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»Asistí, como tengo por costumbre, y estuve ojeando los ejemplares antes de la puja. Allí vi uno de los famosos tratados de Aristarco de Samos, donde se afirma que la Tierra es un planeta más que orbita el Sol y que las estrellas son otros soles pero situados a una enorme distancia. Y el manual de Herón de Alejandría para la construcción de juguetes mecánicos y engranajes movidos a vapor, titulado Autómata. Y también una historia del mundo del sacerdote babilónico llamado Beroso, en tres volúmenes, el primero de los cuales estaba dedicado al intervalo que iba desde la Creación hasta el Diluvio, al que atribuía una duración de cuatrocientos treinta y dos mil años. Eran obras de gran interés, de las que ya tenía copias en mi propia biblioteca, de modo que continué ojeando los libros expuestos. Fue así como encontré la más inesperada joya que pudiera haber imaginado. Un pergamino antiguo, precioso, cortado y encuadernado como un libro para facilitar la lectura.

»Estaba atribuido al gran Herodoto y en su primera página decía: Melampo debió de aprender el ritual dionisiaco de Cadmo de Tiro y de los que con él llegaron a la región que en la actualidad se llama Beocia. Y, al instalarse en la región, esos tirios que llegaron con Cadmo introdujeron en Grecia muy diversos conocimientos, entre los que hay que destacar el alfabeto, ya que, en mi opinión, los griegos hasta entonces no disponían de él.

»El texto describía con detalle este ritual en ambas lenguas, con una escritura clara y limpia. Una página estaba escrita en griego y la siguiente página repetía el mismo texto en la lengua de los tirios, con unos caracteres iguales a los labrados en mis planchas plúmbeas. Me sentía tan dichoso por haber encontrado aquel libro que apenas podía disimular mi impaciencia. Aguanté así, lo mejor que pude, dando vueltas nervioso alrededor de él, como uno de los planetas de Aristarco alrededor del Sol. Hasta que se inició la puja.

»Empecé con ofertas muy altas por ese libro, pero el subastador siempre volvía con una que la superaba. Yo elevaba la puja y el subastador respondía a una señal de alguno de los asistentes que la elevaba aún más. Hasta el punto que, para mi desdicha, alcancé mi límite. Entonces, desesperado, le dije al subastador:

»-Dime quién está pujando por este libro hasta el punto que ha elevado su precio más allá de su razonable valor real.

»Me señaló con discreción a un hombre bastante grueso, ricamente ataviado como un sáhib. Me acerqué a él. Sus dedos estaban tan repletos de anillos de oro, con piedras preciosas incrustadas, que apenas asomaban los nudillos.

»-Dios bendiga a nuestro señor y erudito -lo saludé-; tenéis tanto interés por este libro que habéis llevado la puja hasta extremos que escapan a mis posibilidades.

»-No soy un erudito y ni siquiera sé de qué trata este ejemplar -contestó él, con una amplia sonrisa que reveló que había tanto oro en su boca como en sus dedos-, pero he comenzado una biblioteca a la cual he ido añadiendo piezas que no tienen las de los otros jefes de la ciudad…Y justamente queda en ella el espacio para este libro. De modo que, cuando lo vi tan claramente escrito y tan hermosamente encuadernado, me gustó tanto que no me importa cuánto ofrezco por él.

»Ciertamente, me sentí miserable y le dije con amargura:

»-Allah sea loado por la riqueza que concede, que siempre tienen nueces aquellos que carecen de dientes. Y yo, que sé lo que contiene el libro y sé cómo emplearlo, debo renunciar a él por mi escasa fortuna.

»El sáhib escuchó mis palabras, pero, lejos de ofenderse, se apiadó de mi situación y me rogó que me quedara como invitado en su casa durante todo el tiempo que necesitara para realizar una copia del libro. Y así lo hice.

