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El empleado de recepción, joven de cabello oscuro, mejillas cóncavas y gafas grandes, le informó de que uno de sus residentes era nada menos que el profesor Lister, de fama internacional; había visitado a Madame anoche y ahora precisamente estaba en su habitación.

Cuando Dreyer llegaba al apartamento, el doctor, un viejo alto y calvo, envuelto en una bata de aspecto monacal y con un maletín bajo el brazo, salía de la habitación de Martha:

—Es increíble —gruñó a Dreyer, sin molestarse siquiera en estrecharle la mano—, una mujer que tiene pulmonía, con ciento seis de fiebre, y nadie hace nada. Su marido la abandona en ese estado y se va de viaje. Su sobrino es un majadero. De no ser porque anoche me avisó una de las doncellas, usted estaría todavía divirtiéndose en Berlín.

—¿Está grave?

—¿Que si está grave? El ritmo respiratorio es de cincuenta. El corazón le funciona de la manera más caótica. No es normal esto en una mujer de veintinueve años.

—Treinta y cuatro —dijo Dreyer—, hay un error en su pasaporte.

—Bueno, pues treinta y cuatro. Pero lo urgente es llevarla a la clínica de Swistok, donde puedo hacer que la cuiden como es debido.

—Sí, inmediatamente —dijo Dreyer.

El viejo asintió con irritación y se alejó a grandes pasos. Una de las doncellas que a Martha le caían tan antipáticas, la que le había robado por los menos tres pañuelos en otros tantos días, estaba ahora vestida de enfermera (había trabajado en una clínica durante el invierno).

¿Marrones lisos o de tweedrojizo? Franz, en la terraza de un café, estaba en la mitad de un bostezo nervioso cuando el doctor pasó junto a él como una ola, dispuesto a darse un breve chapuzón antes de ir a Swistok. Marrones, marrones lisos. El irritable Lister no pudo menos de sentir compasión ante el desaliento que mostraba el joven y le gritó desde el paseo:

—Ya ha llegado su tío.

Franz subió a la habitación de Dreyer y estuvo un momento escuchando los gemidos y los susurros de la habitación contigua.¿Le permitiría a Martha el destino divulgar sus secretos? Llamó suavemente a la puerta. Dreyer salió de la estancia de la enferma y también se sintió emocionado por el aspecto demente de Franz. Poco después vieron desde el balcón la llegada de la ambulancia por la calzada del hotel.

Martha flotaba sobre las olas, olitas angulosas que se levantaban y caían al ritmo de su respiración, en un bote blanco cuyos remos movían Dreyen y Franz. Franz le enviaba una sonrisa por encima de la cabeza inclinada de Dreyer, y ella veía su sombrilla de colores vivos reflejada en el alegre relucir de las gafas de Franz, que llevaba uno de los camisones largos de su padre y no hacía más que sonreír esperanzado mientras el bote se hundía y crujía como movido por resortes.

