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En el colegio había una monja que siempre me cogía del brazo. Quería consolarme, pero me daba miedo.

¿Tenía que acostumbrarme a aquel nuevo olor de mi vida?

Todavía no estaba ciega, pero había aprendido a hacer un juego con los ojos. Cuando alguien se me ponía delante, imaginaba ser un caracoclass="underline" proyectaba hacia adelante y hacia atrás los ojos hasta que todo se volvía opaco.

Sólo por la tarde me ponía contenta, cuando todas estábamos en pijama junto a la cama y la monja decía: «Juntemos las manitas y recemos a Jesús.»

Jesús me había seguido de una vida a la otra y, puesto que era mi amigo y me quería, era algo bueno. Así, con las manos juntas, repetía dentro de mí: «Por favor, ya que me quieres y quieres a mamá, haz que vuelva conmigo para siempre.»

Pero el Jesús del dormitorio era distinto del de la cocina. En vez de sonreír con el corazón en la mano, estaba clavado en una cruz, sucio, casi desnudo y con los ojos cerrados. Allí estaba, con su dolor, y no miraba a nadie.

Entretanto buscaban a mis parientes. Nunca había habido un padre. Mamá no tenía hermanos ni hermanas. Sus padres habían muerto hacía tiempo.

«Qué suerte», me dijo un día la de la cama de al lado, «al final te adoptarán».

Así, con el paso de las semanas, también aquél se había convertido en mi sueño. No quería otra mamá, pero me gustaría tener por fin un papá y una casa con una habitación sólo para mí, con mis juguetes y mis olores.

Un día llegó una asistente social. Tenía las mejillas rojas y un abrigo verde botella muy gastado. «Tienes suerte», exclamó con alegría. «Hoy hacemos las maletas y mañana te vas a casa de tus tíos. El tío Luciano es el hermano de tu abuelo. Está casado, pero no tiene hijos. Pasarás con ellos las vacaciones de Navidad y el verano. ¿Estás contenta?»

No dije ni sí ni no. Me quedé quieta, con los ojos de caracol que se proyectaban adelante y atrás.

A la mañana siguiente llegó mi tío a recogerme. Sus zapatos crujían mientras atravesaba el gran pórtico. En vez de darme un beso me tendió la mano: «Encantado. Soy Luciano.»

Su coche tenía los asientos de plástico rojo, muy limpios. Atrás había dos cojines de punto llenos de encajes y bordados. En cada curva oscilaban como medusas gigantes. Guardábamos silencio.

«Ahora conocerás a tu tía Elide», me dijo poco antes de llegar a la granja.

Mi tía parecía esculpida en madera. Mejillas rojas y duras y una nariz muy grande. Me dio dos besos como mordiscos, diciendo: «Bienvenida.»

Por la tarde la ayudé a limpiar el pollo. Al día siguiente preparamos los bizcochos para Navidad. Hablaba poco. «Pásame eso, coge aquello.»

Yo tenía un cuarto en el piso de arriba, con una cama grande y fría. Había una mesa, un armario y el suelo de baldosas. Desde la ventana se veía el escaléxtric de la carretera comarcal. Vuom, vuom, hacían los coches; grrrrn, los camiones.

A menudo había niebla. En esos días los grandes Tir parecían mamuts. Emergían de la nada, como fantasmas, y por la nada volvían a ser tragados.

Aquella Navidad, bajo el árbol de plástico con las luces parpadeantes, encontré un paquete. Y, dentro del paquete, una caja. Dentro de la caja, una camisa blanca.

«¿Te gusta?», preguntó la tía Elide.

«Sí», respondí.

En realidad, la camisa blanca no me importaba en absoluto. Lo único que me hubiera gustado de verdad era un osito con quien compartir la cama. Mi osito de siempre había terminado en el mundo de la sombra, con todo lo demás.

Aquella Navidad recibí una camisa blanca, y he recibido una camisa blanca casi todas las Navidades siguientes. Una camisa cada vez más cerrada, cada vez más casta.