»Ningún placer es comparable al que producen el estudio y la lectura. Y, como decían mis maestros Ijuán al-Safa, quien no ha soportado el esfuerzo del estudio no podrá saborear la alegría del conocimiento. Porque yo tenía al fin la respuesta al misterio de aquella lengua extraña. Aquel libro era la clave para descifrarla, pues en su abundante texto bilingüe, podía buscar el equivalente tirio a cada palabra en griego. Pero, a pesar de este recurso extraordinario, no fue fácil, y tardé casi cinco años en completar el trabajo. Los tirios no se tomaban la molestia de marcar las separaciones entre las palabras, no había matres lectionis. Además, su vocabulario era muy limitado y cada palabra, dependiendo del contexto, podía significar cosas muy distintas.

»Gracias a Allah, alabado sea, logré identificar varios nombres propios dispersos por el texto. En especial uno que transcribí como «Talos». Y éste fue el hilo que me permitió desentrañar aquel complejo ovillo. Muchas noches en vela me esperaban aún, en las que fui anotando con cuidado cada palabra que lograba traducir. Hasta que al fin pude leer una parte del documento.

»Empezaba así: Yo soy Azitawadda, el servidor de Talos el Rojo, el bendecido por los dioses. Mi señor Talos era un extranjero llegado de Tiro, pero fue para los de Keftiú como un padre y una madre. Y se estableció en sus días toda gracia para los de Keftiú, la abundancia y el bienestar. Y se llenaron los silos, acumulando caballo sobre caballo, escudo sobre escudo, ejército sobre ejército, para que los de Keftiú vivieran con la tranquilidad en sus corazones.

»Hizo estas y otras muchas cosas porque era él quien alimentaba a los dioses. Y ellos le otorgaban un gran poder. Pero el pueblo de Keftiú fue ingrato con todos estos dones y tramaron una traición a espaldas de mi señor Talos.

»Y fueron castigados…

3

Se diría que en el Puerto Exterior se celebraba una monumental fiesta. La dársena estaba iluminada por una constelación de pequeñas hogueras de carbón y los músicos hacían sonar sus instrumentos. Un ejército de niños danzaba sobre fuelles de piel de oveja que arrancaban pavesas de las hogueras donde se calentaban los crisoles repletos de virutas de cobre y estaño. Como dotadas de una vida extraña, aquellas brasas incandescentes se elevaban hacia el cielo. Talos el Rojo las siguió con la mirada. No había luna, pero el cometa, el anuncio de la ira de los dioses, trazaba su luminoso arco de muerte sobre el firmamento.

– El trabajo sigue su curso, mi señor -dijo el capataz. Un hombre grueso, con la cabeza rapada y una barba negra que le llegaba hasta la mitad del pecho. Su ropa se reducía a un sucio faldón de piel de oveja. Estaba de rodillas frente al sacerdote extranjero y apenas se atrevía a desviar sus ojos del suelo.

Talos le indicó con un gesto de la mano que podía retirarse. Volvió a centrar su atención en la alocada danza de los niños sobre los fuelles y cambió de idea.

– Espera -dijo-. Necesito a diez de esos pequeños para que me acompañen hasta la nave. Ocúpate de escoger a los mejores.

El capataz hizo una profunda reverencia y corrió para cumplir sus órdenes.

Talos paseó mientras tanto por la dársena, sorteando las hogueras y a los artesanos, comprobando que todo se estaba realizando correctamente. El tiempo se acababa para Keftiú y su Imperio del Mar. El trabajo no podía detenerse ni un instante. Día y noche se fabricaban miles de piezas de metal en unos moldes de arcilla dispuestos en hileras interminables. Cuando el metal se enfriaba, un aprendiz retiraba las cuñas y extraía una pieza de bronce para la nave. Tenían la forma de una escama de pescado de dos palmos de ancho por tres de longitud.

Cuando Talos el Rojo llegó al final del muelle, la barcaza con los niños ya lo estaba esperando. La abordó y navegaron a través del canal, hasta el puerto del anillo exterior. La nave en construcción era demasiado grande para los muelles subterráneos de la isla, por lo que las embarcaciones a remo iban y venían sin fin, cargadas con pilas de las relucientes escamas de bronce necesarias para recubrir el casco de madera.