Выбрать главу

Al llegar a casa, el jardinero le informó de la muerte de Tom: el perro, pensaba, había sido atropellado por un camión, lo encontraron inconsciente y había muerto, le dijo, en sus brazos. Dreyer le dio cincuenta marcos por su dolor, y reflexionó con tristeza que nadie, aparte de ese tosco y viejo soldado, había querido de verdad al pobre animal. En el despacho se enteró de que el señor Ritter se vería con él no en el salón de entrada del Adlerhof, sino en el bar del Royal. Antes de salir a la cita telefoneó a Isolda a la casa de su madre, en Spandau, y le suplicó servilmente una cita para aquella misma tarde, pero Isolda le respondió que estaba ocupada y le propuso que la volviera a llamar mañana y la llevase al estreno de la película «Rey, Dama, Valet»; luego ya verían lo que hacían.

Su invitado norteamericano, persona culta, de pelo gris metálico y triple papada, le preguntó por Martha, a quien había conocido hacía un par de años, y a Dreyer le decepcionó comprobar que todo el inglés que había aprendido desde el día de aquella agradable reunión no bastaba para bregar con la pronunciación nasal del señor Ritter, en vista de los cual éste, cortesmente, recurrió a una especie de alemán anticuado. A Dreyer le aguardaba otra decepción en el «laboratorio», porque, en lugar de los tres automaniquíes que esperaba, sólo había dos listos para la muestra: el viejo caballero de la primera vez, vestido con una copia exacta de la chaqueta sport azul de Dreyer, y una dama de aspecto envarado tocada con una peluca color bronce y vestida de verde, con pómulos salientes y barbilla masculina.

—Podía haberle puesto un poco más de pecho —observó Dreyer, con tono de reproche.

—Es el tipo escandinavo —dijo el Inventor.

—Tipo escandinavo —dijo Dreyer—, yo más bien diría que es un travestido.

—Una mezcla, si lo prefiere. Hemos tenido dificultades. Una de las costillas no funcionaba como es debido. Hágase cargo de que me hace falta más tiempo que a Dios, señor director. Pero ya verá cómo le gusta lo bien que mueve las caderas.

—Otra cosa —dijo Dreyer—, no me gusta nada la corbata del caballero. La debe de haber comprado en Croacia o en Licchtenstein. Desde luego no es de las que vendemos nosotros. Y además me acuerdo perfectamente de la que llevaba la otra vez; era de un azul claro precioso, como la que lleva usted. Moritz y Max rieron entre dientes.

—He de confesar —dijo el Inventor con toda tranquilidad— que se la pedí prestada para esta importante ocasión.

Comenzó a desabrochar el botón delantero del cuello alto por debajo de la barba crujiente pero, antes de que lo deshiciera, ya Dreyer se había quitado la suya, color gris perla, quedando con el cuello de la camisa abierta para el resto de su existencia conocida.

El señor Ritter dormitaba en un sillón, en el «teatro». Dreyer tosió sonoramente. Su invitado despertó, frotándose los ojos como un niño. Comenzó el espectáculo.

La mujer, haciendo girar sus caderas angulosas, cruzó el escenario con más aire de puta peripatética que de sonámbula. Detrás de ella iba el mirón borracho. Poco después volvió a cruzarlo con un abrigo de visón, vaciló, se repuso, completó su angustioso trayecto y llegó de los bastidores el ruido seco de algo que cae. Su posible cliente no apareció. Se produjo una larga pausa.

—La comida a que me invitó usted fue realmente estupenda —dijo el señor Ritter—, me tomaré la revancha cuando vengan usted y su mujer a visitarme en Miami la primavera próxima. Tengo un jefe de cocina español que ha trabajado varios años en un restaurante de Londres, de modo que siempre tenemos menús de lo más cosmopolitas.

Esta vez la mujer cruzó el escenario con patines, despacio: llevaba un vestido de noche negro, las piernas rígidas, el perfil como el de una calavera, su escote dejaba al descubierto un jersey manchado por las manos apresuradas de su hacedor. Sus dos cómplices no consiguieron cogerla a tiempo entre bastidores, de modo que su breve carrera terminó con un estrépito de mal agüero. Se produjo una nueva pausa. Dreyer se preguntaba qué aberración mental pudo haberle inducido a aceptar, y no digamos a admirar, a esos peleles borrachos. Esperaba que el espectáculo habría terminado ya, pero al señor Ritter le quedaba todavía por ver lo mejor.

El viejo caballero hizo su aparición con aire alegre y vivo, llevaba guantes blancos y frac, una mano cogida al sombrero de copa. Se detuvo delante de los espectadores y comenzó a quitarse el sombrero para hacer un saludo complicado, demasiado complicado. Algo resonó en su interior.

— Halt—aulló el Inventor con gran presencia de ánimo, corriendo como una flecha hacia el vesánico autómata—, ¡demasiado tarde!

El sombrero salió por el aire con mucho garbo, pero también el brazo.

Menos mal que una cortina negra de fotógrafo cerró el escenario.

— How have you liked? —preguntó Dreyer.

—Interesantísimo —dijo el señor Ritter, levantándose—, tendrá noticias mías en un par de días. Tengo que decidir cuál de los dos proyectos voy a financiar.

—¿Es el otro del mismo tipo que éste?

—No, no, qué va. El otro tiene que ver con agua corriente en hoteles de lujo. Agua que corre tocando melodías reconocibles. La música del agua, literalmente. Una orquesta de grifos. Te lavas las manos en plena barcarola, te bañas con Lohengrin, te enjuagas con Debussy.

—O te ahogas en Bach (el arroyo)—contratacó Dreyer.

Pasó el resto del día en casa, tratando de leer una comedia inglesa titulada Cándiday sumiéndose de vez en cuando en perezosos pensamientos. Los automaniquíes habían dado de sí todo cuanto podían dar. Por desgracia había tratado de sacarles demasiado juego. Barba Azul había derrochado su fuerza hipnótica, y los dos, ahora, habían perdido todo su sentido, toda su vida y todo su encanto. Les estaba agradecido, en cierto modo, por los actos mágicos que habían realizado, por la emoción y las esperanzas que habían despertado. Pero ahora ya no le inspiraban más que repugnancia.

Tradujo laboriosamente una escena más, recurriendo concienzudamente al diccionario a cada tropezón. Mañana telefonearía a Isolda. Contrataría a alguna inglesa guapa para que le enseñara el idioma de Shaw y de Galsworthy. Lo mejor sería revender su propio invento a Barba Azul. ¡Maravillosa idea! Por una cantidad simbólica: diez dólares.

Qué silenciosa estaba la casa. Ni Tom ni Martha. No sabía perder, la pobre. De pronto cayó en la cuenta de un sutil elemento añadido a aquel silencio sin vida: todos los relojes de la casa estaban parados.

Poco después de las once se levantó de su cómodo asiento, y ya se dirigía al dormitorio cuando la fría mano del teléfono le dio un golpe en el hombro.

Corría ahora en un coche de alquiler conducido por un chófer de hombros anchos por una infinita extensión nocturna de bosques y campos y ciudades norteñas cuyos nombres mutilaba la oscuridad impaciente: Nauesack, Wusterbeck, Pitzburg, Nebukow. Sus débiles luces le buscaban a tientas al pasar; el coche oscilaba y traqueteaba; se le había prometido que harían el trayecto en cinco horas, pero no fue así, y la mañana gris bullía ya de bicicletas que serpenteaban entre camiones lentos cuando Dreyer llegó por fin a Swistok, de donde sólo había veinte millas hasta Gravitz.