II

En el colegio siempre estaba sola. De vez en cuando alguna monja me llevaba aparte y me decía: «No es bueno aislarse, que luego vienen las penas.» Entonces, para contentarla, buscaba compañía, me metía en el grupo pero nadie me echaba la pelota. Me quedaba un rato, mano sobre mano, y después volvía a retirarme a un banco con mis pensamientos.

Hay buenos pensamientos y malos pensamientos, repetían las monjas a menudo. ¿Cuáles eran los pensamientos buenos y cuáles los malos? ¿Cómo se podían distinguir unos de otros? Los pensamientos no tienen olor y eso hace todo más difícil.

Yo andaba por los senderos del jardín y pensaba. Si Dios fuese verdaderamente amable, también les habría dado un perfume, así sería posible distinguirlos desde que se forman en la mente. Una cosa es acercarse a una rosa; y otra, a una prímula. La primera te aturde con su olor, de la otra ni te das cuenta. Del mismo modo, los pensamientos malos deberían tener un olor fuerte, desagradable, a caca o a pescado podrido, por ejemplo, y los buenos, por el contrario, un perfume suave, amable, olor a vainilla o chocolate. Así el mundo sería más simple. Nadie podría esconderse detrás de las palabras porque de repente todos sentirían el hedor o el perfume. Quien piensa mal o tiene malas intenciones, sería descubierto antes de abrir la boca.

Hacia los ocho años, en el catecismo, había descubierto la existencia del ángel de la guarda. Desde aquel día, cuando me preguntaban: «¿Por qué estás siempre sola?», respondía: «Está conmigo el ángel de la guarda, no estoy sola.»

«El ángel de Rosa está siempre con ella», bisbiseaban las monjas, mirándome desde lejos. «Dios te bendiga», murmuraba la vieja hermana portera, cuando pasaba a mi lado. Así yo podía pensar en paz.

Había una cosa que me atormentaba desde hacía algún tiempo. Se refería a Jesús. Yo había hecho algunos cálculos. En el dormitorio éramos doce y cada una de nosotras, por la noche, le pedía algo. Había otros cuatro dormitorios, con peticiones parecidas y, además, estaban las monjas. Así que, sólo con nosotras, debía ocuparse de un montón de personas. Si además salía del colegio, el número aumentaba espantosamente. ¿Cómo se las arreglaba Jesús para acordarse de todas las peticiones y, sobre todo, para concederlas? Y, además, ¿estábamos realmente seguros de que las concediera? Mamá me decía que Jesús me quería y que también la quería a ella. Las monjas decían que quería a todos.

Pero ¿qué era el amor? No conseguía entenderlo. No era un olor ni una moneda para comprar las cosas. Las monjas hablaban del amor como si fuera el pegamento del mundo, pero cegaban las ventanas y leían las cartas por miedo a que el amor estallara. ¿De qué amor estaban hablando?

Cuanto más me lo preguntaba, menos conseguía entenderlo. Se lo pregunté a mi compañera de pupitre. «Es cuando un hombre y una mujer duermen desnudos, uno encima y la otra debajo.»

Los veranos con mis tíos eran interminables. Nadie venía a vernos. No hacíamos excursiones, salvo el 15 de agosto a un santuario mariano poco distante. El aire no se movía, la luz era deslumbrante, el calor fermentaba los excrementos. Pipí de conejo, caca de gallina. Sólo se podía pasear con la nariz tapada.

«Deberías acostumbrarte, señorita», me decía mi tía, con mala sombra. Un día, el gallinero, la conejera, la leñera y la casa serían mías. A esto se refería mi tía. Debía acostumbrarme porque aquélla sería mi vida, limpiar las gallinas, retorcerles el pescuezo, recoger los tomates, pelarlos, hervirlos, despellejar a los conejos y luego, por la tarde, sentarme delante de la casa, al anochecer, a mirar pasar como una exhalación los Tir por la carretera comarcal.

«Si no hubiera sido por nosotros», repetía a menudo.

Si no hubiera sido por vosotros, continuaba dentro de mí, a esta hora tendría una casa preciosa y un papá. O estaría en el mar con las monjas, de campamento. Asi que cualquier cosa sería mejor que quedarme allí, inhalando el plomo de los motores, el metano de la descomposición.