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—Anda, súbete —repitió ella, brusca—, puedes remar un poco también tú. Estás engordando. Fíjate lo cansado que está Franz. Yo no puedo remar sola.

—La verdad, amor mío, no tengo ninguna gana. No me gusta nada remar. Y además la espalda me está empezando a doler otra vez.

—Bueno, de acuerdo —dijo ella—, era parte de la apuesta, y si no te subes sin chistar yo no juego, se anula la apuesta.

Martha se acariciaba la palma de la mano con la soga del timón. Dreyer miró al cielo, suspiró y, tratando de no mojarse los pies, comenzó a subirse al bote con precaución y torpeza.

—Es ilógico e injusto —dijo, dejándose caer pesadamente en el asiento de en medio.

Los remos de repuesto estaban ya en sus horquillas. Dreyer se quitó la chaqueta. El bote partió.

Sobre Martha descendió ahora una sensación de idílica paz. Su plan había resultado, su sueño se había hecho realidad. Una playa desierta, un mar desierto, y niebla. Y ahora, para sentirse realmente seguros, tendrían que alejarse algo al norte de la orilla. En su pecho y en su cabeza sentía un vacío extraño, fresco, no del todo desagradable, como si la brisa la hubiese penetrado entera, limpiándola por dentro, liberándola de toda miseria. Y a través de esta fresca vibración oyó la voz alegre de Dreyer:

—No haces más que tropezarte con mis remos, Franz, así no se rema. Se ve que no has remado nunca. Por supuesto, comprendo que estás pensando en otra cosa... Vaya, otra vez. Tienes que poner un poco más de atención en lo que trato yo de hacer. ¡Los dos al tiempo, los dos al tiempo! No te preocupes, hombre, que tu novia no te ha olvidado. Espero que le habrás dejado tu dirección. A ver, una, dos. Seguro que tienes una carta esperándote, diciéndote que la has dejado embarazada. ¡Ritmo, hombre, ritmo!

Franz observaba su cuello recio y grueso, los ralos cabellos amarillos sobre la piel rosácea, la camisa blanca que ahora se le tensaba contra la espalda. Pero lo veía todo como entre sueños.

—Ay, hijos míos, era maravilloso en el bosque —decía su voz—, las hayas, la oscuridad, la enredadera. ¡Hale, hombre, más ritmo!

Martha, con los ojos entornados, escrutaba el rostro que ahora veía por última vez. La chaqueta ligera estaba echada a su lado; en ella había dejado Dreyer su reloj de oro, su cepillo de plata para el bigote, y una cartera bien repleta. Se alegraba de que estas cosas no se perdieran. Serían como una propina. No se daba cuenta en ese momento de que la chaqueta y su contenido tendrían que ir a parar también al fondo del mar. Esta cuestión, más bien complicada, no surgió hasta más tarde, cuando lo principal estaba ya resuelto. Ahora sus pensamientos daban vueltas en su cerebro lenta, lánguidamente casi. La prefiguración de su felicidad conseguida con tanto esfuerzo era arrebatadora.

—La verdad es que me equivocaba al pensar que este ejercicio me iba a provocar dolor de espalda. Me prometiste, querida, que hoy iba a estar mejor, y la verdad es que acertaste, porque la tengo mucho mejor. Acuérdate, he ganado la apuesta, y remo cien veces mejor que el bribón este que está detrás de mí. La camisa no hace más que rozarme en sitios que me pican, y eso me gusta. Me parece que me voy a quitar la corbata.

Ya estaban lo bastante alejados de la orilla. Lloviznaba. Cierto número de blancos espectadores habían encontrado asientos en su isla negra. La corbata fue a hacer compañía a la chaqueta. Las olitas rompían y espumeaban en torno al bote.

—La verdad es que éste es mi último día —dijo Dreyer, remando con energía.

Tan trágica declaración dejó a Franz indiferente; ya no había nada en todo el mundo que pudiera impresionarle. Martha, sin embargo, echó a su marido una curiosa mirada, ¿con que tenemos presentimientos?

—Tengo que irme a la ciudad mañana temprano —explicó—, he recibido una llamada.

La lluvia empezaba a arreciar. Martha miró a su alrededor, luego miró a Franz. Podían empezar.

—Escucha, Kurt —le dijo, sin alzar la voz—, me apetece remar a mi también un poco. Ponte tú donde Franz y así Franz puede ponerse al timón.

—No, espera, amor mío —dijo Dreyer, tratando de imitar a Franz, que aplanaba la hoja del remo sobre el agua, como cuando la pasan rozando las golondrinas, al impelerlo hacia atrás—, estoy empezando a entusiasmarme. Franz y yo hemos conseguido ya sincronizar nuestro ritmo. Con la práctica está mejorando. Ay, perdona, amor mío, creo que te salpiqué.

—Tengo frío —dijo Martha—, anda, hazme el favor de levantarte y dejarme remar a mí también.

—Cinco minutos más —dijo Dreyer, tratando de nuevo de poner casi horizontal la pala del remo al sacarla del agua, pero sin conseguirlo tampoco esta vez.

Martha se encogió de hombros. La sensación de poder era apasionante; estaba deseando prolongarla.

—Ocho golpes más —le dijo, sonriente—, tantos como años llevamos casados. Yo los cuento.

—Hale, no lo eches a perder. Enseguida te dejamos remar. Después de todo, me voy mañana.

Se sentía herido porque Martha no mostraba interés alguno en saber la razón de su marcha. Sin duda pensaba que se trataba de algún aviso rutinario, un asunto de esos que surgen a menudo en las oficinas.

—Es una sorpresa la mar de divertida —dijo, como quien no quiere la cosa.

Ella movía los labios con extraña concentración.

—Mañana —dijo él— voy a ganar cien mil dólares de un golpe.

Martha, que había terminado de contar, levantó la cabeza.

—Es que vendo una extraordinaria patente. Ese es el tipo de negocio que vamos a hacer.

Franz, de pronto, dejó los remos y comenzó a limpiarse los cristales de las gafas. Se le ocurrió, sin saber por qué, que era a él a quien hablaba Dreyer y, mientras se secaba el sudor y la lluvia, asintió carraspeando. La verdad era que había llegado a un estado en el que la palabra humana, si no representaba una orden, carecía por completo de sentido para él.

—No me creías tan listo, ¿eh? —dijo Dreyer, que había dejado de remar—, y de un solo golpe, ¡imagínate!

—Seguro que es una broma de las que a ti te gustan —dijo ella, frunciendo el ceño.

—Palabra de honor —dijo él, quejumbroso—, soy dueño absoluto de un invento milagroso y voy a vendérselo al señor Ritter, a quien conoces.

—¿Y de qué se trata?, ¿de algún sistema de planchar pantalones?

El dijo que no con la cabeza.

—Algo de deportes, de tenis.

—Es un grande y espléndido secreto —dijo Dreyer—, y bien tonta eres si no me crees.

Martha volvió la cabeza, se mordió el labio inferior, agrietado, y estuvo largo tiempo mirando el horizonte negro como la tinta, donde una orla gris de lluvia colgaba contra una franja estrecha y clara de cielo.

—¿Y seguro que te van a dar cien mil dólares?, ¿está ya decidido?

No lo estaba, pero él dijo que sí con la cabeza y volvió a tirar de los remos, dándose cuenta de que el remero que tenía detrás había reanudado la tarea.

—¿No puedes decirme nada más? —preguntó ella, mirando aún al otro lado—, ¿estás seguro de que no se retrasará?, ¿tendrás el dinero en tu poder en pocos días?