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—Pues claro, eso espero por lo menos. Y entonces vuelvo aquí y podemos salir de nuevo a remar. Y Franz me enseñará a nadar.

—No puede ser, me estás engañando —exclamó ella.

Dreyer rompió a reír, no comprendía por qué motivo se obstinaba Martha en no creerle.

—Volveré con un saco lleno de oro —dijo—, como un mercader medieval que vuelve en burro de Bagdad. De veras, estoy prácticamente seguro de que mañana cerramos el trato.

La lluvia paraba un momento y al siguiente ya estaba cayendo de nuevo a chorros, como si estuviese haciendo prácticas. Dreyer, dándose cuenta de cuánto se habían alejado de la orilla, comenzó a volver el bote con el remo derecho; Franz, mecánicamente, empujaba hacia atrás el agua con el suyo izquierdo. Martha seguía sentada, sumida en sus pensamientos, ya consultando con la punta de la lengua el empaste de una muela, ya pasándosela contra los labios. Dreyer, poco después, se ofreció a dejarle remar, pero ella rehusó con un silencioso movimiento de cabeza.

Caía ahora una auténtica lluvia, y Dreyer sentía su sedante frescura a través de la seda de su camisa. Se notaba lleno de vigor, aquello era estupendo, a cada golpe que daba el remo le obedecía mejor. Apareció la costa a través de la neblina; el largo muelle empezaba a tomar forma lenta y cuidadosamente, como apuntando al blanco móvil del bote.

—¿De modo que vuelves el sábado, seguro el sábado? —le preguntó Martha.

Franz veía, a través de la camisa empapada de Dreyer, manchas color carne que mostraban aquí y allá una geografía de un feo color rosado, según el país que se adhiriera a la carne con los movimientos de remar.

—Bueno, el sábado o el domingo —dijo Dreyer, animado y una ola, del mismo modo que le adoptó a él, adoptó también a un cangrejo.

La lluvia caía con fuerza. El albornoz envolvía a Martha en una pesada humedad que le dolía en las costillas. ¿Qué más le daban a ella la neuralgia, la bronquitis, la irregularidad en los latidos del corazón? Estaba completamente sumida en la cuestión de si lo que hacía era o no acertado. Sí, sí que lo era. Sí, el sol volvería a salir. Saldrían de nuevo en barca, ahora que había descubierto este nuevo deporte. De vez en cuando echaba una ojeada a Franz por encima de su marido. Tenía que estar perplejo y decepcionado, pobre queridito. Estaba cansado. Tenía la boca abierta. ¡Niño mío! Pero no te preocupes, que enseguida volvemos y podrás descansar a tus anchas, y yo te daré un poco de coñac y cerraremos la puerta con llave.

«Lindy» fue devuelta intacta. Inclinando las cabezas bajo el fuerte aguacero, nuestros tres veraneantes anduvieron por la arena empapada y subieron luego unos escalones resbaladizos hasta el desierto y triste paseo. Cuando llegaron por fin a su apartamento, Martha se sintió desagradablemente sorprendida al ver la puerta abierta. Las dos doncellas que más antipáticas le caían, la una por ladrona y la otra por cerda, estaban aseando su cuarto, a pesar de que les había ordenado tenerlo siempre listo a las diez punkt, y ya era casi mediodía. Pero se sentía abrumada por una extraña apatía. No dijo nada y fue a esperar al dormitorio de Dreyer. Allí se quitó el grueso albornoz y se hundió en el sillón, demasiado fatigada para quitarse también el bañador y coger una toalla del cuarto de baño. Además, su marido estaba en el cuarto de baño: le veía por la puerta abierta. Desnudo, lleno de vida rubicunda, diversas partes de su anatomía palpitaban saltarinas mientras él se frotaba entero con gran energía, dando un grito cada vez que se tocaba los hombros enrojecidos. Una de las doncellas llamó a la puerta para decir que la habitación de la señora ya estaba lista, y Martha tuvo que hacer un gran esfuerzo para emprender el largo viaje hasta la habitación contigua.

Se lavó y se vistió, pero con interminables intervalos de languidez. Un jersey rojo y grueso de cuello alto que le había prestado Franz la noche anterior —¿o habría sido dos noches antes?— le daba un aspecto demasiado masculino, pero era lo más abrigado que tenía a mano. A pesar de todo, apenas bastaba para ocultar los accesos de calofríos que atormentaban incesantemente su cuerpo, mientras su mente gozaba de maravillosa paz y euforia. Estaba claro que había hecho bien. Además el ensayo general había sido perfecto. Todo estaba previsto en todos sus detalles.

—Todo está previsto en todos sus detalles —dijo Dreyer a través de la puerta—, espero que tengas tanta hambre como yo. Comeremos dentro de diez minutos en el restaurante. Yo te espero en la sala de lectura.

Lo único que le apetecía era una taza de café solo y un poco de coñac. Cuando Dreyer se hubo marchado, salió Martha al pasillo y llamó a la puerta de Franz. Estaba abierta, y la habitación vacía. Vio su albornoz caído en el suelo, y había otros detalles de parecido desorden, pero Martha no se sentía con fuerzas para ocuparse de ellos. Le encontró en un rincón del salón. La chica del bar, una delgaducha rubia artificial, le abrumaba con vulgaridades.