Y Martha dijo: «Ya podemos empezar». Dreyer se levantó, Franz se levantó también, los dos vacilaron, riendo ruidosamente, cogidos en involuntario abrazo. El camisón largo de Franz ondeaba al viento, y él ahora estaba erguido y solo, riendo todavía y vacilando, mientras del agua salía una mano. «Anda, dale con el remo», gritó Martha, sofocándose de risa. Franz, firme sobre el cristal azul del agua, alzó el remo y la mano desapareció. Ahora estaban los dos solos en el bote, que ya no era un bote sino un café con una gran mesa de mármol, y Franz se sentaba enfrente de ella, y ya no importaba que estuviese en camisón. Bebían cerveza (cuánta sed tenía) y Franz compartía con ella su vaso vacilante mientras Dreyer golpeaba la mesa con su cartera para llamar al camarero. «Ahora», dijo Martha, y Franz le dijo algo a Dreyer al oído, y Dreyer se levantó, riendo, y los dos se fueron de allí. Mientras Martha esperaba, su silla se levantaba y caía, era un café flotante. Franz volvió solo, llevando bajo el brazo la chaqueta azul de su marido; le hizo un significativo movimiento de cabeza y se dejó caer sobre la silla vacía. Martha quería darle un beso, pero la mesa les separaba y el reborde de mármol se le hincaba en el pecho. Les trajeron café —tres cafés, tres tazas— y Martha tardó algún tiempo en darse cuenta de que sobraba un servicio. El café estaba demasiado caliente, de modo que pensó que, en vista de que había empezado a lloviznar, lo mejor iba a ser esperar a que la lluvia fuese diluyendo el café, pero lo malo era que también la lluvia estaba demasiado caliente, y Franz no hacía más que decirle que se fuese a casa, señalando el chalet que estaba al otro lado de la calle. «Vamos a empezar», dijo ella, y los tres se levantaron, y Dreyer, pálido y sudoroso, comenzó a ponerse la chaqueta. Esto la turbó. No era justo, ni legal. Le hizo un ademán de muda indignación. Franz volvió solo, pero en cuanto se hubo sentado reapareció Dreyer viniendo de otra dirección, aunque furtivamente, y ahora su rostro era absolutamente horrible, insoportable. Mirándola de reojo Dreyer movió la cabeza negativamente y, sin decir una palabra, se sentó junto a los remos de la cama. Martha se sintió inundada por tal impaciencia que, en cuanto notó que la cama se movía prorrumpió en gritos. El nuevo bote se deslizaba por largos pasillos. Martha quería incorporarse, pero un remo le cortaba el camino. Franz remaba con firmeza y constancia. Algo le decía a Martha que allí no todo estaba haciéndose como era debido. Y de pronto se acordó: ¡la chaqueta! La chaqueta azul estaba en el fondo del bote, sus mangas parecían vacías, pero la espalda no estaba plana del todo, al contrario, abultaba de manera sospechosa, y ahora las dos mangas comenzaban a hincharse. Martha vio la cosa que trataba de levantarse a cuatro patas y la cogió con ambas manos, y ayudada por Franz tiró de ella de un lado a otro y acabaron arrojándola del bote. Pero lo malo era que no se hundía. Se deslizaba de una a otra ola como si estuviera viva. Martha la empujó con un remo; y la cosa se asió al remó, tratando de subirse a bordo. Franz le recordó que todavía estaba el reloj en la chaqueta, y ésta, transformada ahora en gabardina azul por causa del agua, comenzó a hundirse despacio, moviendo flaccidamente las mangas exhaustas. La vieron desaparecer. Y ahora la operación ya estaba concluida, y se sintió invadida por un júbilo inmenso y turbulento. Ahora era fácil respirar, esa copa que le habían dado era un veneno maravilloso: Benedictine y hiél, su marido estaba vistiéndose, y le decía: «Hale, date prisa, que te llevo a un baile», pero Franz había extraviado sus alhajas.

Antes de salir con ella para el hospital, Dreyer encargó a Franz que se quedara en el hotel, estarían de vuelta en pocos días. En lo esencial no había mucha diferencia entre el delirio de Martha y el lamentable estado mental de su amante. En cierta ocasión, en vísperas de un examen, en el colegio, le había hecho falta desesperadamente un aprobado para no tener que repetir una asignatura un año entero, y un compañero listo y astuto le había dicho que había un truco que nunca fallaba si se hacía bien. Lo que había que hacer, concentrando todas las energías de la mente en un puño de hierro, era imaginar, no lo que se deseaba, no el aprobado, ni tampoco la muerte de ella y la libertad, sino la posibilidad contraria, es decir, el suspenso, la ausencia de su nombre de la lista de los que habían aprobado, y a Martha hambrienta, implacable, volviendo a su alegre infierno playero para obligarle a poner en marcha el plan que los dos habían aplazado. Pero, según el consejo de su compañero, esto no bastaba: lo verdaderamente difícil del truco consistía en hacer caso omiso del éxito, pero de la manera más completa y natural, como si en nuestra mente no cupiera siquiera su posibilidad misma. Franz no conseguía acordarse de si en aquel caso había conseguido su propósito (sí, había aprobado el examen), pero de lo que no le cabía duda alguna era de que ahora no lo iba a conseguir. Por muy claramente que se imaginara a los tres sentados de nuevo en la terraza de la taberna de Marmora repitiendo la apuesta y metiendo otra vez a Dreyer en el bote, siempre veía con el rabillo del ojo que el bote se había alejado mar adentro sin ellos y que Dreyer telefoneaba desde el hospital para decirle que Martha había muerto.