te cuesta volver a tu casa… ¿cómo es que de pronto estás tan deseoso de ir?

Podía mentir tan bien como ella.

– Corrígeme si me equivoco, ¿no fuiste tú la que me rogó que hiciéramos esto para allanarle el camino a Nicky?

– Sí -susurró ella emocionada.

– ¿Es que has cambiado de opinión? A mí no me importa, yo vuelvo a Laramie ahora mismo, si quieres. Los chicos estarán encantados de que vuelva esta noche, vamos retrasados.

Alik cambió de carril tratando de descubrir el farol de Blaire. Luego, al ver la salida hacia Cheyenne, que les conduciría a Laramie, puso el intermitente derecho.

– ¿Qué estás haciendo?

– Tratando de hacerte feliz.

– ¡No! -gritó ella con pánico.

– ¿No, qué?

Cuanto más la pinchaba, más actuaba Blaire como si escondiera un gran secreto.

– ¡Alik, por el amor de Dios! Tú sabes que tenemos que ir a Nueva York.

– No, si tú no quieres.

– Sí quiero -aseguró ella.

– ¿Seguro?

– Sí.

Solo había una persona en el coche que detestara más que él la idea de poner los pies en casa de sus padres, y esa era Blaire. Algo la forzaba a actuar de ese modo, algo secreto. Alik estaba decidido a enterarse de qué era o a morir en el intento.

Para la mayor parte de la gente los nombres de Guggenheim, Carnegie, Vanderbilt, Frick o Astor, eran nombres de ricas familias de América que habían construido sus fabulosas mansiones en la North Shore de Long Island, la llamada Gold Coast. Cuando Alik llevó a Blaire a conocer a su familia por primera vez, ella no tenía ni idea de que la casa de sus padres se llamara Castlemaine Hall, no sabía que su casa fuera una exquisita mansión estilo Carlos II con jardines, construida en 1903 en North Shore, con sesenta acres de terreno, ni que la hubiera construido su tatara-tatara-abuelo, John J. Jarman, un importante deportista y financiero. Aquella había sido la residencia de los Jarman durante generaciones pero, según parecía, cuando Robert Jarman, el padre de Alik, se casó con Estelle Kostas, la hija de un magnate griego, Castlemaine Hall se llenó de antigüedades del siglo dieciocho hasta parecer un museo.

Al principio, en aquel entonces, cuando la limusina que los recogió en el aeropuerto se detuvo frente a Hall, Blaire creyó que Alik estaba bromeando. Supuso que aquella sería una de las fabulosas mansiones registradas en el National Register of Historie Places que los turistas solían visitar. Luego, cuando dos sirvientas de la casa aparecieron frente a la puerta para saludar a Alik, el hijo pródigo, y llevar sus maletas, Blaire comprendió que aquella era su casa. Pronto descubrió que la mansión, efectivamente, estaba en el registro histórico: inscrita como ejemplo del buen vivir.

Alik la detestaba. La llamaba monstruosidad porque decía que no tenía derecho a existir cuando había tanta gente que no tenía hogar. Durante aquella primera estancia, que hubiera debido durar solo dos días, Blaire no logró desembarazarse de la sensación de que aquel no era su sitio. El imprevisto viaje de Alik a Kentucky, sin embargo, había prolongado la estancia. Y fue entonces cuando ocurrió la pesadilla.

En esa ocasión, y como si se tratara de un déjá vu, las mismas sirvientas salieron a la puerta a darles la bienvenida. No obstante había importantes diferencias. Había media docena de coches aparcados en el patio, y Blaire y Alik llegaron en un taxi, con Nicky en brazos. Las sirvientas comenzaron a montar un barullo alrededor del bebé. Blaire creyó que jamás entrarían en la casa. Alik notó su fatiga y ordenó al personal que llevara las maletas. Cuando le explicaron que la señora Jarman había dispuesto que Blaire ocupara el dormitorio azul, igual que la vez anterior, Alik dijo:

– Blaire y el niño se quedarán conmigo en mi dormitorio. ¿Os importaría llevar la cuna allí? Nuestro hijo necesita echarse la siesta antes de la fiesta.

Blaire no se atrevió a protestar delante del personal, pero sí dijo algo al respecto cuando Alik y ella subieron las colosales escaleras y entraron en la suite palatina de él, situada en una de las alas de la mansión.

– Yo no puedo dormir aquí, Alik. No soy ni tu novia ni tu mujer. Al traerme a este dormitorio, los rumores correrán como la pólvora. El otro día, cuando tu madre vino al remolque, se marchó convencida de que estaba comprometida con otro hombre. Puede que a ti no te importen los convencionalismos, pero a mí sí.

Alik se paseó por la habitación con Nicky en brazos y con una sonrisa arrogante.

– Nuestro hijo es prueba suficiente de la relación que hemos mantenido. ¿De verdad crees que el hecho de estar en habitaciones separadas va a evitar que la gente hable lo que quiera? Y, en cuanto a lo de mi madre, nos encontró juntos en el remolque, así que ya se habrá hecho su idea.

– ¡Pero aquí solo hay una cama, Alik! -exclamó Blaire comprendiendo que la situación se le escapaba de las manos.

– Yo dormiré en el diván, como cuando era pequeño. Nicky, ¿sabías que sacaba el saco de dormir y fingía estar en un safari en Kenya? Estoy seguro de que el saco sigue por aquí, en alguno de estos armarios. Echaremos un vistazo.

Durante las dos semanas que llevaban juntos, Alik se había mostrado razonable hasta cierto punto. Desde la visita a Denver, sin embargo, algo había cambiado. Alik se había vuelto implacable. Blaire estaba preocupada, temía no poder prever su conducta. Al contrario, cada vez se veía más obligada a ponerse a la defensiva.