Y la lluvia no cesaba. La aguja que marcaba en un rollo de papel violeta la curva de la presión atmosférica había adquirido de pronto importancia de libro sagrado. La gente del paseo se acercaba a ella como a una bola de cristal, y su rival en la galería, un conservador barómetro, se negaba también a complacer a sus fieles por mucho que éstos rogasen o incluso lo golpeasen con los nudillos. Alguien se había dejado olvidado enla playa un cubo y una pala rojos, y el cubo ya estaba lleno hasta los bordes de agua de lluvia. Los fotógrafos no ocultaban su decepción; los dueños de los restaurantes, en cambio, exultaban. Se encontraban los mismos rostros ya en un café, ya en otro. Hacia el atardecer comenzó a remitir la lluvia, finalmente paró. Dreyer contenía el aliento, haciendo carambolas. Se corrió la voz de que la aguja había subido un milímetro.

—Mañana hará buen tiempo —dijo un profeta, golpeándose expresivamente la palma de la mano con el puño cerrado. Lluvia que escampa, gozo de pescadores. Muchos, a pesar de lo fresco que estaba el aire, salían a cenar a las terrazas. Llegó el correo de la tarde: importantísimo acontecimiento. Por el paseo comenzó a oírse el arrastrarse de muchos pies bajo las luces, veladas por la humedad. En el kursaalse bailaba.

Por la tarde Martha se había refugiado en la cama, bajo dos mantas y una colcha; pero el enfriamiento no cedía. Para cenar sólo pudo comer un pepinillo y un par de ciruelas en compota. Y ahora, en el Tanz Salon, se sentía completamente ajena al gélido ruido que la rodeaba. Los pétalos negros de su vaporoso vestido no parecían en su sitio, como si estuvieran a punto de caer cada uno por su lado. La tensión de la seda contra sus pantorrillas y de la cinta de la liga contra su muslo desnudo resultaban insoportables. Una tormenta multicolor de confetti le cubría de copos la espalda desnuda, y, al mismo tiempo, ni sus miembros ni su espinazo le pertenecían. Un dolor de tono musical, distinto a la neuralgia intercostal o a ese extraño dolor que, según le había dicho un eminente cardiólogo, provenía de «una sombra detrás del corazón», formaba ahora dolorosísimos acordes con la orquesta. El ritmo de baile no la apaciguaba ni la deleitaba como de ordinario, sino que, al contrario, trazaba una línea llena de ángulos, la curva de su fiebre, sobre la superficie de su piel. Con cada movimiento de su cabeza, un dolor denso y escueto rodaba de sien a sien como la pelota en una bolera. En una de las mejores mesas de la sala tenía de vecino a la derecha al maestro de baile, joven famoso que revoloteaba todo el verano por las ciudades de la costa como una mariposa; a su izquierda tenía a Schwartz, el estudiante de ojos oscuros cuyo padre era un millonario de Leipzig. El escarpín que había debajo de la mesa se lo había quitado, al parecer, ella misma. Oía a Martha Dreyer hacer preguntas, dar respuestas, comentar lo espantoso que estaba el ensordecedor salón. Las estrellitas efervescentes del champán cosquilleaban una lengua que no le resultaba conocida, y ni le calentaban la sangre ni saciaban su sed. Con una mano invisible cogió a Martha por la muñeca izquierda y le tomó el pulso. Pero no era allí donde estaba, sino en algún punto de detrás de su oreja, o quizás en el cuello, o en los gesticulantes instrumentos de la orquesta, o en Franz y Dreyer, sentados enfrente de ella. A su alrededor, emergiendo de las manos de los bailarines, se agitaban, cogidos a largos hilos, relucientes globos azules, rojos, verdes, y en el interior de cada uno de ellos estaba el salón de baile entero, con las arañas y con las mesas y con ella misma. El fuerte abrazo del foxtrot no generaba calor alguno en su cuerpo. Se dio cuenta de que también Martha estaba bailando, con un muchacho verde, muy alto, cogido de la mano. Su pareja, en plena erección contra su pierna, le declaraba su amor con frases jadeantes aprendidas de algún libro lascivo. Las estrellitas del champán volvían a ascender y los globos a agitarse, y otra vez tenía Martha casi toda su pierna cogida en la entrepierna de Weiss, que gemía apretando su mejilla contra la suya, mientras con los dedos exploraba su espalda desnuda. Y ahora, otra vez, estaba sentada a la mesa. Manchas rojas, azules, verdes flotaban en las gafas de Franz. Dreyer reía a carcajadas, golpeando la mesa con tosquedad y echándose contra el respaldo de la silla. Martha alargó el pie bajo la mesa y apretó. Franz dio un respingo, se levantó, hizo una inclinación. Ella entonces puso la mano sobre el hombro del querido muchacho. Qué feliz se habían sentido al ritmo de aquella novela anterior, en aquellos primeros capítulos, bajo el cuadro de la joven esclava que bailaba entre el girar de los derviches. Durante un delicioso momento, la música penetró en su niebla particular, envolviéndola. Todo se volvía bello de nuevo, porque era a él, a Franz, a quien tenía entre sus uñas: sus manos tímidas, su aliento, el vello suave de la parte posterior de su cuello, aquellos queridos, adorables movimientos que ella le había enseñado.