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—Soy de la misma opinión. Me habría ahorrado el dolor de verte sufrir la angustia de ser mi cuñada.

—Antes preferiría parir todos los días, y con eso está todo dicho —repuso Hushidh. Él sonrió.

—Veré qué puedo hacer —dijo—. Con franqueza, no sé por qué Luet se separaría de todos los demás, y creo que es peligroso, así que veré qué puedo hacer.

Conque iba a tomarla en serio, aunque no le dijera cuál creía que era el problema. Bien, no cabía esperar más. Nafai podía ser líder de aquella comunidad, pero no era precisamente porque tuviera talento para ello. Elemak, el hermano mayor de Nafai, era un líder nato. Pero Nafai tenía al Alma Suprema de su parte —mejor dicho, el Alma Suprema tenía a Nafai de su parte— y el Alma Suprema le había dado poder para gobernar. La autoridad no le sentaba bien y nunca sabía qué hacer con ella. Cometía errores. Hushidh esperaba que esta vez no cometiera ninguno.

Potya tendría hambre. Tenía que regresar a casa. Como Hushidh estaba amamantando a su hijo, quedaba exenta de la mayoría de las labores relacionadas con la preparación del lanzamiento. Más aún, la fecha del lanzamiento se había fijado teniendo en cuenta su preñez. Ella y Rasa habían sido las últimas en quedar encintas cuando descubrieron que no podía haber embarazos durante el viaje. Las sustancias químicas y la baja temperatura que los mantendrían en animación suspendida durante la travesía podían ser fatales para un embrión. La hija de Rasa, una chiquilla a quien ésta había puesto el afectuoso nombre de Tsennyi, que significaba «Preciosa», había nacido un mes antes del sexto vástago de Hushidh, que era su tercer varón. Ella lo había llamado Shyopot, «Susurro», y Potya era su apelativo cariñoso. Había llegado a último momento, como un murmullo del Alma Suprema. El último susurro de su corazón antes de abandonar aquel mundo para siempre. El nombre le había parecido raro a Issib, pero era mejor que «Preciosa», que parecía una demostración de que Rasa había perdido todo sentido de la proporción. Potya estaba esperando, Potya tenía hambre, insistían los pechos de Hushidh.

Al salir de la nave, sin embargo, se cruzó con Luet, que la saludó jovialmente, con la dulzura y el cariño de costumbre. Hushidh quiso abofetearla. ¡No me mientas! No parezcas tan normal cuando sé que te has aislado de mí en tu corazón. Si puedes llevar ese cariño como una máscara, nunca más podré disfrutarlo.

—¿Qué pasa? —preguntó Luet.

—¿Qué podría pasar? —preguntó Hushidh.

—No puedes ocultar tus sentimientos —dijo Luet—. Al menos ante mí. Estás enfadada conmigo y no sé por qué.

—No hablemos de esto ahora —repuso Hushidh.

—¿Cuándo, entonces? ¿Qué he hecho?

—Eso es exactamente lo que quisiera saber. ¿Qué has hecho? ¿O qué piensas hacer?

Eso era. El pestañeo de Luet, su vacilación, como si no supiera cómo reaccionar… Hushidh supo que Luet pensaba hacer algo. Sí, tramaba algo que le exigía distanciarse emocionalmente de todos los demás miembros de la comunidad.

—Nada —dijo Luet—. No soy distinta de los demás, Hushidh. Crío a mis hijos y trabajo en los preparativos para el viaje.

—No sé qué estás tramando, Lutya, pero no lo hagas. No vale la pena.

—Ni siquiera sabes de qué estás hablando.

—Es verdad, pero tú sí. Y te digo que no vale la pena que te aísles del resto de nosotros. No vale la pena que te aísles de mí.

Luet parecía desconcertada, y esto al menos no era fingido. A no ser que todo lo demás fuera fingido y siempre lo hubiera sido. Hushidh no se atrevía a creer semejante cosa.

—Shuya —dijo Luet—, ¿has visto eso? ¿Es verdad? No lo sabía, pero tal vez sea cieno, tal vez ya me he separado de… Oh, Shuya. —Luet rodeó a Hushidh con los brazos.

Con renuencia, y preguntándose el porqué de tal renuencia, Hushidh la abrazó a su vez.

—No lo haré —dijo Luet—, no haré nada que me aislé de ti. No puedo creer… ¿No puedes hacer algo al respecto?

—¿Hacer algo? —preguntó Hushidh.

—Ya sabes, como hiciste con los hombres de Rashgallivak cuando él fue a casa de tía Rasa aquella vez, con la intención de llevarse a sus hijas. Lo privaste de la lealtad de sus hombres y lo derrotaste. ¿No lo recuerdas?

Hushidh lo recordaba, claro que sí. Pero eso había sido fácil, pues ella veía que los lazos que unían a Rash con sus hombres eran muy débiles, y sólo necesitó las palabras acertadas y cierto aplomo desdeñoso para lograr que lo abandonaran al instante.

—No es lo mismo —repuso—. No puedo obligar a la gente a hacer cosas. Pude despojar a los hombres de Rash de su lealtad porque en realidad no querían seguirlo. No puedo reconstruir tus lazos con los demás. Es algo que tendrás que hacer por ti misma.

—Pero quiero hacerlo —dijo Luet.

—¿Qué sucede? —preguntó Hushidh—. Explícamelo.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque no sucede nada.

—Pero algo sucederá, ¿verdad?

—¡No! —exclamó Luet, con voz airada, terminante—. No sucederá. Y por tanto no hay nada de qué hablar.

Luet huyó por la escalerilla que conducía al centro de la nave, donde aguardaba la comida, donde se estaban reuniendo los demás.

Es el Alma Suprema, comprendió Hushidh. El Alma Suprema ha pedido a Luet que haga algo que ella no desea hacer. Y si lo hace, la aislará del resto de nosotros. De todos excepto de su esposo y sus hijos. ¿Qué es? ¿Qué se propone el Alma Suprema?

¿Y por qué el Alma Suprema no había incluido a Hushidh en sus planes?

Por primera vez, Hushidh se sorprendió pensando en el Alma Suprema como en un enemigo. Descubrió que no la unían fuertes lazos de lealtad con el Alma Suprema. La mera sospecha los había disuelto. ¿Qué estás haciendo conmigo y con mi hermana, oh santa? Sea lo que fuere, no sigas con ello.

Pero no recibió ninguna respuesta. Sólo el silencio.

El Alma Suprema ha escogido a Luet para hacer algo, y no me ha escogido a mí. ¿Qué es? Tengo que averiguarlo. Porque si es algo terrible, lo impediré.

Luet no estaba conforme con el edificio donde ahora vivían. Superficies duras, lisas y muertas. Echaba de menos la casa de madera donde habían vivido ocho años en la pequeña aldea de Dostatok, antes de que su esposo encontrara y abriera el antiguo puerto estelar de Vasadka. Y antes de eso, había vivido en la casa de Rasa en Basílica. La ciudad de las mujeres, la ciudad de la gracia. A veces añoraba la bruma del oculto lago sagrado, el bullicio de los mercados atestados, las filas incesantes de edificios que invadían las calles. Pero este sitio… ¿alguna vez sus constructores lo habían considerado hermoso? ¿Les había agradado vivir en lugares tan muertos?

Aun así era un hogar, porque era el lugar donde sus hijos se reunían para dormir y comer, el lugar al que Nafai regresaba por la noche para acostarse fatigosamente junto a ella. Y cuando llegara el momento de entrar en la nave estelar que habían bautizado con el nombre de Basílica, sin duda también extrañaría este lugar, los recuerdos del trabajo frenético y los niños alborotados y los temores sin fundamento. Siempre que fueran temores sin fundamento.

El retorno a la Tierra… ¿qué significaba eso, cuando ningún humano había estado allí durante millones de años? Y esos sueños que seguían acuciándolos, sueños de ratas gigantes que parecían poseer una inteligencia malévola, sueños de seres semejantes a murciélagos que parecían ser aliados pero eran increíblemente feos. Ni siquiera el Alma Suprema conocía el significado de aquellos sueños, ni por qué los enviaba el Guardián de la Tierra. A juzgar por los sueños de todos, Luet sospechaba que la Tierra no sería un paraíso.

Pero ante todo la asustaba el viaje, y quizá sucediera lo mismo con los demás. ¿Cien años de sueño? ¿Y supuestamente despertarían sin haber envejecido un solo día? Parecía algo salido de un mito, como la pobre niña que se cortó el dedo con un diente de ratón y se quedó dormida, y al despertar descubrió que todas las muchachas ricas y bellas eran ancianas gordas, y ella era la más joven y bella de todas. Pero todavía era pobre. Qué final tan raro, pensó Luet, qué raro que todavía fuera pobre. Sin duda habría alguna versión donde el rey la escogía por su belleza en vez de casarse con la mujer más rica para adueñarse de sus propiedades. Pero eso no tenía nada que ver con lo que la preocupaba ahora. ¿Por qué había divagado tanto? Oh, sí. Porque estaba pensando en el viaje. En acostarse en la nave y dejar que el sistema de soporte vital le insertara agujas y la congelara para la travesía. ¿Cómo saber que no morirían?